Introducción, Jesús el buen pastor

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Todo cristiano que desee hacer honor a su distinguida posición, no debería de encontrar en Jesucristo solamente un profesor de quien aprender, sino principalmente un Maestro a quien fielmente seguir. «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Jn. 2:6). Esta firme declaración bíblica nos lleva a plantear las siguientes preguntas: ¿Cómo anduvo Jesús? ¿Cuál fue su ejemplo de vida? ¿Qué significó para nosotros el testimonio práctico de sus propias acciones?

Con la finalidad de ofrecer respuestas a preguntas tan cruciales, se hace obligatorio realizar una detenida reflexión sobre la vida y obra de Jesucristo, comenzando por considerar los interrogantes que nos dirijan a la comparación, desde un planteamiento humano, con el Jesús de la Biblia.

Efectivamente, para poder guiarnos en este mundo con sentido de la orientación, necesitamos modelos de referencia en los cuales fijar nuestra mirada. En este aspecto la vida de Jesús representa el modelo paradigmático, digno de ser imitado por cualquiera que se identifique como cristiano.

Para conseguir este propósito es necesario obtener una imagen clara de la persona de Jesucristo, y de aquellos aspectos ejemplares que se revelaron en su forma de vivir. Éste, precisamente, es el reto que se nos presenta en las siguientes páginas .

Resulta evidente que la imagen que nuestro entorno cristiano posee del Jesús hombre, está gravemente desfigurada. Y si bien algunos creyentes, los más «ortodoxos», se contentan con buscar al Jesús histórico, siendo mero objeto de estudio académico y de marcada controversia, la mayoría está contemplando a un Jesús excesivamente triunfalista, que actúa solamente en una dimensión trascendental, pero que muy poco guarda relación con la vida cotidiana.

Podemos elucubrar al respecto, pero nuestro mundo cristiano sigue dos caminos perfectamente centralizados. Por un lado encontramos la secularización 1. de la Iglesia, y por el otro la súper espiritualización irracional de buena parte de ésta. Como consecuencia de tales extremos, se origina en muchos casos una grave deformación de la vida espiritual y por ende de la conducta cristiana.

1. Secularización: entiéndase por la adaptación de la Iglesia a los valores de este mundo no cristiano.

Sea como fuere, en ocasiones formamos un Jesús a nuestra medida, a modo de «libro de bolsillo», dispuesto para ser utilizado en el ámbito religioso de nuestra original manera de concebir la existencia. Por este motivo, el remedio bíblico más eficaz para superar esta particular desviación, consiste en regresar a los principios genéricos y más fundamentales del Cristianismo, es decir, a la persona del Señor Jesucristo; aprendiendo así de sus enseñanzas, pero a la vez descubriendo también su extraordinaria manera de proceder en la vida.

A tenor de lo dicho, sabemos que el modelo de vida ejemplar que Jesús presentó, fue minuciosamente recopilado por sus discípulos y seguidamente plasmado por inspiración divina en las Sagradas Escrituras. Así, los autores bíblicos no redactaron solamente lo que Cristo enseñó, sino que también lograron registrar lo que hizo, con el propósito añadido de que todo cristiano pudiera imitarle en la relación de Maestro-discípulo: «Dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 P. 2:21).

Contrariamente a lo que podamos entender según nuestra cultura occidental, el proceso de aprendizaje de cualquier discípulo en aquel ambiente histórico, no consistía solamente en recibir las necesarias enseñanzas teóricas, sino que además debía seguirse el ejemplo del maestro, intentando ser como él e imitándole en su forma de actuar.

En esta línea de pensamiento bíblico, el evangelista Marcos recoge en su evangelio, con gran sensibilidad, la figura de un Jesús verdaderamente humilde, que en todo momento dispone su vida al servicio de los demás. Por tal razón ha sido seleccionado este documento bíblico, donde la personalidad del Jesús-hombre se describe con ejemplos visibles: en su relación con Dios y en especial con el prójimo, a través de su testimonio personal, esto es, el modelo de una vida plenamente consagrada, que si en algo se caracterizó fue, entre otras cosas, por ser esencialmente práctica.

Es cierto que no conseguiremos imitar los grandes milagros y las prerrogativas divinas que le correspondieron como Mesías escogido. Pero, aun siendo así, queda registrado en los evangelios una amplia lista de ejemplos prácticos que Jesús, en calidad de «humano», nos dejó para que también los humanos podamos aprender de él; incorporando no sólo la información teórica de aquellas enseñanzas que nos comunicó de forma verbal, sino además su excepcional modelo de vida.

La verdad debe salir a luz, porque nadie puede pretender ser un cristiano fiel, si primeramente no es seguidor de Jesucristo. Luego, para poner en práctica lo enunciado, nos interesa conocer el proceder de Jesús: su forma de hablar y manera de conducirse, así como sus reacciones, conducta, integridad y demás virtudes.

En definitiva, todo aquel que se denomine cristiano, y así no tenga presente los ejemplos aplicables del Maestro para poder seguirlos, se dará cuenta de que su vida cristiana difiere en gran manera de la propuesta bíblica que en su día pronunciara el fundador del Cristianismo: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:15).

Jesús, el buen pastor

Todos los cristianos –nacidos de nuevo– alcanzamos a comprender, aunque limitadamente, que Jesús es Dios eterno y por lo tanto el buen Pastor, que no solamente ha tenido a bien salvarnos, sino que, trayendo a nuestra mente el salmo veintitrés, también nos guía a lugares de delicados pastos, recibiendo así un completo y satisfactorio bienestar espiritual. De tal manera, nuestra comunión con Jesús se ve reflejada en este símil: la oveja que sigue a su pastor voluntariamente, porque en todo momento recibe de él la guía, el cuidado, y su protección celestial. El Señor mismo declaró: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen» (Jn. 10:27). Recordamos con agrado que todo aquel que ha disfrutado de la experiencia salvadora de Cristo, ha sido a la vez tomado por la mano del buen Pastor, e incorporado en el rebaño de Dios, esto es, la Iglesia de Jesucristo.

Ahora, sobre lo dicho, hacemos bien en preguntar: ¿Cómo actuó Jesús –en calidad de pastor humano– en su paso por este mundo? Veamos algún ejemplo.

EJEMPLO DE AMOR A DIOS

En primer lugar se hace inevitable valorar el gran amor que Jesús tuvo hacia su Padre celestial, dado que cumplió en obediencia absoluta con la perfecta Ley, y llevó a cabo, con toda humildad, las obras que Dios le había encomendado.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (fervientemente), y con toda tu alma (profundamente), y con toda tu mente (razonablemente), y con todas tus fuerzas (sacrificadamente). Éste es el principal mandamiento» (Mr. 12:30).

En respuesta a la petición del joven rico, Jesús utiliza el gran precepto bíblico para enfrentarlo con su propia insuficiencia. A saber, resulta imposible encontrar persona que haya cumplido íntegramente el citado mandamiento; y por esta razón tan sencilla, podemos afirmar que todos somos infractores delante de Dios. Solamente Jesucristo, en calidad de humano, cumplió el citado mandamiento a la perfección, siendo su ejemplo de amor y entrega a Dios un modelo para todo cristiano que aspire a seguirle fielmente.

Cierto es, la esencia del cristianismo se sustenta en el amor a Dios, y no existe otro valor más elevado que éste. Amar a Dios con el corazón, con la mente, con el alma, y con todas las fuerzas, es igual que amar a Dios sobre todas las cosas que pudieran ser susceptibles de nuestro amor. Con tal entrega voluntaria, el que ama a Dios está siguiendo a Cristo, y el que sigue a Cristo, es señal de que ama a Dios.

A partir de la idea expuesta, cabe precisar que es del todo impracticable amar a Dios –según el mandato bíblico– por iniciativa propia, puesto que si alguien posee verdadera capacidad para amar a Dios, es porque primeramente ha experimentado su amor y gracia abundante, proveyéndole al mismo tiempo de esa facultad tan especial.

Al igual que el mandamiento que hemos leído presidió la vida del Maestro, también éste debe ser la aspiración que gobierne la vida de todo discípulo suyo. Amar a Dios, al fin y al cabo, es una cuestión que atañe a la decisión propia de cada individuo. De esta forma, el cristiano que está verdaderamente determinado en servir a Dios, concediéndole la gloria que sólo Él merece, en cierta manera le está dando cumplimiento al mandamiento mencionado: «Amarás al Señor tu Dios…».

El buen Pastor indicó, en el ejemplo del joven rico, que el amor a Dios por sobre todas las cosas, es la base donde se sostiene el verdadero cristianismo. Si como hijos amados queremos cumplir con los designios de nuestro Padre celestial, no podemos poner otro fundamento, por cuanto la vida cristiana se centra en Dios mismo y en nuestro amor a Él, por encima incluso de cualquier obligación moral, religiosa o eclesial. Con esta predisposición, la voluntad de Dios debe constituir el único motivo y propósito en el corazón del seguidor de Cristo.

A la verdad, el gran amor de Jesús manifestado en la obediencia a la Ley, en el servicio hacia los demás, y finalmente en la entrega de su propia vida en la Cruz, demostró, a todas luces, el amor incondicional hacia su Padre celestial.

«¡Padre… aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, si no lo que tú!» (Mr. 14:36).

La imagen del Cristo sufriente en el huerto de Getsemaní, fue realmente descriptiva. Y la oración de Jesús al Padre, en aquellas circunstancias tan cruciales, parecía contener la sustancia de un amor llevado a la máxima expresión práctica: «no lo que yo quiero, sino lo que tú».

Pese a momentos tan angustiosos como los que refleja el texto bíblico, podemos imaginar la determinación de Jesús basada en su amor a Dios, y como consecuencia a la Humanidad perdida; apreciando, igualmente, que la ejecución de los designios divinos se situó por encima de sus intereses particulares, o inclusive de su propio bienestar personal.

Suponemos muy probable, por lo que deducimos del propio texto, que nuestro Señor se hubiera librado de los sufrimientos del Getsemaní si ése hubiera sido su deseo; como también el tener que pasar por la Cruz. No parecen nada sorprendentes sus palabras: «Aparta de mí esta copa», dado que en tal estado de adversidad, su propio cuerpo y alma se encontraban en dolorosa aflicción: la carga de nuestros pecados sobre su ser fue realmente difícil de soportar… No obstante, es maravilloso recordar que en aquellos instantes precisos nuestro buen Pastor pensaba en cada uno de nosotros: nuestra salvación eterna estaba en juego, y Jesús no podía fallar. Y para conseguir el perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre, nuestro Señor debía proseguir con el programa diseñado por Dios en la eternidad, incluyendo los horribles sufrimientos que le causaría el pago de nuestros pecados.

Tomando el ejemplo de Jesús en el huerto de Getsemaní, admitimos con toda seguridad que el creyente también pasará por sus «getsemanís» particulares, aunque ciertamente no con la intensidad de sufrimiento que experimentó nuestro Maestro. Y tiene su razón de ser, porque es en los momentos de prueba, especialmente, donde se pone a prueba nuestro verdadero amor a Dios, y con ello nuestra decisión de aceptar o rechazar su voluntad.

Vista la enseñanza, consideremos que el sufrimiento, en sí mismo, no armoniza con el deseo procedente de Dios. Por ello, está en nuestra mano eliminar, en lo posible, las circunstancias adversas que aparezcan en la vida. Es completamente lícito, por tanto, el apartar toda situación de hostilidad que nos pueda sobrevenir.

Pero, ahora bien, en caso de no poder evitar cualquier situación de conflicto, reparemos en la voluntad especial de Dios para nosotros. Porque, si amamos a Dios, tendremos que cumplir con su programa establecido, por muy trágico que parezca, recibiendo con paciencia todos los sinsabores que la vida nos pueda proporcionar, y que Él mismo permite, por cuanto todas las cosas, como bien sabemos, se mantienen bajo su control. Y aunque ahora no alcancemos a comprender la magnitud de su voluntad para con nosotros, estamos completamente seguros de que si amamos a Dios, Él encamina todas las cosas para nuestro bien, como así lo hace constar fielmente la Sagrada Escritura.

Si debido a las pruebas estamos contemplando nuestra vida con pesimismo, tal vez sea porque la estamos mirando desde el punto de vista humano. Pero tendremos que pensar que Dios nos mira desde su gloria, sabiendo que aun desde la mayor aflicción, la fe del creyente se perfecciona y fortalece.

Aprendamos de nuestro buen Pastor, porque a pesar del grado de sufrimiento que alcanzó a experimentar, la expresión de su amor a Dios fue sin reservas, siendo a la vez el reflejo del amor que también manifestó al ser humano.

Así como lo hizo Jesús, aun en los momentos de máxima prueba, hagamos también nuestra la firme decisión: amar a Dios sobre todas las cosas.

Jesús es amor, y el que ama a Dios sigue a Jesús.

EJEMPLO DE AMOR AL PRÓJIMO

Si a lo largo de la historia de la Humanidad ha existido un claro ejemplo de amor a Dios, y de amor hacia el prójimo, ha sido sin lugar a dudas el de nuestro bondadoso Señor Jesucristo.

«Y salió Jesús (no permaneció recluido en un monasterio) y vio una gran multitud (es necesario una observación de nuestro contexto social), y tuvo compasión de ellos (a la acción le precede la misericordia), porque eran como ovejas que no tenían pastor (la realidad de nuestra Humanidad perdida, es que no tiene pastor); y comenzó a enseñarles muchas cosas (la labor para que vuelvan al rebaño es principalmente de guía pastoral)» (Mr. 6:34).

Aquí es preciso señalar que sólo el amor de Jesucristo es capaz de producir cambios radicales en nosotros, y también en los que nos rodean. Aquel que tiene a Cristo en su vida, y por lo tanto ha experimentado la compasión, está llamado, como resultado natural, a mostrar un corazón compasivo hacia los demás. Y, reflexionando sobre el versículo leído, ¿cómo pensamos que es la mejor manera de hacerlo? Pues como cita el texto: «Y salió Jesús» a buscar a las ovejas perdidas.

Sobre este ejemplo, advertimos que no todos los cristianos somos evangelistas. Pero, sin embargo, también es cierto que cada uno de nosotros estamos llamados, de una forma u otra, a dar testimonio de nuestra valiosa fe evangélica. De esta manera, la expresión del amor de Dios hacia nuestros semejantes se traduce, primordialmente, en el deseo de que los perdidos encuentren la Salvación.

La realidad es que gran parte de nuestra sociedad se halla extraviada del camino verdadero, y por ello necesita encontrar una guía que le oriente en la dirección correcta. Con tal vocación encauzaba su servicio nuestro buen Pastor. Y también admitimos que todos los cristianos, de alguna manera, deberíamos de colaborar en este preciado ministerio.

Según cita la Escritura Sagrada, la voluntad general de Dios reside en que el hombre venga al conocimiento de la Verdad. Y, como consecuencia, no podemos decir que amamos al prójimo y al mismo tiempo dejamos que ande desorientado, cual barco que se pierde a la deriva. Nos preguntamos, con cierta contradicción, por qué nos cuesta tanto dar testimonio de nuestra salvación, y asimismo indicar a los demás dónde se revela el camino que lleva a la vida. Tal vez ocurre que nuestro amor al prójimo esté mal orientado, o hayamos pasado por alto el visible ejemplo de Jesús.

Nuestro buen Pastor salió en busca de las ovejas perdidas para indicarles el camino… ¡hagamos nosotros lo mismo!

«…entre tanto que él despedía a la multitud (pastor cercano y accesible a la gente). Y después que los hubo despedido, se fue al monte a orar (labor de intercesión pastoral)» (Mr. 6:45,46).

Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, los discípulos enseguida subieron a la barca, apresurados seguramente para ir a descansar. Al mismo tiempo, notamos que Jesús se quedó para despedir a la multitud, ofreciendo su cordial saludo en la despedida, y demostrando así su amor cálido y fraternal. A continuación, y como era habitual en él, se fue al monte a interceder en oración al Padre celestial: muestra de su verdadero interés por la multitud.

Volviendo a la enseñanza del texto, no olvidemos que el «saludo cordial» es el acto de inicio en la mayoría de las relaciones personales, donde va a depender, en gran medida, la impresión que los demás tengan de nosotros, y por consiguiente de nuestro testimonio cristiano.

Amor incondicional fue el que Jesús nos manifestó de forma clara y fehaciente. Ahora, entendamos bien el concepto de «amor a Dios», ya que el amor que no se muestra de manera horizontal (hacia los demás), es porque no contiene verticalidad (hacia Dios). Teniendo presente el modelo del buen Pastor, resulta una grave contradicción amar a Dios y a la vez ignorar a nuestro prójimo. Y si es cierto que el cristiano ama al prójimo, efectivamente tendrá que demostrarlo, así como también lo hizo Jesús.

Valoremos adecuadamente el concepto de amor, porque si éste se expresa solamente en la teoría, bien podemos asegurar que no es el verdadero amor de Dios. De hecho, no se puede concebir un cristianismo en el plano de la mística particular, sin que haya unas implicaciones de carácter social, donde nuestro amor al prójimo se evidencie de forma concreta. Aprendamos del ejemplo de Cristo, pues no existe manera mejor para comenzar a poner en práctica el amor de Dios, que ofrecer mediante «el saludo» una prueba amable de nuestro afecto fraternal. No tenemos excusa alguna, el buen Pastor nos dio el ejemplo, y por lo tanto también todo discípulo de Jesús debe expresarse amigablemente, brindando sin reservas un trato afectuoso a los demás: «él despedía a la multitud».

Siguiendo el modelo bíblico, busquemos así el vínculo de cordialidad fraternal en las relaciones interpersonales, donde nuestra forma de expresión, agradable y cercana, muestre los valores fundamentales del Reino de Cristo.

La demostración de nuestro amor al prójimo, es la medida de nuestro amor a Dios.

EJEMPLO DE MISERICORDIA

La misericordia de Jesús por el ser humano se hizo patente a lo largo de su ministerio. Y ésta se expresó de una manera especial, a través de su compasión por los pobres, enfermos y marginados de la sociedad; característica esencial que describió el amor práctico de nuestro Señor.

«Y Jesús, teniendo misericordia de él…» (Mr. 1:41).

Esta frase señala la intención manifiesta con la que Jesús en todo momento realizó su cometido personal. En la porción bíblica en la que está enmarcada el texto, se nos presenta a un hombre afectado de lepra, que despertó la atención y compasión del buen Pastor. Tras el primer contacto, no tuvo por menos que aplicar su mano sanadora para curarle. Con éste y otros ejemplos de amor práctico, la labor pastoral de nuestro Señor se veía impregnada de gran bondad en todas y cada una de sus acciones.

Atendiendo a la condición de la verdadera obra de caridad, podemos afirmar que la actitud de misericordia primeramente se tiene («teniendo», hemos leído), es decir, se gesta primero en el corazón, y posteriormente se evidencia en la práctica.

Contrariamente a lo expuesto, deducimos de la compasiva actuación de Jesús, que todas las buenas obras hechas sin misericordia, se añaden a una larga lista de los que buscan solamente una «religión representativa». Esta clase de proceder puede hacer sentir bien a algunos, pero definitivamente está exenta de toda bendición espiritual para el que la practica.

Con el objeto de conservar el equilibrio espiritual, es preciso reconocer que el énfasis principal de nuestro ejercicio cristiano recae en el ser, y no tanto en el hacer, que mucho menos en el tener. El creyente misericordioso es capaz de actuar sobre la base de su propio estado interior, esto es, un corazón que ha logrado alcanzar la misericordia de Dios.

En el sentido opuesto se encuentran aquellos que pretenden realizar obras de misericordia, al mismo tiempo que su corazón carece de ella. Con esta errónea forma de obrar, no se consigue más que imitar a los religiosos de la época de Jesús, los cuales aun teniendo apariencia de piedad, estaban privados de todo amor y compasión, especialmente por causa de su orgullo espiritual.

El planteamiento de Jesús invita a una fe activa que obre a través del amor. Se requiere del discípulo de Cristo, pues, que sus actos de misericordia no sólo se deriven de una buena acción, sino en primer término de un verdadero espíritu compasivo. Así es como la actitud debe preceder a la acción.

Recalcamos la enseñanza, señalando que toda legítima obra de caridad se asienta primero en el corazón, y luego se manifiesta en la práctica, según el modelo de Jesucristo.

«Tengo compasión (sentimiento de amor práctico) de la gente (no sólo de los amigos), porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer (también de pan vive el hombre…), y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarían en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos (gran percepción del buen Pastor)» (Mr. 8:2).

Como bien podemos apreciar, el mensaje de Jesús no quedó relegado a la expresión teórica. Su verdadero amor se tradujo en una preocupación sincera, no solamente por las necesidades espirituales, sino también y como debe ser, por las físicas o materiales.

Nuestro Señor dedicó su ministerio a pronunciar el mensaje del Evangelio, por el cual logramos la salvación eterna. Pero, además, no se olvidó de que el hombre tiene unas necesidades que cubrir en esta vida presente, y por tal razón también éstas quedaron reconocidas en su mensaje, así como en su ejemplo.

En efecto, la espiritualidad que contempla la vida cristiana como un simple elemento devocional, pero que escasea de principios aplicables a la vida material, no se conforma al modelo de Jesús.

Visto el asunto desde el ámbito de la fe práctica, procuremos también compartir los bienes materiales que poseemos, los cuales Dios por su gracia nos suministra temporalmente para que los administremos.

No pensemos de otra manera, porque mientras vivamos en este mundo existirán necesidades materiales (comer, vestir…) que inevitablemente deberemos atender. Adquirir una visión integral del Evangelio, nos ayudará a ser más sensibles con las necesidades de nuestro entorno, y de tal forma, en la medida de nuestras posibilidades, nos veremos impulsados a compartir con aquellos que más lo precisan.

Ahora, razonemos profundamente, porque como señalábamos en el apartado anterior, las obras de carácter material que no se acompañan de misericordia, no constituyen «ofrenda aceptable» delante de Dios. Como también ocurrió en aquellos tiempos, a veces las buenas obras pueden encubrir motivaciones egoístas, las cuales se adaptan a una especie de «humanismo religioso» que muy poco se relaciona con el sentir de nuestro buen Pastor. La falsa religión siempre busca algún interés personal, mientras que Jesús mostró su amor de una forma completamente desinteresada.

Por lo visto, si nuestro piadoso Señor se movió a compasión por las necesidades materiales de aquellos que le seguían, entonces, ¿cuáles son nuestras motivaciones personales en el servicio a Dios?

«Entonces, tomando la mano del ciego (cercanía para con el necesitado), le sacó (atención personalizada) fuera de la aldea (a veces es necesario las relaciones interpersonales fuera del bullicio de la ciudad)» (Mr. 8:23).

La ceguera física, representada en la Biblia, es símbolo de la oscuridad espiritual en la que nuestro mundo se encuentra inmerso. El efecto del pecado, que radica en el corazón del ser humano, ha derivado en consecuencias verdaderamente trágicas; y no son éstas sólo enfermedad o muerte, sino también muchas clases de desórdenes espirituales… Pero, Jesús, como buen pastor que fue, no se mantuvo al margen de los nefastos resultados que el pecado trajo a la Humanidad. Por medio del servicio que realizó, Jesucristo afrontó con preocupación los problemas del ser humano, y de una manera personalizada, sobre todo para con el más necesitado.

Observemos con detenimiento el momento tan gráfico, en el cual nuestro Señor toma la mano del ciego y lo conduce fuera de la aldea, entablando así una relación personal con él. Contemplamos cómo Jesús acompaña al necesitado en el camino de la restauración, ofreciendo de esta manera la guía y atención necesaria.

Podemos destacar, en esta escena, que cuando nuestro Señor realizó su labor de pastor, no lo hizo «en la distancia», sino más bien acompañando al individuo en la resolución de sus conflictos: «tomando la mano». Y al igual que hizo el Maestro, ninguno de nosotros deberíamos mantenernos distanciados de aquellas personas que nos necesitan. Cabe aquí una comprensión adecuada del tema, pues el contacto personal es indispensable en la relación práctica de amor hacia nuestros semejantes.

Todo discípulo de Cristo, como pastor de las ovejas que habitan perdidas en este mundo, y lejos de distanciamientos profesionalizados, hará bien en tomar de la mano al necesitado e iniciar un contacto personal, para que así como ocurrió en la experiencia de aquel invidente, la vida de muchos pueda llegar a ser plenamente restaurada.

Cualquier ocasión de hacer un bien al prójimo, no se repetirá dos veces. Aprovechemos, por consiguiente, toda oportunidad que nos pueda surgir, bien sea en la iglesia local, en las reuniones particulares, en el camino a casa, en el trabajo, o en todo lugar donde aparezca la ocasión, para demostrar que nuestro cristianismo no consiste simplemente en conocer muy bien la doctrina, sino fundamentalmente en seguir el ejemplo de Cristo.

Si en verdad estamos siendo guiados por la mano del buen Pastor, ¿cómo podremos dejar de ofrecer nuestra mano amiga a aquel que más lo necesita?

El verdadero amor se compadece de la desgracia ajena.

EJEMPLO DE CONSEJERÍA

El trabajo de consejería (sanar el alma) es cada vez más requerido en nuestro ámbito evangélico, por cuanto hoy no se suelen tener muy presentes los valores pastorales, que en buena medida atañe a todo cristiano.

Aprender, por tanto, de cómo Jesús aplicó una consejería bíblica, es buena medida para no extraviar el servicio pastoral que, de una manera u otra, todos los fieles seguidores de Jesús deben realizar.

«Tened ánimo (animar); yo soy (la presencia de Jesús), no temáis (la seguridad de su poder)» (Mr. 6:50).

Traigamos por un momento a nuestra mente la imagen de Jesús caminando sobre el mar, en acto de sobrenaturalidad. Entre tanto, sus discípulos, viendo la espectacular escena en riguroso directo, llegaron a imaginar que aquél que andaba sobre el mar, no podía ser más que un fantasma…

Igualmente, varios de los desarreglos psicológicos que se producen en nuestra mente y corazón, con los temores correspondientes, en ocasiones obedecen a interpretaciones erróneas de los acontecimientos que nos rodean. El producto de una equivocada interpretación fue, precisamente, lo que provocó el particular sobresalto en el corazón de los discípulos. Discurramos, pues, acerca de la manera como el buen Pastor trató este problema.

Aunque bien podríamos pasar por alto las reacciones equivocadas de aquellos seguidores de Jesús, no obstante la respuesta del Maestro contenida en el texto leído, llama vigorosamente nuestra atención. Valoremos adecuadamente la actitud de nuestro Señor, porque a pesar de las primeras impresiones de sus discípulos, y del natural dictamen que habían realizado en su mente (Jesús parecía ser un fantasma), nos percatamos de que ningún reproche salió de su boca; parece ser lo contrario, palabras de ánimo llegaron al corazón de los aterrorizados discípulos: «tened ánimo».

La presencia de Jesús llega a sus corazones como garantía de tranquilidad y fuente de consuelo. Lejos de ver fantasmas por doquier, el buen Pastor les ayuda a estar seguros de su poder y autoridad.

Tomando dicho patrón cristiano, también podemos sostener la enseñanza de que ser consejero no consiste sólo en dar buenos consejos. La consejería también va orientada a proveer, a todo aquel que lo necesite, de una visión apropiada de la persona y obra de Cristo. Dicho esto, es preciso adquirir una comprensión profunda y a la vez real (no fantasmagórica) de quién es Jesús y de qué manera interviene en nuestra vida, para poder cobrar ánimo y dejar fuera el temor que produzca cualquier acontecimiento sombrío.

Un buen consejero cristiano, por consiguiente, colabora en la sanidad del alma; y entre otros métodos utilizados, el más importante consiste en proporcionar una perspectiva adecuada del poder de Jesús, procurando reorientar la vida espiritual del necesitado hacia una correcta relación con Dios, según el modelo de Cristo. Con este procedimiento se consigue que el temor disminuya, y se ayuda a resolver en cierta medida todo conflicto psíquico o espiritual; acudiendo, naturalmente, a la seguridad que otorga la Palabra divina, y recibiendo el sano equilibrio que en todo momento nos ofrece.

Las palabras de gracia que el buen Pastor pronunció, fueron las de un consejero maravillosamente comprensivo, que supo escuchar, animar, y proveer de la suave y bienhechora presencia espiritual, trayendo a la persona el consuelo del alma, que por otro lado, y en momentos precisos, todos vamos a seguir necesitando de forma especial.

Así como lo expresó el Maestro, seamos también comprensivos con aquellos que suelen ver «fantasmas» a su alrededor, y como resultado viven en constante temor; considerando, en cualquier caso, el estado deficiente de nuestra propia debilidad humana.

Es muy probable que a lo largo de nuestra vida aparezcan supuestos fantasmas (circunstancias y personas varias) que inquieten nuestra armonía interior. Si bien, nuestra labor de consejería consiste en recordar a aquellos asustadizos hermanos en la fe, que el buen Padre celestial se halla en control de todas las cosas, y por consecuencia no deben verse fantasmas donde en realidad está la presencia de Jesús, el buen Pastor.

«Iban por el camino subiendo a Jerusalén; y Jesús iba delante…» (Mr. 10:32).

La expresión que encontramos en el texto: «iba delante», a simple vista podría carecer de significado. Sin embargo, parece inevitable descubrir el ejemplo del buen consejero, que no va delante sólo por ser pastor, maestro o líder, sino esencialmente por la disposición que en todo momento mantuvo en su servicio al prójimo.

Visualizando la escena bíblica, apreciamos que los discípulos de Jesús iban por el camino hacia Jerusalén, seguramente pendientes de lo que hacía el Maestro; mientras que Jesús va delante de ellos dando ejemplo de completa disponibilidad, como debe ser propio del buen consejero.

Atendamos a la enseñanza, porque aunque Jesús tenía alma de líder, nunca expresó su espiritualidad situándose por encima de los demás a modo de conquistador, sino que como venimos señalando, fue más bien delante a modo de siervo. Aquí debemos recordar que en aquel tiempo, ir delante del grupo en un camino situado a las afueras de Jerusalén, suponía exponerse el primero a todos los peligros: ladrones, animales fieros, obstáculos en el terreno, y demás dificultades que pudieran aparecer en el camino.

Debemos aprender del buen Pastor, el cual tomó la iniciativa para ir delante… A veces, dar el primer paso en el servicio, constituye buen remedio para no quedar rezagados en el desarrollo de nuestra vida cristiana. Es verdad, no sirve de mucho una enseñanza que no alcancemos a cumplirla nosotros primero, puesto que los demás apreciarán sobre todo el ejemplo práctico en las decisiones, y no tanto nuestras bonitas palabras.

Recibamos el ejemplo de Jesús como buen consejero, porque si él acompañó a sus discípulos yendo delante en el camino, también nosotros, como seguidores del Maestro, debemos marchar junto a nuestros hermanos en la fe con la firme disposición de adelantarnos… sobre todo en lo que a servicio se refiere.

Al igual que en las guerras de la antigüedad, podemos pensar que el devenir de nuestro cristianismo se asemeja mucho a una batalla. Y en tal batalla nadie, por muy líder que sea, debe quedarse en la retaguardia. Ejemplo contrario es presentado en el modelo de Cristo. Cuanto mayor posición o cargo espiritual, mayor también será la responsabilidad en tomar la espada, y a modo de soldado valiente, avanzar delante de las tropas para luchar contra el enemigo.

Igualmente el ejemplo es para todos. Un paso adelante en la llamada voluntaria de cualquier soldado, es señal de valentía, disposición y cumplimiento del deber. Si Jesús tomó la iniciativa, ¿por qué no hacemos nosotros lo mismo y vamos también delante en el servicio de nuestros hermanos?

Si Jesús va delante, no hay nada que temer.

EJEMPLO DE TOLERANCIA

No cabe la menor duda de que tenemos un Pastor benévolo y condescendiente, que a la verdad nos soporta más allá de los límites de nuestra impaciencia. Y no podría ser para menos, pues su corazón compasivo y lleno de amor le lleva a comprender, en su verdadera dimensión, la grave tragedia de nuestra insuficiencia humana.

«Ellos le dijeron (Jacobo y Juan): Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda (las pretensiones de los discípulos no podían ser más claras). Entonces Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís…» (Mr. 10:37,38).

Si observamos con atención la escena bíblica, suponemos que estos discípulos querían asegurar su gloria en el Reino futuro. Y para conseguir este objetivo, pensaron que lo mejor que podían hacer era pedírselo directamente al Rey… Bien podía haberse enfadado Jesús con ellos, debido a sus mezquinas intenciones. A pesar de todo, sabiendo que no habían entendido nada, o muy poco de lo que hasta entonces les había enseñado acerca del servicio, Jesús mantuvo la calma y en ningún momento se dejó llevar por un espíritu de crispación, rabia o descontento.

La paciencia de nuestro Señor se puso a prueba, porque el llamado «tráfico de influencias» no estaba previsto en su ministerio. De hecho les podía haber reprendido duramente por su actitud egocéntrica. Antes bien, nuestro buen Pastor, siempre paciente, entendía como nadie la enorme fragilidad del ser humano.

Atendiendo a la propia ignorancia de los atrevidos discípulos, Jesús les hizo ver su craso error: «No sabéis lo que pedís». Y a continuación les recordó su fórmula cristiana acerca del servicio: aquel que quiera ser el primero (en el Reino futuro), deberá ser el último y el siervo de todos (en el Reino presente).

En contra del modelo presentado, resulta curioso descubrir que una sociedad cada vez más tolerante con el pecado, es proporcionalmente menos tolerante con las personas que lo cometen. Encontramos un claro ejemplo en los matrimonios, donde al parecer hoy no se soporta en lo más mínimo las deficiencias conyugales, siendo la intolerancia una de las mayores causas de divorcio. La verdad es que cada vez somos más indulgentes con el pecado, pero al mismo tiempo y paradójicamente, más intransigentes con las personas.

Con espíritu reflexivo debemos adentrarnos en nuestro mundo interior, para comprender la extrema inconsistencia del ser humano, que por causa del pecado estropeó gravemente su naturaleza física y espiritual.

Sirva, entonces, el ejemplo de nuestro paciente Señor, para que usemos la máxima tolerancia con el prójimo, por lo menos, si cabe, para no alterar nuestra paciencia; consiguiendo exponer así, con sabia enseñanza, el error en el que muchos se encuentran: «no sabéis lo que pedís».

«También los que estaban crucificados con él le injuriaban» (Mr. 15:32).

Si realizamos mentalmente un salto en el tiempo, nos situamos históricamente en los momentos de la crucifixión. Y contemplamos entonces un suceso que nos conmueve profundamente, cuando observamos que incluso los que estaban crucificados juntamente con Jesús, se atrevían a insultarle, ofendiendo sin consideración alguna a Aquel que entregaba su vida por ellos.

En aquellos extraordinarios momentos, nuestro Señor estaba soportando los horrores del castigo divino por causa de nuestros pecados… Y, admirablemente, fue en esos instantes de máximo sufrimiento, donde el buen Pastor continuó revelando su gran compasión por el prójimo, incluyendo a los mismos verdugos que le llevaron a la cruz.

No nos llamemos a engaño, puesto que en el periodo de sufrimiento es cuando la prueba resulta más difícil de soportar; es cuando el gozo se ve empañado por nuestros sentimientos, la paciencia es puesta al límite, la fe es probada al extremo, y nuestra fidelidad a Dios resulta más difícil de mantener. Tampoco nos asombre ver a ciertos individuos que, en situaciones de incomodidad, no paran de quejarse por todo; impacientes por las contrariedades de la vida, guardan gran resentimiento, ya que solamente ellos sufren (y de manera injusta porque al parecer no lo merecen), adoptando en ocasiones una actitud de queja contra Dios, y manteniendo como resultado una postura intolerante hacia los demás.

Mantengamos buen juicio en lo que a nuestra vida cristiana afecta, porque pese a las circunstancias hostiles que pudieran sobrevenir, no tenemos causa alguna para quejarnos, y sí motivos sobrantes por los que dar gracias a Dios.

De igual forma que Jesús lo hizo, debemos mostrar paciencia, tolerancia y respeto con los demás, aun con aquellos que nos rechazan o increpan. Es cierto, amar cuando estamos pasando por momentos de bienestar, no tiene demasiado mérito. Sin embargo, amar a nuestros enemigos, incluso en momentos de máxima aflicción, sitúa al discípulo de Cristo en un plano muy superior respecto a las virtudes más excelsas que nuestro mundo pudiese mostrar.

Que nuestra oración sea: ¡gracias Dios por tu tolerancia y paciencia para conmigo! ¡Ayúdame a ser paciente, y a poder asumir las pruebas con serenidad! ¡Y concédeme un amor sobrenatural para amar a mis enemigos, aunque sea en los momentos de máxima desdicha!

¿Qué pastor da su vida por las ovejas? Solamente podría ser nuestro Pastor amado: el Señor Jesús.

La tolerancia es siempre amiga de la comprensión.

EJEMPLO DE COMUNIÓN

El ministerio de Jesús se destacó además por el significado tan especial que le otorgó a la comunidad de hermanos. Con este pensamiento deseó practicar siempre y en todo lugar la «comunión fraternal» con sus discípulos, y también con todos aquellos que deseaban seguirle.

«Y estableció a doce, para que estuviesen con él (la verdadera comunión con Jesús), y para enviarlos a predicar (resultado ministerial de haber estado con Jesús)» (Mr. 3:14).

Como indica el texto bíblico, nuestro Señor apreció en gran manera la colaboración ministerial, y no pretendió realizar una labor en solitario. Con esta intención, esencialmente, estableció a doce discípulos para que fueran un ejemplo de comunidad, donde el amor cristiano pudiera tomar la forma personal y colectiva, en el modelo de Jesús y a través de la comunión con él.

Abordando el tema de la comunidad, no podemos pasar por alto el individualismo atroz que hallamos en nuestro mundo presente, el cual ha provocado un fatal distanciamiento de los unos con los otros, repercutiendo negativamente en la unidad espiritual y práctica que la iglesia debe guardar. Por ello es preciso recordar una vez más que, como discípulos, nuestro ideal no se encuentra en la sociedad individualista en la que vivimos, sino que como ya venimos resaltando, se halla en el modelo de Cristo: «para que estuviesen con él».

Es verdad que el individuo y la comunidad se interrelacionan mutuamente, por lo que el uno se beneficia del otro. En este sentido, la Escritura explica el presente concepto, haciéndonos saber que todos los creyentes formamos parte del Cuerpo de Cristo, y por ende todos los miembros deben funcionar con cierta dependencia. La analogía es obtenida del propio cuerpo humano. Pensemos por un momento la horrenda imagen que mostraría un cuerpo cuyos miembros se articulasen independientes y sin coordinación alguna…

Aceptamos que la espiritualidad contiene un alcance entre Dios y el ser humano como individuo, y efectivamente esta relación es insustituible. Pero no nos olvidemos de que vivimos en una sociedad, y por tal razón adquirimos una responsabilidad en cuanto a las personas que nos rodean. Por ello, el modelo de cristianismo que Jesús instauró, se administra positivamente en la medida que éste contiene una dimensión comunitaria.

Por lo general, descubrimos en la Escritura que las figuras de la vida cristiana se conciben casi siempre en forma colectiva. Así, y no de otra forma, le ha placido a Dios escoger no a un individuo, sino a un pueblo.

Practicar la comunión fraternal entre los hermanos, como Jesús nos enseñó, parece ser la base de un cristianismo que no se limita a los cultos dominicales, sino que se integra en la vida cotidiana, donde en unidad se consigue dar forma a los principios colectivos del reino de Dios. Definitivamente, es en la comunidad de hermanos, incluida la iglesia local, donde en buena medida debe ponerse en práctica el modelo de Jesús.

Ahora bien, a tenor de lo expresado en la mención bíblica, podemos afirmar que la comunión entre los hermanos tiene sentido en tanto que nuestra comunión con Jesús es verdadera. Hemos leído que el objetivo principal se cumple primero en la comunión con el Maestro: «para que estuviesen con él». Así, pues, deducimos que la relación efectiva con los demás cristianos, resulta del efecto natural de nuestra buena relación con Jesús.

Ante la enseñanza presentada, reconozcamos el valor de nuestras relaciones personales, porque si nuestra comunión con los demás es deficiente, ¿en qué lugar se halla nuestra comunión con Dios?

«Él les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (su verdadera familia)» (Mr. 3:33-35).

Como en otros textos, también aquí se hace necesario introducirnos en el ambiente del pasaje, para notar que la familia de Jesús estaba buscándole. Y ante las indicaciones de las personas, la propuesta del Maestro se formuló en forma de pregunta y respuesta, conteniendo un enfoque comunitario eminentemente espiritual: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?».

Pensemos que en el orden de una sociedad tan patriarcal como la de entonces, el proyecto de Jesús fue destacadamente revolucionario. Enfrentarse con las costumbres propias de la época, no fue fácil para Jesús. Pese a todo, fue un hombre dotado de gran valentía. Su mensaje rompió los moldes establecidos, cuestionando la relativa seguridad que pudiera proporcionar los lazos familiares, cuando éstos contrastaban con la seguridad eterna que a la verdad sólo nuestro Dios puede ofrecer.

Jesús viene a instituir una renovada categoría en las relaciones personales y familiares. Y es así como la posición de igualdad que el buen Pastor otorga a todos, sin diferencia de castas, preferencias familiares o jerarquías impuestas, se hizo patente en sus tajantes declaraciones. Verdad es, en el Reino que pertenece a Dios no debe haber tratos de favoritismo, pues todos somos iguales delante de Él.

La idea que Jesús comunicó a sus conciudadanos, quedó luego confirmada por sus apóstoles a través de los escritos del Nuevo Testamento. En éste se aclara que la persona convertida a Dios pertenece exclusivamente a Él, al tiempo que obtiene una nueva y gloriosa identidad espiritual, existiendo como miembro de una sola familia: la familia de la fe.

Si bien la afirmación de Jesús tiene todo el peso de la verdad, no debemos menospreciar en ninguna manera a la familia en la carne, naturalmente. En este asunto, la diferencia se halla cuando discernimos que los valores que ha recibido el discípulo de Cristo, corresponden a un plano muy superior que los de la tierra.

Al mismo tiempo, el texto bíblico que hemos leído nos enseña que la «comunión espiritual» se hace solamente posible con aquellos que forman parte de la familia de Dios (los que hacen su voluntad). Así, la comunión cristiana tiene su razón de ser en los hijos de Dios, y no haremos bien en buscar la seguridad completa, sea temporal o eterna, en los lazos terrenales de nuestra familia carnal.

Examinemos nuestra actitud para con Dios, y preguntémonos si nuestros intereses personales o familiares, se están situando por encima de los intereses del Reino de los cielos: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?».

«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos» (Mr. 9:2).

Si bien decíamos que Jesús no ofreció tratos de favoritismo, la verdad es que fueron distintos los niveles de relación que mantuvo con sus discípulos. En este capítulo, reconocemos que Jesús escogió a tres y no a todos los discípulos, con el fin de compartir la experiencia de la transfiguración.

Para obtener una opinión correcta sobre el tema, tal vez podemos hacernos las siguientes preguntas: ¿Necesitó Jesús a tres discípulos para subir al monte y vivir esa trascendental experiencia? Recapacitando con lógica, creemos que no. ¿Para qué lo hizo entonces? ¿para impresionarles? Estamos seguros de que tampoco fue éste el propósito de aquella sobrenatural manifestación.

Siguiendo el estilo de vida de nuestro Señor, percibimos que el anhelo de su corazón fue siempre el de compartir. Por esta razón quiso hacer partícipe a sus discípulos más íntimos de aquella maravillosa experiencia de bendición.

Tal ejemplo es de particular valor para nosotros, ya que corresponde al discípulo buscar la edificación espiritual del prójimo, y no guardar en el «cuarto trastero» las experiencias que se devienen de la relación con la Palabra divina. Por lo cual, estamos llamados a compartir con otros nuestras vivencias espirituales, así como las varias bendiciones que hemos recibido de parte de Dios.

Fijemos bien nuestra atención en el modelo bíblico, porque Jesús muestra su cercanía como pastor, pero también como amigo. De igual forma hemos de aprender a compartir con nuestros hermanos, desde la amistad, tanto las bendiciones físicas como las espirituales, procurando en todo momento su bienestar personal.

Por otra parte, visto el modelo de Jesús (escogió a tres discípulos), no pretendamos mantener un mismo nivel de comunión con todos: ello sería una imprudencia, puesto que las personas se relacionan por su grado de afinidad, debido a sus distintos caracteres, edades, cultura, y demás factores que influyen decisivamente en el trato personal: «y los llevó aparte solos».

En conclusión, según hemos contemplado en el ejemplo de Cristo, debemos seguir luchando para reavivar el espíritu comunitario, en contra del espíritu individualista que, la verdad sea dicha, sigue residiendo plácidamente en muchas de nuestras congregaciones.

Lo que nos acerca a Jesús es hacer su voluntad, no el parentesco.

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