La posición en Cristo

Teniendo en cuenta los datos presentados en la Palabra de Dios, se hallan dos categorías donde se agrupan todas las personas de este mundo, es decir, el que es salvo y el que está perdido; el hijo de Dios y la criatura; el creyente y el incrédulo. Dos estados de existencia, dos caras de la moneda, dos lados de la barrera…

Aunque para esta sociedad no tenga apenas valor el veredicto final, hoy sabemos que la posición que cada uno adquiere en esta vida, es la que cuenta definitivamente para la eternidad. Por ello es de crucial importancia plantearse el tema con toda seriedad, porque aun queriendo, es imposible mantenerse en la neutralidad: «Ninguno puede servir a dos señores» (Mt. 6:24). Haríamos bien en meditar sobre el estado de nuestra alma y condición frente a Dios; y también en responder a las preguntas siguientes: ¿Qué posición espiritual condiciona el transcurso de mi existencia terrenal? ¿En qué lugar me hallo frente a la voluntad perfecta de Dios? ¿Cuál es mi identidad según la Revelación bíblica? Pese a las diferentes respuestas que se pudieran ofrecer, para el verdadero cristiano es su posición en Cristo, especialmente, lo que garantiza la legalidad de ese maravilloso título; confirmando con ello su salvación personal, y asegurando de esta manera la entrada en el Reino de los cielos. «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús» (Ef. 2:10).

Así es, una identidad nueva es asignada a todo aquel que ha experimentado la gracia salvadora de Cristo. Desde esta privilegiada posición, al cristiano se le confieren ciertas atribuciones espirituales que definen su identidad y que, por otro lado, procuran las diferencias del resto de personas que no se hallan vinculadas a la obra de Cristo. Con estas credenciales tan definidas, además, nos percatamos del contraste existencial tan marcado que se halla entre el cristiano verdadero y el falso, el cual se sitúa en la misma posición que el incrédulo.

Apreciemos la enseñanza bíblica sobre nuestro presente estado espiritual, porque según sea nuestra posición en la tierra, así será nuestra condición en el cielo.

Todo pecador salvado por Cristo, ha adquirido grandes y eternos privilegios que en ningún caso debe ignorar. Por lo tanto, resulta provechoso para el alma recapacitar sobre la maravillosa posición que el cristiano posee. Indudablemente, es nuestra responsabilidad conocer con claridad los aspectos que envuelven la condición espiritual de los creyentes en Cristo, para en la medida de lo posible obtener una sólida conciencia que nos permita obrar conforme a esa nueva y gloriosa identidad: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 P. 2:9). Atendiendo a la información bíblica, observamos que el cristiano ha adoptado una serie de títulos que le exaltan como tal, y le definen en sus características especiales. En el momento de la conversión a Dios, al individuo se le adjudica una categoría espiritual que es otorgada de manera automática y simultánea a la salvación recibida. No tenemos que esforzarnos por ganar tan magna condición, puesto que es gratuita. De tal modo que el nacimiento espiritual del que ya hablamos, es nacimiento a una nueva vida y por lo tanto a una nueva identidad.

Observemos a continuación algunos textos bíblicos que nos ayudarán a identificar al verdadero cristiano. Al igual que en el resto del libro, estos versículos se pueden comprobar con cualquier ejemplar de las Sagradas Escrituras: El cristiano es llamado hijo de Dios (Jn. 1:12); posee una nueva vida en Cristo (Ro. 6:4); se ha reconciliado con Dios (Ro. 5:11); es poseedor de la vida eterna (1 Jn. 2:25); es sacerdote y rey (Jud. 6); es peregrino y extranjero en este mundo (He. 11:13); es heredero juntamente con Cristo (Ro. 8:17); ha obtenido el perdón de los pecados (Ef. 1:7); ha sido transformado por Dios (2 Co. 3:18); es templo del Espíritu Santo (1 Co. 6:19); ha sido comprado por Dios y le pertenece a Él (1 Co. 6:20); es nueva criatura por el nacimiento espiritual (2 Co. 5:17); está unido a Jesucristo (1 Co. 1:30); es reconocido como santo de Dios (2 Co. 13:13); ha sido redimido del castigo del pecado (Ro. 3:24); es un embajador del cielo (2 Co. 5:20); ha sido justificado delante de la Ley (Ro. 5:1); Jesús es su Pastor personal (Jn. 10:11)… Hasta aquí una pequeña selección, a la cual podríamos seguir añadiendo otras muchas citas bíblicas. Sirvan éstas para concebir una idea general de la condición tan gloriosa en la que se sitúa el creyente en comparación con el incrédulo. Recordemos que esta dicha es gracias a la posición que Dios concede por su amor, y nunca se debe a méritos propios.

Otra forma de saber que somos realmente cristianos, incluyendo las declaraciones bíblicas presentadas, es a través del testimonio que Dios produce en el alma de todo redimido: «El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo» (1 Jn. 5:10). Existe, en este sentido, una experiencia vital en el creyente, que confirma y ratifica su propia condición espiritual. Igualmente ocurre con la fe que se sucede de la Revelación escrita (He. 11:1), resultando en una profunda seguridad interior, que le confiere al cristiano la plena convicción de su lugar frente al Padre celestial. Entre otros factores asociados a Dios y a nuestro prójimo, cabe también destacar el amor como rasgo distintivo de todo genuino creyente. Un amor verdadero que mostrará a Dios, en mayor o menor grado, y en consecuencia a todo aquel que le rodea. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Jn. 13:35).

Además, la manera de pensar, hablar y conducirse en la vida, confirmará en buena medida este especial nombramiento. Dicho en palabras de Jesús: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:16). En todo caso, para que alguien se le otorgue la categoría de cristiano, precisará asimismo de una identificación con las enseñanzas cristianas; incorporando en su vida no sólo la doctrina de Jesús, sino también su ejemplo de vida.

Es cierto que la conciencia que se adquiere de la salvación puede ser creciente, y tal vez alguien sea cristiano nacido espiritualmente sin apenas advertir esa nueva vida, o albergar un sentimiento claro a tal experiencia. Pero, por lo general, tarde o temprano, y con la ayuda de Dios, la persona reconocerá las indicaciones de la Escritura Sagrada, y se dará cuenta así de su magnífica condición espiritual.

Por lo demás, nadie se llame a engaño, porque ser cristiano no significa ser perfecto. La salvación no elimina la naturaleza pecadora, e inevitablemente seguimos pecando. Con todo, el que ha experimentado el perdón y la gracia divina, no puede pecar con la inconsciencia del incrédulo, pues una fuerza exterior (la de Dios) le asiste permanentemente, limitando los impulsos pecaminosos y todas aquellas primeras inclinaciones al mal… Sin embargo, aún sigue permaneciendo el mandato: «Despojaos del viejo hombre» (Ef. 4:22). Al coexistir una doble naturaleza en el creyente, todavía existen hábitos, costumbres, pensamientos y tendencias pecaminosas, que se oponen a la voluntad de Dios y por lo tanto deben ir desapareciendo de forma progresiva en la vida de todo pecador redimido. Así, la vieja naturaleza debe menguar, y la nueva crecer y madurar. Y si hay buena disposición, el Espíritu ayudará a todo cristiano para poder hacerlo como conviene. El periodo de crecimiento es lento, pero seguro.

Somos cristianos por la posición divina, y no por la tradición humana.

EL ESPÍRITU SANTO

Una de las referencias que más claramente identifica al creyente, y por otro lado le diferencia del incrédulo, es la posesión del Espíritu Santo de Dios. Las propias declaraciones de la Revelación escrita son categóricas, y afirman que todo convertido a Cristo ha sido receptor del Espíritu eterno, el cual ha venido a morar de una forma permanente en su corazón. No existe confesión más precisa: «Si alguno no tiene al Espíritu, no es de Cristo (no es cristiano)» (Ro. 8:9). El Espíritu Santo es el agente de Dios que llevó a cabo el necesario proceso de conversión, iluminando nuestra mente para comprender el pecado y sus consecuencias, y presentándonos a Jesucristo como el único y suficiente Salvador. A partir de adquirir esa conciencia definida, también nos ha concedido el arrepentimiento indispensable para acudir a Dios en acto de fe, que es la manera como llegamos a recibir la salvación. «Y cuando él venga (el Espíritu Santo), convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (Jn. 16:8,9).

En cualquier caso, la seguridad interior proveniente de la nueva condición espiritual del creyente, se halla impresa en la conciencia a través de la huella del Espíritu: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:16). Con la nueva vida en Cristo, el pecador arrepentido se convierte en templo del Espíritu, esto es, Dios mismo habitando de forma permanente en su corazón; y así es llenado con su bendita presencia. La acción del Espíritu Santo es de vital importancia, puesto que sin su poderosa intervención seríamos del todo ineficaces para cumplir con nuestras funciones espirituales. «En él (Jesucristo) también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él (Jesucristo), fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef. 1:13). Así que, el Espíritu viene a configurarse como el «sello» de Dios, es decir, la garantía de nuestra salvación eterna. No olvidemos, también, que el Espíritu (que es el mismo Dios omnipresente) nos ofrece ánimo y consuelo en todo momento (Jn. 15:26); además de ayudarnos en nuestras debilidades, iluminando, dirigiendo y santificando nuestra vida, para favorecer todo perfeccionamiento espiritual… El cristiano fiel se apercibe de todas estas bondades divinas, y es colmado en un estado de bienestar espiritual con ellas.

Igualmente se hallan unas manifestaciones especiales que evidencian la acción del Espíritu Santo en la vida del verdadero creyente. La señal de su presencia se acompaña de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gá. 5:22,23). Éstos son rasgos espirituales que deben notarse, con mayor o menor intensidad, en la vida de todo creyente en Cristo, y lo que favorecerá el desarrollo de las necesarias virtudes para un adecuado y eficiente servicio a Dios. Con ello, el pecador salvado es fortalecido en la fe, y su vida cristiana, plena y satisfecha, se va desarrollando en el camino de la madurez espiritual. Por otra parte, todo cristiano es capacitado con unos dones (pastor, maestro, evangelista…) que, asistidos por el mismo Espíritu, son puestos al servicio de Dios y de la Iglesia. Estos dones, a su vez, le revisten de una facultad especial por la cual todas sus cualidades son potenciadas para el próspero resultado de su ministerio cristiano. Hallamos una lista de aquellos dones que Dios ha tenido a bien que conozcamos: en Romanos 12, 1 Corintios 12 y Efesios 4.

Ya mencionamos que el verdadero hijo de Dios está seguro en Cristo, y por ende no pierde su salvación. Pero, no obstante, nos corresponde cuidar de ella con temor y temblor, como administradores de la gracia recibida (Fil. 2:12). De no ser así, nuestra comunión con Dios puede quedar obstaculizada. Y si menospreciamos la comunión con el Creador, a la vez estaremos impidiendo que el Espíritu Santo intervenga con su gracia especial en nuestra vida. La Biblia es clara en este asunto: «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef. 4:30).

Por todo lo explicado, afirmamos que el cristiano ha sido investido con el Espíritu de Dios, el cual entró en su corazón en el momento de la conversión, proveyéndole de fe, esperanza y capacidad sobrenatural, para proceder en la vida con integridad. La pregunta del apóstol a los creyentes del primer siglo, viene a confirmar lo expuesto: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Co. 6:19).

En la actualidad nos hace falta a los cristianos recuperar la conciencia bíblica de la presencia del Espíritu Santo, y al mismo tiempo reconocer su intervención especial en nuestros corazones.

El cristiano es recipiente del Espíritu de Cristo.

LA IGLESIA

Toda persona convertida a Dios, ha sido al momento incorporada en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia universal. Dios ha formado un pueblo, que aun disperso en este mundo, se hace patente en la comunidad local de hermanos en la fe, donde se descubre una imagen colectiva de los principios del Reino celestial.

El cristiano genuino, que ha experimentado la salvación desde su condición particular, ya no es un ser independiente, por lo que no debe vivir escondido en una religión individualista. Es verdad que algunos han conocido el Evangelio en su soledad, o por la predicación de otros creyentes en el ámbito privado. Sin embargo, el individualismo no está contemplado en la Biblia… Sepamos que no son pocos, precisamente, los que han conocido el Evangelio en la misma iglesia. Y para este fin primordial, Dios desea utilizar hoy a su pueblo. Por tal motivo, el concepto de «grupo» en la Biblia es de crucial importancia. Hemos sido creados para mantener una relación con Dios, pero también con nuestro prójimo. Por eso los cristianos han sido reunidos para formar un único pueblo: el pueblo de Dios (Ef. 2:14).

Consideremos el proceso natural que se produce en la conciencia. La persona convertida a Cristo comprende que la experiencia salvadora que ha tenido, es común a otras personas. Y en su caso, como fue creado para vivir en sociedad, se percata de que la constitución de la iglesia parece del todo razonable, y de que ésta contiene un propósito especial para su nueva vida. Y una vez concebida la identificación espiritual con otros cristianos, intuye que ésta debe hacerse efectiva en la práctica de la comunión, confesando en esa dimensión colectiva su propia experiencia con Dios. Por ello, nuestras relaciones con otros creyentes nacidos de nuevo, deben ir más allá de las superficiales. Con este sentir, aquellos que han obtenido el común regalo de la Salvación, se reúnen en comunidad (iglesia local) y bajo un proyecto unánime, que será el de apoyarse, ayudarse y edificarse; alcanzando el objetivo más elevado y sublime, que es adorar a Dios y extender el Reino de los cielos.

Cierto es que no todas las iglesias que confiesan ser cristianas son verdaderas iglesias. Lo que demostrará la autenticidad de la iglesia, primeramente, es la fidelidad que ésta posea al mensaje explícito de las Escrituras (en lo que respecta sobre todo a las bases de la Salvación). Su experiencia interna y también su expresión hacia el mundo, acorde con los principios generales de la Biblia, mostrarán la veracidad o falsedad de la propia comunidad. Pese a todo, no juzguemos mal, la Iglesia está conformada por cristianos que siguen siendo pecadores, con sus correspondientes imperfecciones; y mientras vivamos en este mundo estropeado, siempre saldrá a luz toda deficiencia personal (la suficiencia proviene de Dios).

Al margen de los desajustes humanos, es maravilloso pensar que el mismo Dios que ha salvado al pecador de forma individual, no le deja huérfano, sino que lo integra en una familia para que sea acogido… Es lógico pensar que el nuevo creyente en Cristo no consiga aprender los fundamentos de la fe, o las bases bíblicas de su orientación cristiana, si al tiempo no se hallan a disposición otros hermanos que le puedan enseñar. Es responsabilidad de cualquier iglesia local, por tanto, acoger a los recién convertidos como si fueran hijos propios. Este sentido colectivo del Reino, y los beneficios que se derivan de su adecuada extensión, se infieren del texto siguiente: «Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt. 19:29). El pasaje bíblico revela los estrechos lazos de familiaridad que vinculan a cada hombre o mujer convertido a Cristo, que a la vez se constituyen hermanos en la fe. Aunque, si bien, la efectividad de esa relación de hermandad dependerá, en buena medida, del funcionamiento de la familia espiritual. Es culpa nuestra si muchos creyentes están privados de los beneficios que debe aportar la comunidad del Reino, esto es, la iglesia local. Dios ha dado unas instrucciones precisas en su Palabra, y si éstas no se cumplen, el cristiano, y especialmente el recién nacido, se verá afectado negativamente…

En caso de producirse graves desórdenes en la comunidad, que nadie piense que el cristiano fiel ha quedado relegado en el olvido. Muy al contrario, Dios mantiene el control y su providencia sobre la vida del verdadero convertido, por lo que todos los sinsabores (incluyendo los eclesiásticos) adquieren un significado marcadamente positivo. Éstos, asimismo, se convierten en pruebas de fe, por medio de las cuales se han de formar necesariamente los auténticos valores que prevalecerán por la eternidad. Entre tanto, Dios permanece como el buen Pastor, y en ningún caso abandonará a ningún hijo suyo; sino que, con amor y atención paternal, le ofrecerá su ayuda, cuidado y protección celestial.

El cristiano deja de ser individuo, para ser iglesia.

José Mª Recuero

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El camino del cristiano

Seguimos avanzando hacia la correcta comprensión de lo que significa ser cristiano. Con la conversión y el nuevo nacimiento, el buen Pastor no ha terminado su labor; por el contrario, la ha comenzado. Ahora el cristiano es su hijo y Dios es su Padre, a quien debe amar, obedecer, y en quien debe confiar. Anteriormente apuntábamos a la idea de que todo creyente goza de una excelente posición en Cristo. Sin embargo, este mismo enaltecimiento no debe pronunciarse en el terreno de la teoría, sino que ha de tener una clara repercusión en el mundo del que formamos parte. Es decir, la persona que se convierte a Dios es cristiana… pero sus circunstancias también lo son. Por lo tanto, su forma de pensar y manera de comportarse, se habrá de ajustar necesariamente a esa nueva realidad. A partir de la salvación, que es instantánea (pero a la vez progresiva), comienza la aventura de la vida cristiana, donde se vislumbra un largo y a veces difícil camino por recorrer.

A tenor de lo dicho, se halla un significado práctico del término cristiano que es determinante para poder apropiarse de este magnífico título, y que por otra parte obedece al sentido original que se encuentra en las mismas Escrituras. Véase la mención que se hace en Hechos 11:19-26, en la ciudad de Antioquía, acerca de los primeros creyentes en Cristo. Curiosamente, estos impulsores del Cristianismo no fueron llamados cristianos sólo porque habían experimentado la salvación, sino principalmente porque seguían a Jesucristo, porque eran fieles discípulos de Él. Como es de esperar, al igual que entonces, también hoy debe adquirir el mismo sentido para todo aquel que posea tan sublime nombre. Así, pues, cristiano fue el título que identificó a los primeros seguidores de Jesús, el Maestro. Ser cristiano, originalmente hablando, significa «seguidor de Jesucristo».

Teniendo presente esta enseñanza bíblica, aceptamos que el cristiano lo sea primeramente por su posición en Cristo, pero a la vez también por la demostración práctica de su condición como tal. «El que dice que permanece en él, debe andar como él (Cristo) anduvo» (1 Jn. 2:6).

Sin perder de vista lo expuesto en capítulos anteriores, admitimos que todo cristiano fiel puede llamarse discípulo de Jesús. Con esta identificación tan especial, es preciso destacar la importancia del discipulado que ha de producirse posterior a la conversión. Desde luego, nadie nace enseñado. El cristiano recién nacido espiritualmente en ningún modo es perfecto, y desde su imperfección, pero con la asistencia de Dios, habrá de comenzar el proceso de crecimiento espiritual.

EL DISCIPULADO CRISTIANO

En relación con el tema, existen dos enfoques sobre el discipulado que hay que saber distinguir. El primer discipulado es impartido por otros cristianos con madurez espiritual, donde de una forma personal, bien sea en el ámbito particular o a través del ministerio eclesial, transmiten al recién convertido los fundamentos espirituales, doctrinales y éticos, concluyendo en la manera como debe proceder según la Palabra de Dios. Con este fin, no solamente se deberá comunicar la buena doctrina, sino más bien un modo de conducirse y contemplar la existencia humana, que contenga una visión general e integral de la vida; y sobre todo y lo más importante, deberá transmitirse el ejemplo ilustrado en la propia conducta. Como se suele decir: se aprende más con el ejemplo que con las muchas palabras. A partir de ahí, el recién convertido obtendrá las herramientas suficientes para proseguir con cierta autonomía; dependiendo siempre de la gracia divina, claro está. Este discipulado al que nos referimos puede extenderse durante dos o tres años, donde en tal periodo el cristiano iniciado formará las bases doctrinales y éticas, que a su vez recibirá por medio de la lectura y meditación de los Escritos sagrados, por el estudio sistemático de las doctrinas cristianas, por la oración, y por el compromiso con Dios y su Palabra; además de ejercitar sus dones de forma adecuada y progresiva a través de su servicio en la iglesia. Todo ello motivado por un espíritu de amor y obediencia a Dios, en libertad y buena disposición; atendiendo siempre a la única autoridad suprema, que es la Santa Biblia. Tal discipulado posee un orden de elevada importancia para todo recién convertido, ya que el provechoso resultado marcará las huellas de su carácter moral y posterior modelo de vida. Este periodo de disciplina, definitivamente, formará el soporte donde construirá el edificio de su madurez espiritual y estabilidad cristiana.

El segundo discipulado también comienza en el momento de la conversión, y por supuesto incluye el primero. Éste es el que depende de la buena relación con Dios y con su Palabra, e indudablemente dura toda la vida. «Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios» (Jn. 6:45). En este proceso de aprendizaje, es donde también se contempla el seguimiento a Jesucristo. El llamamiento es para todo discípulo suyo: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Jn. 13:15). Así, la finalidad de todo cristiano consiste en llegar a ser como Jesús, reproduciendo su carácter virtuoso y calidad de vida humana. Aunque, para imprimir los valores de Cristo en nuestro corazón, nos interesa conocer, aparte de sus enseñanzas, también su forma de proceder. Esto se consigue meditando en los evangelios acerca de la vida y ejemplo del Maestro, y conociendo su manera de hablar y de conducirse, así como sus reacciones, conducta, integridad, y demás cualidades… Como bien recomendó el apóstol Pedro, Cristo nos dejó su ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 P. 2:21). No obstante, ya mostramos en el apartado anterior las implicaciones que conlleva ser discípulo de Jesús, por lo que no vamos a repetir otra vez la enseñanza.

En resumidas cuentas, el primer discipulado tiene que ver con nuestra relación eclesial de hermandad y comunión cristiana, donde el Señor interviene de forma colectiva. El segundo, a la vez, se origina por medio de nuestra relación particular con Dios y seguimiento a Jesucristo. «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:1).

El cristiano ha sido transformado, para ser formado.

EL FUNCIONAMIENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Llegados a este punto, reiteramos la propuesta planteada anteriormente, indicando que la condición para apropiarse del maravilloso título de cristiano, no reside únicamente en la salvación eterna del alma, sino que además se requiere de su adecuada manifestación. Esta expresión de la vida espiritual, aplicada en el ejercicio de la vida cotidiana, se define en tres ámbitos fundamentales: en nuestra relación con Dios, con el prójimo, y con nosotros mismos. Así, nuestro servicio cristiano se establece en forma dinámica, y éste se desarrolla precedido por un sentimiento de amor verdadero a Dios, por el cual todo cristiano intentará corresponder, en gratitud, al infinito amor de Cristo y a los grandes beneficios obtenidos por su gracia. De tal magnitud es el agradecimiento experimentado, que en ningún caso seguir a Jesús se convierte en un compromiso fastidioso. Parece ser al revés, pues servir a Dios, como a los demás, constituye una experiencia satisfactoria, e igualmente incluye el significado práctico de la vida cristiana. El cometido que tiene la persona convertida, por lo tanto, no es otro que el de glorificar a Dios a través de su buen proceder diario.

A continuación explicaremos la dinámica espiritual del cristiano en sus diferentes objetivos prácticos. Y si bien los tres apartados que expondremos se interrelacionan entre sí, no obstante realizaremos una separación con el objeto de integrarlos mejor en nuestra mente.

En relación con Dios

Caminar con Dios es la experiencia más bella y extraordinaria que puede alcanzar el ser humano. La expresión bíblica «y caminó Enoc con Dios» (Gn. 5:22), contiene la esencia de un cristianismo sustentado en la verdad última. Vivir junto al Creador, es lo que permite obtener la excelencia de la vida. Y con esta condición tan especial, el cristiano logra reorientar su camino en la correcta dimensión de la fe, y de tal forma halla la plenitud espiritual en comunión con su Padre celestial. Esto forma parte de su experiencia vital y de una realidad profunda que da sentido a su vida. Dios representa el todo y no hay nada más importante que hacer su voluntad; y, podemos afirmar que sin la impronta de su presencia, las cosas materiales se ven insignificantes y carecen por completo de valor. Por todo ello, es preciso destacar la importancia que tiene la relación personal con Dios, pues nuestro acercamiento o alejamiento de Él, determinará en gran medida la validez de nuestra vida aquí en la tierra.

Dicho esto, la unión espiritual que el cristiano conserva con su Hacedor, se expresa principalmente en la comunicación. Y ésta posee dos pilares fundamentales: por un lado Dios nos habla a través de su Palabra escrita, y por el otro nosotros le hablamos a Él a través de la oración. Éstas son las dos columnas básicas donde el creyente establecerá los lazos de su comunión espiritual con Dios.

Reiteramos que por las Sagradas Escrituras conocemos mejor a Dios y su voluntad para con nosotros. Con este propósito, antes de conquistar la tierra prometida, Josué recibió unas recomendaciones muy especiales: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Jos. 1:8).

Aparte del estudio y meditación de los Escritos divinos, también logramos el ejercicio de nuestra devoción espiritual a través de la oración. De esta forma, la expresión de nuestra gratitud a Dios se realiza por medio de nuestras palabras y pensamientos. «Dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef. 5:20). Además, del cristiano agradecido brotará un sentimiento de adoración, que resultará la expresión a Dios de su reconocimiento: por lo que Él es, y por lo que ha hecho por nosotros. «Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Jn. 4:23). Toda criatura que haya sido reconciliada con el Creador, deberá seguir manteniendo esa disposición conciliadora con Él. La persona nacida espiritualmente ha unido su voluntad a la de Dios, y sus pensamientos se hallan conectados con los de Cristo. En esta nueva realidad, todos los cristianos debemos permitir, con verdadera entrega, que el Espíritu de Jesucristo gobierne nuestro ser, cediéndole voluntariamente el control de nuestra vida. De esta manera su presencia y poder permanecen día a día con nosotros: «Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20).

Por lo visto en este apartado, se hace indispensable un tiempo diario para poner en práctica la oración, la lectura y meditación de la Palabra Santa; todo llevado a cabo en espíritu de adoración a Dios. Sólo así, y no de otra manera, nuestra comunión con el Padre mantendrá la salud espiritual necesaria para perseverar, con verdadero vigor, en el difícil transcurrir de la vida diaria.

En relación con los demás

Es preciso tener en cuenta que el cristiano no es un ser extraño, raro, o enigmático. Por el contrario, no hay ser humano más «humano» que el cristiano. Debido a que los valores del hombre se han corrompido por causa del pecado, no es sino con la conversión a Dios, que el individuo logra recuperar los auténticos valores de la humanidad, ya que no en vano éstos han sido originalmente proporcionados por Dios. Por consecuencia, resulta contradictorio pensar que podemos tener una óptima relación con Dios y al mismo tiempo una pésima relación con los demás.

Parece de orden elemental establecer una estrecha conjunción, pues nuestra buena comunión con el Padre eterno, deberá mostrarse obligatoriamente en el amor práctico hacia aquellos que nos rodean.

Después de todo lo expuesto hasta aquí, es inevitable advertir que el verdadero creyente no es seguidor de Jesucristo en la mística particular, sino como debe ser, en el escenario de la vida cotidiana. Por consiguiente, el que profesa ser cristiano abogando por una vida celestial, y a la vez aborrece a su prójimo en la vida terrenal, sea en el entorno familiar, social o eclesial, seguramente es porque no ha conocido el amor de Cristo y por lo tanto todavía permanece en tinieblas (1 Jn. 2:9).

1. Hacia la familia

El cambio interior y renovación de vida que ha experimentado el creyente en la conversión, debe encontrar su lugar principalmente en el seno de la familia. Bien podemos prever que donde más confianza existe, es donde a la vez resulta más difícil mantener el testimonio fiel de nuestro amor al prójimo. Por ello las implicaciones familiares que conlleva nuestra identidad cristiana, son las más difíciles de poner en manifiesto; aunque, a decir verdad, las que se plantean como prioridad en el culto práctico que debemos rendir a Dios.

Ciertamente la influencia que ejerce el cristiano convertido en su familia, es de crucial impacto para la expresión comunitaria de la Salvación. Incontables familias han sido altamente beneficiadas por el testimonio fiel de hermanos comprometidos con la causa de Cristo. No son pocas las que a menudo, rotas por el alcohol, el juego, las drogas, la infidelidad o las desavenencias conyugales, se han visto restauradas por completo gracias a la conversión de sus miembros. Ahora el amor y la paz reina en muchas familias quebradas, y la armonía parece coronar la relación de sus integrantes. Cientos de hogares desestructurados, privados de orientación, apáticos por el sinsabor de la vida, han encontrado en Dios la ilusión y el verdadero significado de la comunión fraternal. No cabe la menor duda de que cuando la Palabra de Dios constituye el centro del hogar, sus miembros descubren una nueva y única razón por la que juntos vivir su integridad familiar… Dicho esto, debemos recordar que la iglesia, aparte de individuos, está compuesta por familias.

Es verdad que algunas familias cristianas viven un cristianismo contradictorio: hablan del amor de Dios en la iglesia, y luego con sus hechos lo niegan en la familia… Pese a esta gran paradoja, no deberíamos de fijar la atención en las incoherencias de nuestra deslucida Cristiandad, sino en Cristo y en su Palabra. En este privilegio, es labor personal de cada cristiano demostrar fehacientemente su relación con Dios en el seno de la familia, sea ésta cristiana o no lo sea.

2. Hacia la iglesia

Ya hicimos mención especial sobre la iglesia como la agrupación de hermanos en la fe, donde las enseñanzas de la Revelación escrita se ejercitan en forma colectiva. De tal modo, la iglesia es el lugar diseñado por Dios para que se pueda llevar a cabo un proyecto comunitario, desde donde se procure el bienestar físico y espiritual del cristiano. Éste es adecuadamente enseñado en un clima de confort, donde al tiempo se practica la comunión fraternal, se comparte la fe, y se aplican los principios bíblicos presentados por Jesús para la mutua edificación.

Tengamos en cuenta que si bien toda persona salvada ha sido incorporada en un Reino de orden espiritual, éste contiene a su vez implicaciones terrenales, físicas y temporales. Por este motivo, el cristiano no se halla huérfano solitario de esta sociedad, sino que es familiar con todos los hijos de Dios. Visto el sentido colectivo de la iglesia, no debemos descuidar nuestras responsabilidades de fraternidad cristiana, porque de ser así, nuestros hermanos sufrirán las carencias de toda falta de amor práctico. «Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios» (He. 13:16).

A tenor de lo mencionado, debemos reconocer que la iglesia local es la representación de la Iglesia universal, esto es, la reunión de cristianos nacidos de nuevo que personalizan la comunidad de Dios en la tierra. Aquí es donde la enseñanza bíblica y la adoración son dadas en forma colectiva, y donde el Espíritu Santo impulsa las virtudes y promueve la efectividad de los dones que ha otorgado para el bienestar de la iglesia. Con espíritu comunitario, Dios es alabado y glorificado por cada miembro en particular. Así también, el escritor del Salmo elevaba su cántico de adoración a Dios, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos. En medio de la congregación te alabaré» (Sal. 22:22).

Como ha ocurrido desde la antigüedad, buena parte de la llamada Iglesia cristiana se ha convertido en una mera institución humana, apartada en gran medida de los propósitos originales de Dios; sin descartar que haya verdaderos convertidos en ella, desde luego. Aunque, no debemos distanciarnos de los fundamentos bíblicos, pues la Iglesia de Cristo, lejos de instituciones jerarquizadas, se presenta en la Escritura como el grupo de personas salvadas, sean dos o tres, y reunidas para adorar a Dios y bendecir al prójimo. Así es como Jesús promete su particular presencia en medio de su pueblo: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:20).

3. Hacia el mundo

Se presupone que el cristiano no vive su espiritualidad dentro de una burbuja, alienado de la sociedad y de su problemática. El ruego de Jesús al Padre no fue para que permanezcamos separados del mundo, sino para ser guardados del mal (Jn. 17:15). Nuestra sociedad expectante y confusa, espera ver una coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Y así debe ser, nuestras bonitas palabras han de acompañar a nuestro mejor obrar, cual demostración de la fe que afirmamos tener. Esta fue la propuesta de Santiago a la iglesia de aquel tiempo: «Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras» (Stg. 2:18). ¿Tiene alguna responsabilidad el cristiano con el mundo? Indiscutiblemente. Somos sal y luz, según Mateo 4:13,14. Y nuestra influencia cristiana, como tal, ha de manifestarse en nuestro entorno, aun en las áreas más cotidianas, como pueden ser las profesionales, domésticas, educativas, cívicas, y demás ámbitos. Todas estas incumbencias son parte esencial de la ética del Reino, y por lo tanto del anuncio efectivo del Evangelio.

Estos elementos prácticos de los que hablamos, se unen al mensaje verbal de libertad que Jesús proclamó. El anuncio de Dios es para la salvación de todos los hombres; y nuestro encargo es, en suma, indicar al mundo el camino de la Vida. La evangelización, tanto en su dimensión verbal como ejemplar, fue practicada de forma natural por el cristianismo primitivo: «Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio» (Hch. 8:4). Así que, labor del cristiano es dar a conocer el mensaje de la Salvación a las personas… tarea divina es que se conviertan.

En esta línea presentada, el testimonio verbal y práctico de la Palabra de Jesús y nuestra comunión con Él, debe marchar en consonancia con la vida de aquellos primeros cristianos: «Les reconocían que habían estado con Jesús» (Hch. 4:13). El discípulo de Cristo, por tanto, debe dar testimonio de su fe, sin perder de vista que su estado espiritual es el que va a determinar toda coherencia evangelizadora. De tal manera, la buena comunión con Jesús es inevitable si queremos producir un impacto visual en aquellos que están prestos no sólo a escuchar, sino también a observar. Con este cometido, todo cristiano fiel debe procurar extender el reino de Dios, sea evangelista o no lo sea, compartiendo con la ayuda del Espíritu el preciado tesoro que ha logrado hallar en Cristo; y éste no es otro que el mensaje del Evangelio. Las palabras de Jesús, en este aspecto, son alentadoras: «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hch. 1:8). La gran comisión que recibieron los discípulos de Jesús, también se extiende hoy a toda persona que ha sido receptora de la salvación eterna y por ende hecho discípulo de Cristo. «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt. 28:19).

4. En relación con nosotros mismos

Una vez convertido, el creyente comienza una relación de amistad con Dios, y asimismo adquiere un compromiso con el prójimo. Pero además de este compromiso colectivo, no debemos pasar por alto la responsabilidad que tenemos en cuanto a nuestras propias personas. «Ocupaos en vuestra salvación» (Fil. 2:12). Dios está interesado principalmente en nosotros, y su gran deseo es ver a todo hijo suyo progresar en el desarrollo de su crecimiento espiritual. Ciertamente, la labor que le corresponde al discípulo de Cristo, y que no debe descuidar, se centra en el desarrollo de su vida interior. El creyente recién nacido tiene como meta inicial crecer y madurar espiritualmente. De un bebé se espera que con el tiempo llegue a conseguir la evolución psíquica y biológica propia de cada etapa del crecimiento. Del mismo modo que el desarrollo del neonato forma parte de un proceso natural, así lo es también en el progreso espiritual del recién convertido. «Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18).

A este perfeccionamiento se une la santidad, que conlleva el despojarse de los hábitos antiguos de la vida pasada, incorporando la nueva forma de vida en Cristo, para que así nuestra comunión con Dios marche desprovista de todo pecado que pueda obstaculizar el necesario avance espiritual. La santidad, pues, es indispensable para conseguir una transformación interna positiva. Comprendemos que el pecado ya no tiene autoridad sobre los creyentes, porque Cristo nos ha liberado, y en la medida que estamos más conectados con Dios, la naturaleza caída va teniendo menos empuje y su influencia por lo tanto irá decreciendo. En ningún modo debe darse lugar al pecado, pues entorpece la buena relación con Dios, y el crecimiento cristiano por ende se puede ver paralizado.

Ahora, al igual que en la conversión, el proceso de santificación no se debe especialmente a nuestros esfuerzos personales. La intervención divina en el corazón humano juega un papel decisivo. Solamente Dios es capaz de producir el oportuno y provechoso crecimiento cristiano, como cita Colosenses 2:19. De tal manera, la transformación moral y espiritual de todo creyente, debe verse potenciada por la acción santificadora del Espíritu Santo. Junto al desarrollo espiritual del nuevo cristiano, también se ve incrementada su visión de la propia vida, y el conocimiento de su espiritualidad resultará cada vez más correcto y cabal. Además, con el transcurso de los años, la estabilidad del recién convertido irá conformándose en el reconocimiento de las virtudes y en la aceptación de sus defectos; mejorará la autoestima, y sus valores se verán transformados en forma correcta, sabia y relevante. El alcance de su manera de pensar será mucho más profundo y elevado. El concepto que tenga de sí mismo cambiará con el tiempo, y su identidad se verá cada día más segura y consistente. Todo ello, a la vez, causado por la influencia directa del Espíritu de Dios, y por la mediación de su Palabra viva y eficaz.

Sepamos que todas las enseñanzas y promesas bíblicas que el cristiano permita integrar cada día en su mente y corazón, obrarán positivamente ayudándole a consolidar el «nuevo hombre» interior creado en Cristo Jesús (Ef. 4:24). Y, en la medida de su crecimiento, también irá adquiriendo una mayor comprensión de Dios, de sí mismo, y de las circunstancias que le rodean. Una visión cada vez más superior perpetrará su mente, y todo su ser se verá reforzado en sabiduría, madurez e integridad espiritual… La recomendación apostólica se dirige en esta misma dirección: «Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento» (Ro. 12:2).

La vida interior del cristiano no resulta estática, sino dinámica.

LOS OBSTÁCULOS

En el transcurso de toda experiencia cristiana, se hallan tropiezos que pueden impedir el avance del necesario progreso espiritual. Y sepamos que numerosos de esos obstáculos guardan relación con la propia torpeza humana, y no pocos son resultantes de nuestro pecado y desobediencia a Dios. Pero, ¿qué ocurre si el cristiano peca, y hasta cuántas veces Dios le perdona? Indudablemente, después de convertido, el cristiano continúa pecando, porque pese a su nueva identidad, sigue siendo pecador. Ahora bien, si por cualquier causa éste tropieza, volverá a levantarse y no permanecerá postrado. En cambio, la diferencia con el incrédulo es absoluta, puesto que el tal no puede levantarse, ya que su estado natural es permanecer caído, y de cualquier forma necesita que Cristo lo levante.

Dios es el Padre amoroso dispuesto a perdonar nuestros pecados, las veces que sea necesario, pues Cristo pagó por todos ellos, incluyendo también los que todavía no hemos cometido. Lo importante, en este punto, es no mantenerse caído, sino en volver lo antes posible a reconciliarse con Dios, y con la ayuda de Él intentar no sucumbir otra vez a la tentación. La promesa bíblica se hace siempre efectiva: «Si confesamos nuestros pecados, él (Dios) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Si en el transcurso de nuestra vida diaria, caemos en la tentación, no desesperemos y acudamos a Dios arrepentidos, aceptando por la fe el perdón que Él nos ofrece… Puede ocurrir que en esos momentos precisos tal vez no sintamos el perdón prometido en su Palabra. Pero, no es cuestión de sentimientos, sino más bien de creer en lo que Dios dice. Él no puede mentir.

Cabe preguntarse, ¿qué sucede si el cristiano vuelve a pecar reiteradamente? No hay lugar para las dudas, si éste se arrepiente con sinceridad, Dios le seguirá perdonando: «Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse» (Pr. 24:16). El Señor es fiel, y levanta al cristiano todas las veces que éste caiga: «hasta setenta veces siete» (Mt. 18:22). Una vez levantado, el Espíritu Santo le ayuda en el proceso de restauración espiritual, dándole consuelo, fuerzas y valentía, para seguir el camino con ánimo y esperanza renovada.

Insistimos en que el cristiano no está exento de pecar, pero en la medida que crece en sabiduría y madurez, también decrecen sus errores, y como consecuencia podemos decir que cada día peca menos; aunque, por otro lado, se percate con mayor claridad de su tendencia pecaminosa. Esto, al mismo tiempo, le permitirá ser más humilde, y consciente de la efectiva gracia divina; confiando asimismo en el poder de Dios más que en el suyo propio. Así es, una lucha constante se sucede en el corazón del pecador redimido, al tiempo que experimenta una fuerza sobrenatural que le capacita para superar todo obstáculo en su crecimiento espiritual. Con esta seguridad, el cristiano confía en las promesas de su buen Padre celestial, y no se deja atemorizar por las tentaciones que le pudieran sobrevenir. «Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque Jehová sostiene su mano» (Sal.37:24).

1. El egocentrismo

Este adversario parece ser el más peligroso de todos, ya que el estado caído del alma permanece en la naturaleza de todo convertido a Dios. Y aunque en cierto sentido el «yo» carnal, llamado el «viejo hombre» (Ef. 4:22), se encuentre encarcelado y sujeto a la voluntad del creyente, en el poder del Salvador, no obstante en cualquier momento puede tomar el control, si en decisión propia le abrimos la puerta. No perdamos de vista que el viejo y el nuevo hombre conviven en una especie de «alianza», donde el nuevo debe subyugar al viejo, y no al revés; para ello poseemos las fuerzas del Espíritu de Dios, «el cual nos lleva siempre en triunfo» (2 Co. 2:14).

Todavía el peor enemigo del cristiano resulta ser él mismo, dado que la «semilla de la tragedia» sigue estando presente y por lo tanto la tendencia a hacer lo malo. Así, debemos reconocer que en muchas ocasiones nos alejamos de la voluntad de Dios, sea consciente o inconscientemente. Como cita el texto bíblico: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas» (Jer. 17:9). Es verdad, si de alguien no debemos fiarnos, es precisamente de nuestro corazón. Por ello tenemos la Palabra más segura, que es la Biblia, la Revelación escrita del Dios único y verdadero que nos ha creado, y por consiguiente conoce a la perfección los recónditos más insondables de nuestro ser. Y en su Palabra se nos advierte seriamente de nuestro pecado interior, al que no debemos en ninguna manera darle rienda suelta.

No nos llamemos a engaño, porque no existe persona perfecta que nunca peque: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Jn. 1:10). Aceptemos con humildad el significado del texto, porque aunque nuestro pecado no sea del todo evidente, éste posee diferentes formas de expresión. Por ejemplo, pecado puede ser cualquier mínimo pensamiento que no se ajuste a la voluntad de Dios; como igualmente palabras, actitudes u obras, por muy imperceptibles que nos parezcan, pero que así violenten los mandamientos de la Ley divina. A todo ello incluimos los pecados de omisión, es decir, aquello que sí deberíamos pensar, decir o hacer, pero que muchas veces pasamos por alto: «Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado» (Stg. 4:17).

Irremediablemente el «estigma» del pecado anida en nuestro interior, y por ahora debemos convivir con él. Entre tanto, la mayor conciencia que adquirimos de nuestro egoísmo personal, nos conducirá a desear la santidad y aborrecer la maldad en todas sus formas, apercibiéndonos así de nuestra grave insuficiencia para servir a Dios. Es cierto, no hay nada peor que ser egoísta y no darse cuenta de ello.

Reconozcamos nuestra condición, porque todos somos egoístas por naturaleza, unos más que otros. Pero, en cualquier caso, la vida del cristiano fiel no se ha de prestar ego-céntrica, sino cristo-céntrica. Por ello debemos desechar todo egocentrismo, pues nuestros valores son los de Cristo: Ejemplo supremo de entrega desinteresada. Todo objetivo planteado en la vida debe ajustarse al pensamiento de Dios, y no ha de haber refugio para las motivaciones que no se conformen a su voluntad. Sólo Dios debe ser objeto de nuestro deseo y propósito, y nada ha de interponerse entre nuestra vida y su buena voluntad.

2. Satanás

Las ideas que se extienden entre los ámbitos religiosos sobre la existencia y obra de Satanás, son de lo más variopintas. Pese a las distintas opiniones, lo cierto es que en las Páginas sagradas se presenta la existencia real de un ser maligno, que después de Dios fue y aún es el más poderoso. Su labor, al presente, es luchar con todos los recursos disponibles para oponerse al programa divino. En el ataque de las fuerzas del mal, tampoco el creyente queda fuera de tales influencias negativas. Por el contrario, en esta confrontación es participante activo de la gran lucha que se libra en la esfera espiritual: «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef. 6:12). Luego, Satanás es el representante del mal, el rey de las tinieblas de este mundo. La opresión satánica es innegable, y hoy más que nunca se manifiesta de múltiples maneras, desde las más descaradas y evidentes, hasta las más sutiles y escondidas.

Bien es cierto que a veces atribuimos a Satanás las desavenencias de nuestro propio pecado personal; y en ocasiones no hay más culpable que nuestro orgullo. Sin embargo, no descuidemos la enseñanza bíblica, porque este poderoso e incansable enemigo posee un gran equipo de trabajo (ángeles malignos) que colabora para mantener en oscuridad al incrédulo, y a ser posible también para intentar extraviar del camino recto al cristiano. Seamos prudentes y no ignoremos las maquinaciones de Satanás (2 Co. 2:11), que utiliza todos los elementos habidos a nuestro alrededor para hacernos tropezar. Así se nos advierte en la Escritura: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 P. 5:8).

Sin ser motivo de obsesión, lo cierto es que no debemos ignorar la existencia del Diablo y su intervención maléfica. Él intentará hacer lo imposible para que desviemos nuestra mirada del Dios salvador y perdonador… Pese a todo, los cristianos conservamos la calma, porque el Omnipotente nos guarda, nos protege, y nos ayuda a combatir todas las tentaciones que puedan aparecer. Aunque, si bien es verdad, también se requiere de nosotros fe, firmeza, y perseverancia en seguir los preceptos bíblicos. La recomendación apostólica contra Satanás, es esta: «Al cual resistid firmes en la fe» (1 P. 5:9). Siendo este requisito imprescindible, el cristiano no tiene motivo alguno para temer, pues Satanás actúa siempre que Dios, el Soberano, otorgue el permiso correspondiente. No olvidemos que hemos sido comprados por precio: la vida de Cristo, y somos pertenencia de Dios (1 Co. 6:20).

El Diablo es el acusador de todo pecador salvado, y su empeño está en señalar cada pecado cometido. Pero Cristo es nuestro abogado y defensor, y no permitirá que ningún discípulo suyo sea cautivado por el poder de las tinieblas. Con esta quietud, debemos estar confiados en la mano poderosa de nuestro buen Señor, que guarda a sus hijos queridos de caer en la tentación. Comprendamos que Satanás no posee autoridad alguna sobre el cristiano, pues como ya hemos indicado es propiedad divina, y todo lo que le acontezca, sea bueno o aparentemente malo, sucede bajo la voluntad permisiva de Dios. Por nuestra parte, perseveremos con firmeza, resistiendo la tentación, y sobre todo manteniendo plena confianza en nuestro Padre celestial, pues Él vela en todo momento.

3. Los valores de la sociedad

El sistema de nuestro mundo actual, bien sea político, social o religioso, se gobierna por lo general con muy poca conciencia de Dios. Si observamos con interés a nuestro alrededor, nos daremos cuenta, sin mucho esfuerzo, de que las normas que presiden nuestros contemporáneos, no contemplan las reglas dictaminadas por Dios. Sólo con sintonizar los informativos de la televisión o la radio, podremos captar, como es natural, la completa ausencia de información sobre Dios y su Revelación. La mención de los asuntos eternos no se consideran en absoluto (con excepción de las escasas transmisiones, o algunos programas cristianos –donde a veces se mezcla la verdad con la mentira–); y las emisiones televisivas de entretenimiento y variedades, nos conectan con un escenario meramente pasajero, nos entretienen plácidamente, y a la vez permiten olvidarnos de las realidades más relevantes para nosotros: las eternas.

Visto desde la vida práctica, Dios parece estar completamente ausente de nuestra sociedad, y los valores que se promueven al respecto, son extraños a su voluntad. Un mundo materialista, que ante todo se caracteriza por su secularización, establece la norma que debemos seguir: primero yo y después yo… Por otra parte, la búsqueda del bienestar temporal inunda nuestra mente con toda clase de información terrenal, y los medios de comunicación nos bombardean constantemente con ofertas puramente hedonistas que pretenden satisfacer toda insuficiencia humana. Con esta carrera frenética se hace difícil la vida, y testificar de Cristo, por tanto, resulta un verdadero conflicto para cualquier cristiano. No parece nada sorprendente la formulación bíblica: «Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Stg. 4:4). Es cierto, la persecución silenciosa que vive la Iglesia, es cada vez mayor. El crecimiento de los valores mundanos y su nefasta influencia, parece ser imparable; incluyendo también los diferentes aspectos de la religión oficial, muchos de ellos establecidos sobre intereses terrenales. El consejo bíblico es del todo concluyente: «No os conforméis a este siglo» (Ro. 12:2). La Escritura nos insta a evitar la forma de esta presente manera de contemplar la existencia humana, la cual se aleja cada vez más de Dios y de su perfecta voluntad.

Son muchas las ocasiones en las que el cristiano no sólo deberá evitar las formas, sino que además tendrá que conducir sus pasos contra la corriente de nuestra sociedad. Tomemos ejemplo de la propia Naturaleza, y observemos que mientras el pez vivo nada por el río contra corriente, al pez muerto se lo lleva la misma corriente. Con este natural enfoque, todo aquel que ha sido rescatado de esta manera absurda de vivir, debe valorar en mucho sus prioridades espirituales, para no dejarse arrastrar por la corriente del actual sistema de cosas… Como consecuencia de todo ello, las reacciones de nuestros conciudadanos no se harán esperar, pues así lo advierte la misma Escritura: «A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan» (1 P. 4:4).

Aun con todas las connotaciones negativas, humanamente hablando, no ignoramos que el Omnipresente maneja los hilos de la Historia, previendo que al final se cumplan sus designios eternos, en tanto que lo sucedido es conformado según su voluntad permisiva. Así, todo lo que acontece, contribuye para la realización de los propósitos predestinados por Él.

Con esta conclusión sobre el control absoluto del Creador, se comprende que para el cristiano fiel no existe obstáculo que se interponga en su crecimiento, en el desarrollo de su espiritualidad, y en el plan especial de Dios para su vida personal. En esta seguridad, el creyente en Cristo puede obrar con plena certidumbre de fe, descansando sosegadamente en las infalibles promesas divinas.
Mantengamos la constancia en el poder de Dios, porque la providencia de lo Alto nos envuelve, y así somos guardados de todo mal. «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo» (1 Jn. 1:4).

El mayor enemigo del cristiano no es Satanás, ni el mundo… es él mismo.

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