Requisitos para conocer y aplicar la voluntad de Dios

¿Cómo saber si la buena y agradable voluntad de Dios se cumple en nosotros? para de tal manera estar seguros de que Dios mismo cumplirá su especial propósito en nosotros… A continuación se indican algunas pautas generales. Tendremos en cuenta principalmente nuestra relación con Dios: entrega y buena disposición. En segundo lugar, nuestra relación con el entorno: las personas y las circunstancias. Y, finalmente, nuestra relación interior (con nosotros mismos): sentimientos y convicciones.

LA RELACIÓN CON DIOS

Recuperar la comunión entre Dios y el ser humano, que fue rota en el huerto del Edén, es uno de los grandes objetivos que encontramos en sus planes eternos. Y para que el cristiano pueda gozar de esta comunión en forma permanente, se han de dar tres requisitos elementales: entrega incondicional, conocimiento de la Biblia, y la práctica de la oración.

Una verdadera disposición de entrega a Dios

Resulta lógico pensar que si Dios es nuestro Padre, hemos de mantener a la vez una correcta relación con Él. Ello se alcanza principalmente cuando el cristiano entrega su vida a Dios. No me refiero aquí a la experiencia de la «salvación», sino de la «santificación». La primera constituye sólo un instante, la segunda requiere de toda una vida.

Rendir nuestra voluntad a la de Cristo, es el primer paso. De manera que no podemos esperar respuestas del Cielo, si todavía no le hemos entregado toda nuestra vida a Aquel que nos ha salvado. Así dice el Señor: «Dame, hijo mío, tu corazón, y miren tus ojos por mis caminos» (Pr. 23:2). Para aquel lector que habiendo examinado su vida, así lo considere necesario, puede renovar sus votos realizando una oración de entrega a Dios, implorándole: ¡Señor! aquí estoy, en tu presencia, reconociendo que mi vida sin tu dirección no tiene sentido. Te pido perdón por mi falta de entrega y disposición en cumplir tu voluntad. Te entrego mi corazón, mi vida y circunstancias, depositándolo todo por fe en tus poderosas manos. Hoy tomo la firme decisión de aceptar tu voluntad. Enséñame el camino y guíame para poder cumplir con tus propósitos. Pongo toda mi confianza en ti y en las promesas de tu Palabra. ¡En el nombre de Jesús!

Veamos seguidamente algunas condiciones –indicaciones bíblicas– que nos ayudarán a saber si verdaderamente hemos entregado nuestra vida a Dios, y como resultado andamos en armonía con los designios divinos.

En actitud no egocéntrica. Una entrega desprendida de todo egoísmo.

La voluntad de Dios no se dirige esencialmente a satisfacer las necesidades particulares. «Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (Stg. 4:3). Los planes divinos no deben enfocarse principalmente en los intereses del yo individual, sean estos personales, profesionales, familiares, e inclusive eclesiales. En lo que a propósito de vida se refiere, los «yo» «me» «mi» han de permanecer desterrados del corazón. San Agustín declaró en su oración a Dios: «De sobre todas las cosas que me has de librar, líbrame de mí mismo». La enseñanza se hace notoria, pues el yo-ísmo es enemigo acérrimo de la voluntad de Dios. «Ya no vivo yo» (Gá. 2:20), afirmaba el apóstol Pablo en actitud de sincero desprendimiento personal.

La disposición del creyente para seguir los designios del Cielo no ha de ser ego-céntrica, sino teo-céntrica (pone su énfasis en Theos = Dios), por eso se le llama la voluntad de… Dios. Esto no quiere decir que anulemos nuestra personalidad, ni que tal decisión contemple el auto desprecio de nuestro ser. La idea reside esencialmente en la intencionalidad, esto es, en los objetivos básicos de nuestra vida, en la motivación de las acciones. ¿Para quién vivimos, y con qué propósito lo hacemos? El modelo es Jesucristo, y su ejemplo aleccionador para poder seguirlo: «Pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mr. 26:39). No fue fácil para Jesús beber la copa amarga del juicio a causa de nuestros pecados, pero… era la voluntad de Dios.

En sinceridad. La entrega del corazón ha de ser sincera.

La decisión tomada en espíritu de entrega, en ningún modo debe ser hecha superficialmente. A veces el creyente puede albergar cierto deseo de servir al Señor, pero al tiempo los intereses del corazón se dirigen hacia otros lugares que, en verdad, se sitúan fuera del propósito divino. El requisito bíblico es: «Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (Jer. 29:13). En cualquier caso la doble intención no es válida para el Omnipresente, pues «no podéis servir a dos señores» (Mateo 6:24).

Algunos pueden presumir de vivir para Dios, pero en realidad lo hacen para ellos mismos, y así es como se auto engañan. El Señor recriminó al pueblo antiguo por su hipocresía: «Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (Is. 29:13). Parece lógico pensar, que lo que el cristiano exprese con los labios, ha de mantenerse acorde con la intención de su corazón; y con mayor razón si se trata de nuestra relación con Dios.

En obediencia. Una entrega en actitud de obediencia.

Si somos sinceros con nuestro Creador, deseando además cumplir con su voluntad, lograremos desarrollar una actitud de obediencia a su Palabra. Fue la recomendación del profeta Samuel al rey Saúl: «Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios» (1 S. 15:22). Aunque, observemos también el sentido inverso, porque si nuestro corazón se resiste a obedecer a los mandatos de Dios, entonces, ¿para qué queremos conocer su voluntad especial? La recomendación de Cristo es notablemente práctica: «Si sabéis estas cosas bienaventurados seréis si las hiciereis» (Jn. 13:17). Es cierto que la obediencia absoluta no existe, dado que el creyente habita todavía en naturaleza pecadora, y por ende la perfección en esta tierra es inalcanzable. Pese a tal incapacidad, comprendamos bien que ha de haber en todo una verdadera disposición a la obediencia. «Mi corazón incliné a cumplir tus mandamientos» (Sal. 119:12), concluyó el salmista. Tal vez en la práctica vamos a fallar muchas veces, pero no obstante el corazón, visto como el motor de nuestras acciones, ha de estar siempre abierto y disponible para servir a Dios.

Aquí surge la pregunta: ¿Qué ocurre si pecamos una y otra vez…? La respuesta divina resulta inequívoca: «No dejará para siempre caído al justo» (Sal. 55:22). Lo importante en este asunto es «no permanecer caído». En la medida que el cristiano crece espiritualmente, también decrece su natural inclinación hacia el mal. Para nuestra restauración espiritual, la fórmula es del todo bíblica: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Si bien la entrega del alma humana al Dios santo no hace al hombre impecable, resulta imprescindible una disposición interior para obedecer su Palabra. Si caemos, nos levantamos confesando todo pecado (Dios nos levanta) y, confiando en el texto bíblico leído, hemos de proseguir el camino.

Nos preguntamos si estamos abiertos a escuchar la voz de nuestro Padre celestial, y en consecuencia a obedecerla… Visto el requisito sagrado, resulta una presunción fuera de lugar, pretender que Dios aplique sus ricas bendiciones en nuestra vida, sin poseer primero una verdadera actitud de obediencia. ¡Que nadie viva tal contradicción!

En santidad. Una entrega demostrada en santidad.

El pecado rompe la comunión del hombre con el Creador, e impide la buena relación con Él. Por ello, la actitud de obediencia se evidenciará en una vida apartada de aquello que no agrada al Señor. Tal disposición llevará al cristiano de forma natural a rechazar el pecado, y de esta manera a crecer en santidad. No fue otro el pensamiento de Dios, ya planificado en la eternidad para todos sus hijos: «Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él» (Ef. 1:4).

La condición bíblica para ser receptores de la dirección divina, resulta concluyente: «No os conforméis a este siglo… para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Ro. 12:2). Si queremos comprobar –no solamente saber– la agradable y perfecta voluntad de Dios en nuestra vida personal, entonces haremos bien en no conformarnos (formarnos con) a los valores de esta sociedad, ciertamente corrompida por el pecado.

Un cristiano, hijo de Dios, no puede vivir como un incrédulo, hijo del mundo. «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo» (1 Jn. 2:15). A saber, no es compatible el tener un corazón entregado al Señor, y en paralelo una vida de libertinaje espiritual adaptada a los valores de una sociedad grandemente corrompida. «Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Stg. 4:4). Según la indicación bíblica, si algún cristiano desea apegarse a las cosas terrenales, al mismo tiempo se estará constituyendo enemigo de Dios. Y de ser así, como es natural, no podemos pensar que el Señor justo vaya a conceder nuestros deseos, cuando realmente éstos se sitúan fuera de su voluntad general. Así expone la Revelación bíblica: «La voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Ts. 4:3). La santificación es sinónimo de crecimiento espiritual, desarrollo personal, madurez, superación, progreso, perfeccionamiento… Sin embargo, este proceso en ningún caso proviene de nuestra capacidad personal, sino del poder Dios. «Él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca» (1 P. 5:10). Porque, en la medida que nos vamos despojando del pecado, a la vez vamos creciendo en santidad. La enseñanza se halla aquí en proseguir adelante, pero no por nuestra cuenta, sino estrechamente vinculados a la intervención del Espíritu Santo, pues sólo Él es santo y el que santifica: «Que el mismo Dios de paz os santifique por completo» (1 Ts. 5:23).

En este aspecto, la santidad en ningún modo reprime la libertad de la persona, sino que la encamina para disfrutar de la vida con mayor intensidad, con excelencia, y en su perspectiva correcta. También nos ayuda a contemplar el sufrimiento con mayor serenidad y verdadero sentido de eternidad. Recapacitemos con perspectiva bíblica, porque si nuestro corazón no se dispone a vivir en santidad, tampoco esperemos que la gracia especial de Dios ampare nuestra vida. «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (He. 12:14).

En humildad. Una entrega en actitud de humildad.

Aun viviendo en santidad, y con la disposición de rechazar el pecado, no creamos que somos mejores que los demás. El orgullo religioso frena la intervención del Espíritu para recibir cualquier bendición celestial. Nuestra dignidad está en Jesucristo, no en nosotros. Y no podemos ir a Dios con reivindicaciones o exigencias, porque no tenemos derecho, dado que no merecemos nada bueno. Es solamente por la obra perfecta de Cristo, que a nuestro Hacedor le place santificarnos y capacitarnos para poder vivir bajo su buena voluntad. Somos y siempre seremos insuficientes para tan sublime tarea. «Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» (2 Co. 2:16). Nuestra imperfección es grande; razón sobrada para mantener una constante apertura de mente, como también de corazón, a las directrices divinas. Así reza la Escritura: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos» (Is. 55:8).

Albergando buena disposición de corazón, hemos de saber que tal vez podemos estar equivocados en muchos de nuestros pensamientos. Hacemos bien, por tanto, en dejar la terquedad de pensamiento, los absolutos en cuestiones relativas, el dogmatismo de las formas doctrinales, y los triunfalismos personales o eclesiales. Reconocer nuestras limitaciones humanas, es el primer paso que abre las puertas a la intervención del Cielo. «Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde. Mas al altivo mira de lejos» (Sal. 138:6). Siendo el creyente incapaz de realizar el proyecto de Dios por sí mismo, necesita incuestionablemente depender de la acción mediadora del Espíritu Santo. Una actitud de humildad, pues, nos llevará a recibir de Dios la guía necesaria para marchar con pie seguro. Y con tal actitud, habremos de confiar que el Buen Pastor nos mostrará el camino. El texto bíblico es clarificador por sí mismo: «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera» (Sal. 25:9).

En confianza. Una entrega hecha con toda confianza.

«Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan» (He. 11:6). La fe es la medida de todas las cosas en la vida cristiana. Y la voluntad de Dios demanda que nuestra vida se rija por fe y no tanto por vista, que tampoco por sentimientos: «Por fe y para fe» (Ro. 1:17). En el proceso histórico de la salvación, expresado en el Antiguo Testamento, se cumplieron todas y cada una de las profecías mencionadas. «No faltó ni una palabra de las buenas promesas que el Señor había hecho a la casa de Israel; todas se cumplieron» (Jos. 21:45). Dios es fiel, y todas sus promesas se cumplen en Cristo. De hecho, encontramos un sinfín de promesas en la Escritura que forman parte de la voluntad de Dios para sus hijos; por eso hemos de conocerlas, recibirlas, y confiar en ellas; son los dichos certeros del Todopoderoso. «Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios» (2 Co. 1:20).

Si bien es cierto lo mencionado, en este punto hemos de guardar suma prudencia, porque en la Escritura hallamos promesas que fueron específicas o temporales, para personas y momentos históricos… Pero, en sentido presente, agradecidos estamos a Dios, porque no son pocas las promesas bíblicas que todavía prevalecen en nuestros días, aplicables para todos los cristianos. En cualquier caso, solamente hay que comparar la promesa leída con la enseñanza general de toda la Escritura, en materia de doctrina, para saber si la promesa sigue vigente o no. Hacemos bien en revisar nuestros pasos, porque si hasta aquí concluimos que efectivamente nos hemos entregado a Dios, en decisión no egocéntrica, sincera, obediente, santa, humilde… habremos entonces de confiar en sus promesas establecidas. Promesas que hablan de la providencia divina; del cuidado, la guía, y la protección de Dios para todo cristiano fiel. Por ejemplo, si algún creyente, con buena disposición se pregunta: «No sé qué camino escoger en esta situación que se me presenta. ¿Me enseñará Dios a tomar la decisión correcta?» No hay lugar para las dudas; así cita el texto sagrado: «Te enseñaré el camino en que debes andar» (Sal. 32:8). Aunque en el contexto bíblico Dios se estaba dirigiendo al rey David, el espíritu de la promesa es aplicable perfectamente para nuestros días, puesto que no transgrede la llamada «analogía bíblica» (el conjunto de textos que hablan de la enseñanza o doctrina en cuestión, tanto del AT como del NT). Con la misma determinación el libro de Los Proverbios nos invita a confiar plenamente en Dios: «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes sobre tu propia prudencia; reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas» (Pr. 3:5,6). Podríamos destacar aquí infinidad de promesas bíblicas especialmente diseñadas por Dios para sus hijos queridos (agenda de trabajo para el lector).

Aceptadas las condiciones de entrega, alguno todavía se podría preguntar: ¿Cómo sé cuál es la voluntad de Dios en este u otro especial asunto? La respuesta se determina bajo otra pregunta: ¿Te has entregado verdaderamente a Él?

LA PALABRA DE DIOS

Relativo a la voluntad general de Dios

Una vez el creyente ha rendido su alma al Creador, confiando en sus promesas fieles, habrá de mantener en forma permanente dicha entrega, lo cual requiere una buena dosis de «perseverancia». Por tal razón, día a día los cristianos hemos de conocer mejor a Dios y su voluntad general. Y ésta, como bien sabemos, se halla impresa en la Palabra escrita: la Biblia. Es pues, la voluntad de Dios, que la leamos, meditemos y estudiemos, en actitud de obediencia. En la medida que conozcamos su Palabra, también conoceremos mejor el plan general de Dios para nuestra vida.

El conocimiento de la Sagrada Escritura nos permite descubrir los propósitos insondables de nuestro Creador. Éstos contienen además enseñanzas universales que todo creyente en Cristo habrá de conocer. Muchas de ellas son de carácter práctico, y relativas a nuestra relación con Dios, con la iglesia, con la familia, con la sociedad, con nosotros mismos, y demás pormenores de la vida cotidiana. Para tal finalidad, existen multitud de normas, enseñanzas e instrucciones, registradas en la Biblia (el Manual escrito de la voluntad divina) como testimonio de los deseos del Padre celestial para todos sus hijos. Ella nos ofrece luz y guía para andar por camino recto: «Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino» (Sal. 119:105).

Las Santas Escrituras hablan de Jesucristo, es el tema central en todas sus páginas: «Ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn. 5:39), afirmó nuestro Salvador. Por consiguiente, conocer a Jesucristo como el Salvador y además seguirle como Maestro, forma parte de la voluntad de Dios general para todo cristiano.

Distingamos con claridad, porque en la medida que disponemos nuestro corazón a conocer la Palabra, y también a obedecerla, estaremos abriendo una puerta grande a las bendiciones de la providencia divina. Nos preguntamos aquí por la relación que tenemos con la infalible Palabra de Dios. ¿La leemos, meditamos y estudiamos con regularidad? ¿Mantenemos cada día un tiempo devocional, valorando el tesoro que el Cielo nos ha proporcionado?

Relativo a la voluntad especial de Dios

La Biblia es herramienta central donde habremos de buscar las respuestas de parte de Dios. Es decir, cuando no sabemos bien por dónde dirigir nuestros pasos, o bien son confusas las direcciones, buscaremos entonces la guía en los principios generales de la Santa Escritura, que bien nos iluminarán el camino en asuntos personales. En esta búsqueda, en ocasiones hallaremos versículos, pasajes especiales, o ejemplos de personajes bíblicos, que se destacarán por sí solos llamando nuestra atención, de tal manera que serán como destellos celestiales que iluminan toda sombra de oscuridad en el camino.

No obstante lo dicho, insistimos en la enseñanza del apartado anterior; que si bien es cierto que el Espíritu puede utilizar cualquier porción bíblica para hablarnos, como norma general hemos de respetar y no torcer la correcta interpretación bíblica… Siguiendo este orden, entendamos que nuestras decisiones han de coincidir primero con la voluntad general de Dios, es decir, con el espíritu de toda la Escritura. En contra de lo que algunos practican, no es recomendable el método de escoger textos bíblicos al azar con el objeto de buscar respuestas específicas sobre la voluntad de Dios; la experiencia ha demostrado su ineficacia. Por lo general no podemos fiarnos demasiado de lo que nos dice un solo versículo, texto o pasaje, para dar respuesta segura a nuestras dudas. Evidentemente Dios mostrará su voluntad y utilizará su Palabra, en esta forma especial, en el momento que así lo estime adecuado; pero sepamos que no es una regla fija que todo cristiano haya de seguir.

Analicemos nuestro devenir cristiano, para saber si nuestro obrar, circunstancias, decisiones, etc., se avienen a las reglas fundamentales de la doctrina bíblica. Si en este análisis, nos damos cuenta de que caminamos en dirección opuesta, no tendremos más remedio que volver al camino recto, y comenzar a disponer nuestro corazón en la dirección adecuada. «El hombre entendido endereza sus pasos» (Pr. 15:21). En muchos casos la enseñanza general de la Biblia es bastante precisa, y nos indica si debemos o no tomar la decisión que nos planteamos. Por ejemplo, si alguien se pregunta: ¿He de casarme con una persona no creyente? En este caso la Escritura es suficientemente clara: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos…» (2 Co. 6:14). Cabe añadir otro ejemplo. A causa de diversos desengaños, algunos creyentes rechazan el tener relación con otros hermanos en la fe, arguyendo en tal caso que Dios les comprende… ¿Cuál es la voluntad de Dios en esta situación? Una vez más la respuesta resulta concluyente: «No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre» (He. 10:25). Con independencia de cual fuere la situación, la enseñanza de la Escritura, vista en su conjunto (analogía bíblica ya mencionada), contiene suficiente luz para ayudarnos a tomar decisiones. Dicha luz será más clara y precisa en la medida que conozcamos más ampliamente la totalidad del contenido bíblico. Con esta condición, la Palabra también reafirmará nuestro camino en tanto no encontremos la voz de Dios hablándonos en contra.

LA ORACIÓN

Junto con la lectura y la meditación bíblica, también resulta una condición vital el conservar nuestra entrega a Dios por medio de la oración. La comunicación es elemento básico en las relaciones personales, por lo que para mantener una buena relación con Dios, inevitablemente habremos de comunicarnos con Él. «Mas la oración de los rectos es su gozo» (Pr. 15: 8).

En la oración sometemos nuestra voluntad a la voluntad del Padre; por ello hemos de permanecer comunicados con Aquel que por naturaleza es omnipresente. «Porque los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a sus oraciones» (1 P. 3:12). Para que nuestros caminos se avengan a los designios del Creador, hacemos bien en poner todas nuestras decisiones en sus poderosas manos. No se trata de orar muchas veces al día, sino de conservar en todo momento un espíritu de oración; teniendo muy en cuenta la presencia del Señor y su aprobación en todas nuestras decisiones futuras: «Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas» (Pr. 3:6). Con gran determinación el salmista pedía a Dios en oración: «Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios» (Sal. 143:10).

En contra de lo que algunos piensan, la oración no es una fórmula mágica con la cual conseguimos cosas de Dios. La oración, principalmente, es el espíritu mismo de nuestra devoción a Dios. Por lo cual, cuando oramos, entramos en el santuario divino, buscando la comunión con nuestro Hacedor, para de forma reverente conversar con Él. Y, en nuestra conversación, primero le adoramos y agradecemos por sus beneficios. Después, dejamos en sus manos todo asunto, descansando en Él y dependiendo de su poderosa intervención; sabiendo que todas las peticiones, de acuerdo con su voluntad, serán concedidas. «Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn. 14:13). Aceptemos de buen grado el consejo bíblico, porque el creyente necesita buscar la dirección de Dios, y su aprobación en todas las cosas.

¿Puede un hijo de Dios tomar decisiones importantes sin consultarlas con su Padre? De ser así, en ninguna manera esperemos que Dios responda a las preguntas planteadas. En la Biblia encontramos el siguiente caso: «Asa enfermó gravemente de los pies, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos» (2 Cr. 16:12). Dos años después, el rey murió… De igual forma ocurrió con el rey Saúl: «Saúl no consultó a Jehová; por esta causa lo mató» (1 Cr. 10: 14). El profeta Sofonías habló por boca de Dios recriminando a su pueblo: «Y a los que se apartan de en pos de Jehová, y a los que no buscaron a Jehová, ni le consultaron» (Sof. 1:6). Recibamos el consejo, y no dejemos de consultar todas nuestras cosas al Señor, y buscar en ellas el beneplácito de Aquel que todo lo sabe y todo lo puede, máxime cuando el camino es confuso. De esta manera lograremos depender de Dios, así como un niño depende de su padre: «Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). ¿Qué, y cómo hemos de pedir? A veces no sabemos lo que realmente nos conviene, ni sabemos pedirlo adecuadamente; pero según Romanos 8:26, el Espíritu nos ayuda en nuestras deficiencias personales, e intercede por nosotros. Debido, precisamente, a nuestra limitación humana, necesitamos dar el control a Dios de nuestros labios así como de nuestros corazones; y todo ello para no pedir mal, porque en nuestras oraciones a veces se encuentran peticiones de índole egoísta, «para gastar en vuestros deleites», cita Santiago en su carta.

Es oportuno recordar que todas las peticiones respecto a nuestras necesidades, habrán de ajustarse en cualquier caso a la voluntad general de Dios ya preestablecida. En primer término, toda petición o decisión, no puede contradecir las enseñanzas que Dios mismo ha revelado en su Palabra. No es otra la afirmación bíblica: «Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Jn. 5:14-16). En resumidas cuentas, el buen Dios sabe qué es lo mejor para nosotros, y desea guiarnos en el camino. Y su expreso deseo, en esta relación paterno-filial, es que sus hijos se comuniquen con Él y se deleiten en su presencia, sea para adorarle, agradecerle, pedirle, consultarle, etc. «Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará» (Sal. 37:4,5). Nos preguntamos si estamos poniendo cada día en manos del Señor nuestras dudas, proyectos, deseos, inquietudes… ¿Buscamos en oración la aprobación divina en todas las cosas, por muy insignificantes que parezcan? Si la respuesta es negativa, no pretendamos entonces que Dios responda a todas las preguntas, referentes a nuestro presente o futuro incierto.

LA RELACIÓN CON EL ENTORNO

Hasta aquí hemos visto que, para vivir conforme a los designios divinos, hemos de iniciar una buena relación con el Padre celestial, entregando nuestro corazón a Él, y manteniendo esa entrega a través de la lectura de la Palabra y la práctica de la oración. Si, pues, conservamos una buena relación con Dios, podemos estar seguros, al mismo tiempo, de que también conservaremos una buena relación con nuestro entorno.

1. Concerniente a la voluntad general de Dios

En esta línea de pensamiento que estamos trazando, admitimos que Dios aplica sus fieles promesas concernientes a nuestra vida particular (promesas condicionales), teniendo presente el cumplimiento, por nuestra parte, de su voluntad general. Y ésta contempla, además de una correcta relación con Dios, también la necesaria relación con el entorno. Por ello, es labor nuestra examinar la interrelación que mantenemos con aquello que nos rodea, bien sean personas o circunstancias.

Relación con la iglesia

La Iglesia es un proyecto del Cielo que Dios utiliza para aplicar su voluntad, y en ninguna manera podemos desecharla. Hagamos aquí un análisis de conciencia: ¿Estoy sirviendo al prójimo como si lo hiciera al Señor Jesús? ¿Pongo mis dones a disposición de la iglesia? ¿Busco la comunión espiritual con otros cristianos? ¿Me preocupo por los problemas de los demás, e intento serles de ayuda? ¿Recibo con solicitud y humildad los consejos de mis hermanos en la fe? ¿Estoy mostrando de una manera u otra que amo a Dios y en consecuencia a los que me rodean? ¿Asisto a las personas nuevas en la iglesia, y colaboro para su integración…? Si estamos fallando en cuanto a lo mencionado, ¿no resulta, por tanto, una presunción querer conocer los planes divinos en el área de las necesidades particulares? Cabría más bien primero revisar nuestro camino, para comprobar si en estos aspectos, como en otros, nuestra voluntad armoniza con la de Dios. De lo contrario, se hará necesario reconducir nuestro rumbo espiritual en forma adecuada. «El sabio teme y se aparta del mal» (Pr. 14:16).

Relación con la familia

Seguimos preguntándonos: ¿Mantenemos con regularidad reuniones familiares donde la Palabra y la oración estén presentes? O bien le damos paso a la televisión, Internet, redes sociales, o entretenimientos que no edifican, relegando la Palabra a un segundo plano… Acerca del matrimonio: ¿Hacia dónde giran nuestras conversaciones u objetivos familiares? ¿en torno sólo a preocupaciones terrenales…? Acerca de nuestros hijos: ¿Educamos desde el hogar a nuestros hijos en el temor de Dios? ¿Les enseñamos la Palabra desde su tierna infancia, y los encaminamos en los propósitos divinos? O tal vez nos desentendemos, dejando que las nuevas tecnologías o demás influencias terrenales se encarguen de su educación…

Relación con vecinos, compañeros de estudio o trabajo

¿Tenemos cuidado de dar buen testimonio delante del mundo? O, más bien nos adaptamos cómodamente a los valores del presente siglo… ¿Aprovechamos las oportunidades que Dios nos otorga para dar testimonio de nuestra fe? ¿Intentamos conservar nuestra vida cristiana apartada de las influencias pecaminosas que nos rodean? O quizás descuidamos el testimonio cristiano, debido a la falta de fe e integridad espiritual…

Relación con la economía

Los cristianos reconocemos que todo lo recibimos de Dios, que somos administradores de su economía. Entonces, ¿hacemos tesoros en los cielos, o atesoramos para este mundo, ciertamente pasajero…? ¿Nuestra ofrenda a Dios es más bien algo secundario, y le damos sólo de lo que nos sobra…? ¿Dónde invertimos, en el banco de este mundo, donde las riquezas se pudrirán? o ¿en el banco del Cielo? donde disfrutaremos por la eternidad de los intereses producidos… ¿Compartimos nuestros bienes generosamente con los necesitados…? ¿Dónde está nuestro tesoro? o dicho de otro modo, ¿quién representa nuestro tesoro en esta vida…?

2. Concerniente a la voluntad especial de Dios

¿Cómo saber cuál es la voluntad específica de Dios en circunstancias por las que estoy pasando, o en decisiones futuras que he de tomar…? Todo camino que hayamos de andar, o decisiones que vayamos a tomar, han de estar en línea con la voluntad general de Dios, como ya venimos recalcando hasta aquí. Con esta especial atención, hemos de observar nuestro entorno y ver si tenemos el apoyo de la Palabra, la iglesia, la familia, los amigos, las circunstancias que nos acompañan, etc. En muchas ocasiones seguro que encontraremos indicaciones, sean éstas a favor o en contra de nuestras previsiones.

También puede ocurrir que todo alrededor parezca volverse en contra de nuestras perspectivas. Si así fuese, no nos preocupemos, porque Dios se encargará de hacernos saber su voluntad de la forma que estime más oportuna. Profetas como Elías, Jeremías o Ezequiel, tenían en contra muchas personas y acontecimientos, pero Dios en ningún momento les desamparó, y al tiempo determinado les hizo saber su voluntad: «La comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto» (Sal. 25:14).

En relación con la iglesia

Debemos aclarar que cuando hablamos de iglesia, no nos referimos exclusivamente a la iglesia local, sino más bien a hermanos en la fe con los que pudiéramos tener comunión. La iglesia es el pueblo de Dios, y por tal motivo Él desea utilizarla. El cristiano, por lo general, es una oveja torpe, que muy fácilmente puede descarriarse del camino. Y es debido a nuestra humana debilidad, precisamente, que el Buen Pastor decide pastorear a sus hijos a través de su Iglesia. Por ello es menester abrirse a los consejos de los hermanos a la hora de tomar decisiones. «Atended el consejo, y sed sabios, y no lo menospreciéis» (Pr. 8:33). Si bien «los consejos» por sí solos no pueden determinar la resolución de nuestras dudas, de todos modos se hace necesario prestar buena atención a las personas que nos rodean, sobre todo a nuestros hermanos en la fe, pues tal vez Dios nos proporcione señales por medio de ellos, máxime si las opiniones vertidas son coincidentes. Resulta apropiado, por tanto, buscar consejo en personas maduras espiritualmente, sean pastores, líderes, u otros hermanos con experiencia en la vida cristiana. Añadido a estos consejos, también podemos aceptar recomendaciones de allegados no creyentes, bien sean familiares directos, o personas de entornos conocidos, que a veces Dios puede utilizar para hablarnos. «Pobreza y vergüenza tendrá el que menosprecia el consejo» (Pr. 13:18).

Además, rechazar los dones que el Espíritu ha otorgado a la iglesia resulta en un grave error. Muchos viven apartados de la gracia especial de Dios por no tener en cuenta el Cuerpo de Cristo. No son pocos los que hoy descuidan la voz del Señor evocada a través de su pueblo; los que seducidos por las cosas temporales (en diversas áreas de la vida), extravían su corazón del verdadero camino. Y algunos, después de haber recibido indicaciones celestiales, lamentablemente cierran sus oídos a toda recomendación, dejándose arrastrar por sus propios pensamientos terrenales.

En relación con las circunstancias personales

Para recibir la bendición de lo Alto, es recomendable hacer un alto en el camino, y comprobar si los pasos que estamos dando se ciñen al espíritu de la Palabra; si tenemos que confesar algún pecado, o reafirmar alguna virtud: «Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos» (Pr. 4:26). Cada decisión en la vida requiere un previo análisis detenido, para sobre todo no incurrir en confusión, o en interpretaciones erróneas de las indicaciones celestiales.

El Dios proveedor proporciona al cristiano fiel aquello que necesita, incluyendo las circunstancias que le acompañan. Para ello abrirá o cerrará las puertas que así considere necesario, sobre cualquier aspecto de la vida: profesional, familiar, conyugal, eclesial, ministerial, etc. Hemos de saber que en tanto las puertas se hallen cerradas, significa que de momento los proyectos de Dios van por otro camino, y así habremos de aceptarlo. No hacemos bien en decir que vivimos por fe, y al tiempo desconfiamos de la guía de nuestro buen Padre y de sus fieles promesas. Como cita el texto, al apóstol Pablo y sus colaboradores «les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia… intentaron ir a Bitinia, pero el Espíritu no se lo permitió» (Hch. 16:6,7). Así es como, en ocasiones, el Espíritu Santo cierra las puertas en la vida del creyente, y no permite que avancen las circunstancias, poniendo Dios mismo los impedimentos que cree necesarios para garantizar la correcta guía y protección de sus hijos. A veces las respuestas de Dios se comparan con las luces de un semáforo; en rojo, si la respuesta es un no. En verde, un sí. O en amarillo, un espera.

Si hemos comenzado un camino determinado, y percibimos que no hay indicadores en contra, o sucesos que lo impidan, entenderemos que las puertas permanecen abiertas, y por consiguiente habremos de seguir adelante confiando en Dios. En esta confianza andaremos el camino, sabiendo que su poderosa intervención puede disponer las cosas de modo que nos libre de tomar decisiones equivocadas, o bien guiar las circunstancias de manera que nos facilite la orientación correcta. En ningún caso nuestro Padre dejará que nos desviemos, si en verdad buscamos hacer su voluntad, «porque Él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). Así que, mientras las puertas permanezcan abiertas, y no haya impedimento alguno, debemos seguir avanzando en el camino hacia la ciudad celestial, como buenos peregrinos. En cambio, si el semáforo se encuentra en rojo, o las puertas se cierran, habremos entonces de aplicar humildad y aceptar cualquier situación; en ningún caso rebelarnos contra el destino. Toda rebelión crea descontento, y con el tiempo puede generar raíz de amargura interior. Lejos de dar cabida a la queja, hemos de contentarnos en cualquier situación, convencidos a la vez de que por muchos cerrojos que amarren las puertas, tales cerrojos los puso Dios «Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?» (Lam. 3:37).

Ahora bien, el concepto de providencia divina no contempla el resolver las incógnitas de nuestro destino, o contestar a preguntas específicas sobre el mañana, en una especie de adivinación futura. Son muchas las ocasiones en que Dios guarda silencio, para que aprendamos a esperar. No olvidemos que Dios «es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros» (Ef. 3:20).

Por lo demás, nuestra intención ha de dirigirse esencialmente hacia el «hoy», con aplicaciones prácticas para el «aquí» y el «ahora». ¿Qué quiere Dios de mis circunstancias actuales? perduren por un minuto, horas, días, o por toda la vida. ¿Cómo tengo que obrar en el lugar donde estoy, con los recursos que tengo…? Con independencia de la situación en que nos encontremos, hemos de buscar su voluntad en el presente, para que también el futuro no sea incierto. Si confiamos en las promesas del nuestro buen Padre, el porvenir estará en buenas manos: «Yo soy Jehová Dios tuyo, que te enseña provechosamente, que te encamina por el camino que debes seguir» (Is. 48:17).

Es cierto que Dios puede comunicarse hoy en multitud de formas, como así crea conveniente, y a veces de manera sorprendente. El Todopoderoso se encargará de utilizar lo que bien le plazca, para hablarnos de forma que entendamos su mensaje con claridad. Como norma general utiliza las herramientas naturales de la vida cotidiana: utilizó un viento recio para separar el mar rojo, según el libro de Exodo 14:21. También nuestro Dios dispone hoy de los elementos que Él ha creado para poder hablarnos de forma natural, o bien para directamente despejar todo camino.

Finalmente, y como regla habitual, podemos afirmar que las indicaciones vistas de forma aislada no son determinantes por sí solas para hallar respuestas; sino que tales indicaciones se habrán de analizar globalmente con todas las demás que hasta aquí estamos considerando, para así hacer una valoración correcta. No olvidemos que «Satanás se disfraza como ángel de luz» (2 Co. 11:14), y por ello no podemos guiarnos solamente por señales puntuales, bien que resulten de la lectura de la Palabra, de la recomendación de la iglesia, o de las circunstancias personales. Así, todas las señales recibidas tendrán que valorarse en conjunto, para llegar a una conclusión adecuada sobre cualquier situación planteada o decisión que hayamos de tomar.

LA RELACIÓN CON NOSOTROS MISMOS

Una vez examinados los acontecimientos que nos rodean, también añadimos aquí un factor no menos importante: un auto análisis de nuestro propio ser interior: alma y corazón al descubierto: análisis de nuestros pensamientos, sentimientos, intenciones… Hay varias señales impalpables de la voluntad de Dios que han de tenerse muy presentes. Y para facilitar su revelación, habremos de valorar nuestro estado anímico y espiritual. Un autoexamen de conciencia, por consiguiente, es tarea imprescindible para no ser reprendidos por Dios: «Si nos examinásemos a nosotros mismos no seríamos juzgados» (1 Co. 11:31). Y aquí cabría investigar nuestras obras, pero también nuestras intenciones. Toda obra tiene una razón de ser, y nuestras intenciones han de estar orientadas según las intenciones de Dios, y no al revés.

Resulta provechoso realizar frecuentemente un viaje a nuestro desconocido mundo interior, para analizar reflexivamente sobre la razón esencial de nuestros afectos, sentimientos, impresiones, dudas, convicciones… y juzgar si todo ello se encamina de forma correcta según la voluntad general de Dios. «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos…» (2 Co. 13:5). Hemos de permanecer atentos a las señales de nuestro interior, porque el Espíritu Santo también utiliza nuestro fuero interno, ya que no en vano habita en el corazón del creyente: «¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1 Co. 3:16).

Prestemos atención, porque podemos fracasar en la vida espiritual por no examinar bien nuestra alma. Este fracaso, en ocasiones, es motivado por una actuación precipitada, esto es, por un impulso del corazón que nos puede llevar a tomar decisiones fuera de la voluntad de Dios. Como ya mencionamos anteriormente, el corazón humano no sabe esperar, y en ocasiones tampoco quiere… Si nos preguntamos ¿por qué Dios no evita el fracaso de sus hijos? La respuesta se muestra sencilla: El Padre celestial promete guiar, proteger, y bendecir la vida de todo aquel que le ama de corazón; por lo que, naturalmente, no sabemos bien qué intenciones esconde el corazón del creyente que desvía su camino.

Convicción del alma

El cristiano que desea confirmar sus caminos, no ha de olvidar hacer primero una verdadera revisión del alma, reafirmando sus propias convicciones personales. «Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba» (Ro. 14:22). Muchas de esas convicciones pueden provenir de la acción del Espíritu Santo en nuestra conciencia, que de algún modo nos indicará el estado espiritual, y también los pasos que debemos seguir en el camino. Visto en el sentido paralelo, si estamos convencidos en nuestro interior respecto de cualquier situación o decisión tomada, y no percibimos la voz de Dios hablando en dirección contraria, hemos de creer entonces que nos hallamos en el camino recto; confiando, asimismo, que si andamos equivocados, el Buen Pastor se encargará de hacérnoslo saber: «Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios» (Jn. 3:21). Así pues, a la equivocación por ignorancia no se le puede llamar equivocación. Entendamos bien el concepto, porque la vida del cristiano fuera de la voluntad de Dios, en ningún caso es equivocada sino descarriada.

Convicción del corazón

Manteniendo la prudencia necesaria en lo concerniente a las emociones, es menester atender al corazón, y estar alertas a todas las señales provenientes de nuestro ser interior. Aceptemos en buena medida que el corazón, como la base de nuestros sentimientos, deseos, impulsos, emociones, voluntades, aspiraciones, etc., es un bien creado por Dios, y en consecuencia un medio que utiliza para aportar claridad a nuestros caminos. «Así que… si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios» (Fil. 3:15). Acertadamente se pronunciaba el matemático y filósofo cristiano, Blaise Pascal: «Es el corazón el que percibe a Dios y no la razón».

Ahora bien, existen declaraciones bastante comunes entre algunos creyentes, como por ejemplo: ¡el Señor me dijo! o ¡siento en el corazón que este es el camino que debo seguir…! Frente a tales expresiones, la propia Escritura señala que el corazón es engañoso y perverso, según Jeremías 17:9; y por ende, como resulta sensato, no deberíamos de confiar solamente en nuestros propios sentimientos, deseos o emociones, para tomar decisiones o reafirmar nuestras impresiones personales.

Dicho esto, es cierto que en momentos especiales Dios puede mostrarnos el camino, produciendo una mayor convicción en el corazón sobre cualquier tema o decisión que vayamos o no a tomar. Muchas son las ocasiones en que no sabemos bien cuál es el camino que debemos seguir, ni cómo pedir al Señor que nos guíe convenientemente. Pero, no hay que preocuparse en exceso, pues el Espíritu intercede por nosotros: «Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Ro. 8:26). Así es, debido a nuestra torpe naturaleza pecadora y evidentes limitaciones humanas, precisamos de la ayuda del Espíritu Santo para poder recibir una correcta orientación. La promesa bíblica no se presta confusa: «Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad» (Ro. 8:26).

Tal vez no sepamos cuál sea la voluntad de Dios en casos específicos, pero el Todopoderoso, que conoce bien nuestro corazón, y también su voluntad especial para nuestra vida, no nos deja solos en medio de la duda: «Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos» (Ro. 8: 27). El Omnipresente examina nuestro corazón, y de alguna forma que no entendemos, interviene produciendo convicciones personales, que son a la vez indicadoras de su voluntad. El mismo Señor afirmó: «Yo soy el que escudriña la mente y el corazón» (Ap. 2:23).

Convicción del intelecto

Una vez más la condición del texto bíblico resulta categórica: «Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Ro. 12:2). Toda transformación espiritual dependerá, en suma, de la renovación del intelecto; conformando el pensamiento humano al pensamiento renovador de la Palabra divina. No es tarea fácil, pero sólo de esta manera, que no de otra, podremos experimentar la agradable y perfecta voluntad de Dios.

El sabio Creador tiene a bien utilizar aquello que Él ha creado, y desde luego la mente es instrumento útil. «Cada uno esté convencido en su propia mente» (Ro. 14:5). Por lo general, cada decisión tomada –primero puesta en manos de Dios– ha de pensarse con calma, «llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Co. 10:4). Estemos seguros de que la intervención invisible del Espíritu Santo, guiará nuestros pensamientos a favor o en contra, pues Dios ha creado mentes razonables. Este es motivo suficiente para no dejarnos llevar sólo por el corazón, sin primero utilizar la razón. Por ejemplo, alguno puede afirmar, sin previa reflexión: ¡El Señor me envía a La China para evangelizar! cuando en realidad hallamos que en el barrio donde vive todavía no ha compartido el Evangelio con ninguna persona. «Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor» (Ef. 5:17). Como en todas las cosas, utilizar el sentido común es buena medida para no extraviar nuestras motivaciones personales.

La influencia de Dios sobre el intelecto humano no se supeditó solamente a los apóstoles, sino que hoy es perfectamente aplicable, en buena medida, a todos los verdaderos creyentes: «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn. 14:26). El Espíritu de Dios, sin saber bien cómo, nos enseña el camino. Y, para ayudarnos en dicha tarea, a veces trae a nuestra mente textos bíblicos, ideas, pensamientos, sentimientos, convicciones o experiencias, que contribuyen notablemente al esclarecimiento de su voluntad.

Convicción interna por la Palabra

La mayoría de las veces la convicción de la mente y del corazón se genera por la lectura y meditación serena de la Palabra, que no por casualidad el Espíritu Santo la inspiró. En ocasiones ocurre que un texto, o versículo bíblico, sobresale de tal forma que nos martillea el alma, indicándonos nuestro estado interior. Fue lo que ocurrió con el monje agustino llamado Martín Lutero, padre de la Reforma protestante (históricamente hablando), que recibió el impacto del Evangelio a través de un versículo bíblico: «Mas el justo por la fe vivirá» (Ro. 1:17).

Así sea general como particular, la voluntad especial de Dios es confirmada en nuestro ser interior por la Palabra. No parece nada extraño, «porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu…» (He. 4:12). Del mismo modo, cuando leemos la Biblia con buena disposición, la voz del Señor se manifiesta en nuestro interior, bien sea en la misma dirección de nuestros sentimientos, o por el contrario en dirección opuesta. En cualquier caso será primordial adoptar una actitud de humildad y sumisión, para poder aceptar la palabra de Dios y no la nuestra. «Dios atiende al humilde, pero al soberbio mira de lejos», cita Salmos 138:6.

No ampliaremos aquí el tema, ya que hemos hecho mención en el apartado de la voluntad especial de Dios y la Palabra.

Convicción del Espíritu Santo

Los hijos de Dios, que son sinceros y caminan bajo su voluntad, son guiados por el Espíritu Santo: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Ro. 8:14). Asimismo el Maestro Jesucristo nos dejó su fiel promesa: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad…» (Jn. 16:13). Nótese la expresión «os guiará a toda la verdad». Es cierto que los apóstoles recibieron una revelación especial, porque fueron inspirados por el Espíritu Santo para transmitir la Palabra de Dios (Nuevo Testamento), y a la verdad esta revelación es insustituible. Siendo así, no podemos dudar de que existan ocasiones en que el Espíritu de Dios nos haga saber a los creyentes cuál sea el camino que debemos andar, o decisión que debemos tomar. De Simeón, hombre justo y piadoso, cuenta la Escritura: «Le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor» (Lc. 2:26). Al igual que en la vida de este gran siervo de Dios, creemos que el Espíritu Santo nos puede ayudar a conocer su voluntad especial, sobre cualquier situación presente, o bien sobre futuras decisiones que hayamos de tomar personalmente.

Reconocemos que el Espíritu Santo interpela a nuestro espíritu respecto de la salvación. «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:16). De la misma manera, a veces, sin que lleguemos a entenderlo muy bien, hay un testimonio interno del Espíritu que en determinados momentos ilumina nuestro andar diario, recibiendo inapreciable ayuda en las decisiones que vayamos a tomar, o circunstancias personales que hayamos de cambiar, o en cualquier caso aceptar. Recordemos el texto bíblico: «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad» (Ro. 8:26).

Nuestro Señor Jesucristo afirmó: «Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado» (Jn. 16:8). La labor del Espíritu es convencer al pecador de su error. Sin embargo, puesto que también vive en nosotros, los cristianos podemos asegurar que así hagamos las cosas bien o las hagamos mal, de alguna forma el Espíritu nos va a convencer de ello. Luego, hemos de permanecer sensibles a la voz del Espíritu Santo, que nos defiende o acusa, nos convence de pecado o por el contrario afianza nuestros caminos.

Convicción por el fruto del Espíritu

Para poder obtener una profunda convicción de la voluntad especial de Dios, es preciso mantener nuestro espíritu receptivo a la acción del Espíritu Santo. Por ello, la inspección periódica del alma es tarea de todo cristiano, con el objeto de poder identificar el fruto del Espíritu, aun mostrado en mayor o menor medida: amor, gozo, paz, paciencia… Véase Gálatas 5:22. De todas las virtudes producidas por el Espíritu Santo en el corazón del creyente, cabe destacar entre ellas, «la paz de Dios». En consecuencia, si se experimenta paz en el corazón, es buena indicación. Mala indicación sería mantener por largo tiempo conflictos espirituales, disconformidad interior, insatisfacción, queja, y demás síntomas opuestos al fruto del Espíritu.

«La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn. 14:27), fue la promesa del Buen Pastor. La tranquilidad de conciencia que produce la paz de Cristo, es señal de que nuestro rumbo parece seguro. Empero, también es verdad que hay quien dice tener la «conciencia tranquila», llevando a la vez una vida desordenada… Tal confesión no es más que la versión mundana denominada «conciencia endurecida». Por esta razón, entre otras, las convicciones del corazón se han de contrastar con la experiencia de vida, y principalmente con la Palabra de Dios, para que de tal manera nuestra impresión permanezca estable.

Para saber si andamos, o no, conforme a la voluntad de Dios, hemos de preguntarnos: ¿Permanece el fruto del Espíritu, aun con mayor o menor intensidad, mostrándose en mi vida? ¿La Palabra convence a mi corazón de que estoy en lo correcto? ¿Tengo paz interior? ¿Cómo me da testimonio el Espíritu, a favor o en contra? No hay lugar para las dudas, porque el Señor puede guiar nuestra mente y corazón, de modo que aquello que pensamos y después decidimos, sea conforme a sus planes establecidos para nuestra vida.

En fin, si ajustamos bien nuestro campo visual, no nos guiaremos solamente por impresiones personales. Todas y cada una de las señales referidas en el presente apartado, como en los anteriores, deberán tenerse en cuenta para guiar cualquier decisión. Pero, en términos generales, por sí solas no son decisivas para determinar nuestro rumbo. Como ya venimos apuntando, se han de recoger todas las señales descubiertas, para examinarlas en conjunto. De esta manera podremos responder con seguridad a muchas de las preguntas planteadas en principio, y que corresponden a la especial voluntad de Dios para cada hijo suyo.

Para ver el siguiente capítulo CLIC AQUÍ

© Copyright 2010 / Reservados los derechos de autor
Estrictamente prohibida su reproducción para la venta.