El don de lenguas – Milagros y sanidades

EL DON Y LA CIUDAD DE CORINTO

La práctica de hablar en lenguas extrañas, constituye una experiencia bastante común en este colectivo. Para el extremo carismático, tal carisma supone una manifestación clara de la salvación de todo convertido a Dios. Aquellos cristianos, por tanto, que no practican el don de lenguas, son tratados bajo sospecha, y cuestionada su espiritualidad, cuando no su salvación personal.

Inicialmente, para comprender el llamado «don de lenguas» que se menciona en la epístola a los Corintios, deberemos tener en cuenta todo el contexto histórico en el que habitaban los ciudadanos de la ciudad de Corinto; desde el enfoque hermenéutico al que nos hemos referido anteriormente. Sólo así podremos recoger algunos datos, ciertamente necesarios, que nos ayudarán a realizar una interpretación más acertada de la doctrina que nos ocupa en el presente capítulo.

Como ya hemos indicado en el apartado sobre hermenéutica, comprendemos que nuestra Cristiandad y sus doctrinas no se conformaron en el cielo estelar, a modo de «nebulosa cósmica»; sino que nacieron y se desarrollaron en medio de un ambiente histórico, en el cual fueron adquiriendo la forma determinada. A partir de aquí, si no logramos obtener unos mínimos detalles de los elementos sociales, culturales y religiosos, que influenciaron a la iglesia de aquella época, resultará imposible que lleguemos a un acercamiento exegético adecuado sobre dicho tema.

En primer lugar debemos señalar que Corinto era una ciudad cosmopolita, y como tal formaba una colonia romana, con sus variopintos dioses y diversas prácticas animistas. Tengamos presente que la ciudad de Corinto fue una de las más afectadas por los movimientos filosóficos y religiosos de la Grecia antigua, así como de la moderna Roma. Las religiones de misterio estaban a la orden del día en aquella ciudad, y la iglesia de Corinto no se resistía precisamente a recibir sus negativas influencias. Por lo que se desprende de todo el contexto bíblico, se sabe que muchos de los conversos provenientes de estos sectores, adoptaron ciertas prácticas y las introdujeron en aquella congregación.

Acerca de las lenguas, advertimos que uno de los problemas principales de esta congregación fue la importancia que se le otorgaba a la sabiduría humana (primeros capítulos de la epístola). Por entonces era muy común la búsqueda de la sabiduría de palabras y las sutilezas de la dialéctica; y en la congregación se movía un cierto afán por destacar en las pláticas.

En aquel tiempo, la cultura pagana de aquellas religiones, concedía cierta importancia a las experiencias extáticas. Como se sabe, los practicantes de estos círculos místicos hacían cualquier cosa por alcanzar el trance, hablando así en diferentes idiomas (aparentemente), y proclamando distintas profecías. Para ello, era obligatorio mantener una comunión mágica y sensual con las deidades, expresada especialmente a través del «éxtasis», que a su vez provocado por varios métodos utilizados para tal propósito: por la vigilia, por el ayuno, por las danzas exaltadas, por el efecto de la música estimulante, por la inhalación de gases, por el vino, por la autosugestión… Los datos que nos ofrece la Historia son paralelos: «Con el fin de impresionar la imaginación y de atacar los nervios, no se vacilaba en recurrir a medios truculentos: en ciertos locales donde se iniciaba en los misterios, las estatuas articuladas o parlantes, los juegos de luces, las puertas abriéndose y cerrándose solas; en las ceremonias la teatralidad de los vestidos abigarrados, de las músicas estridentes, de los cantos y los gritos exaltados…» (Historia General de las Civilizaciones, Vol.II. Ed. Destino, 1974, 407). Además, la costumbre de ingerir grandes cantidades de alcohol, les procuraba una comunión especial con Dionisio: el dios de la fertilidad (recordemos que uno de los problemas en la congregación de Corinto, era el abuso de alcohol). Así, la palabra corinto se convirtió en sinónimo de borracho, y no resulta ilógico que en plena embriaguez se dieran fenómenos extraños, entre ellos el de hablar toda clase de lenguas ininteligibles. «Las sectas místicas siguieron guardando la tradición dionisiaca, y este dios desempeña todavía una importante papel en la época imperial…» (Grimal Pierre, Diccionario de Mitología Griega y Romana. Ed. Paidos, 1990, 141).

No parece absurdo, entonces, pensar que las lenguas que se practicaban en la ciudad de Corinto, entre las religiones paganas, se infiltraran de forma natural en la iglesia. Y éstas, seguramente, no eran otras que las lenguas órficas, que provenían de la adoración al dios Orfeo, y que fueron introducidas en aquella congregación; al igual que otras prácticas y abusos cometidos en la iglesia que tenían mucho que ver con las influencias espirituales de su entorno, y de las cuales hace referencia el apóstol Pablo en su carta, como veremos más adelante.

En fin, recogiendo los aspectos históricos que influyeron en la iglesia de Corinto, conseguiremos aproximarnos hacia una interpretación apropiada acerca del don que ellos practicaban.

EL DON DE LENGUAS Y LA HISTORIA

Es cierto que algunos apelan a la historia de la Iglesia para defender el don de lenguas. Pero esto no parece muy recomendable, pues la Escritura no se interpreta desde la Historia, sino desde la misma Escritura. Y de querer recoger la experiencia de la Historia, podemos observar que los casos que se produjeron dentro del Cristianismo histórico, hasta el siglo XX, fueron bastante cuestionables, si comparamos hoy sus prácticas y doctrinas a la luz de la Biblia.

Ciertamente no se considera prudente apoyar una enseñanza en la historia del Cristianismo, tan lleno de contradicciones, pues la doctrina bíblica no debe fundamentarse en la Historia, sino en la Biblia. Por lo demás, la Historia nos puede ofrecer elementos de criterio para apoyar o rechazar una enseñanza; pero en el caso que nos ocupa, no tenemos el suficiente apoyo, ni bíblico, ni histórico, ni eclesial, para otorgarle suficiente crédito a esta particular doctrina.

Tratando de ofrecer una conclusión histórica muy resumida, cabe mencionar a un personaje llamado Montano, creador del Montanismo (siglo II). Él mismo dijo hablar en lenguas, además de tener diversas revelaciones de tipo apocalíptico. Montano afirmaba ser el delegado directo del Espíritu Santo, junto con sus dos profetisas: Priscila y Maximila… Si bien es cierto que este movimiento tuvo un enfoque renovador y puritano, oponiéndose a la reciente jerarquización de la iglesia oficial, por lo general sus prácticas extáticas, de extremado rigor, no se hallaban acorde con lo que hoy conocemos como doctrina bíblica. Es cierto que este movimiento tuvo su repercusión en el Cristianismo, y permaneció por muchos años, pero como tal desapareció alrededor del siglo VI.

Al mismo tiempo, podemos destacar que el testimonio que existe de los Padres de la Iglesia, en los primeros siglos del Cristianismo, no parece muy fiable; pues se incurre en numerosas contradicciones –en ésta y en otras muchas cuestiones doctrinales–. Y es del todo comprensible, ya que los pilares de la «doctrina cristiana» permanecían todavía en su periodo de formación. Con todo, la gran mayoría de ellos no estaban de acuerdo con el don de lenguas, y no lo consideraban necesario para la extensión del Evangelio. Por ejemplo, San Agustín, en el siglo IV, confirmó que las manifestaciones de las lenguas habían terminado.

Durante la Edad Media surgieron por entonces algunos grupos esporádicos que decían hablar en lenguas. Así se hizo evidente entre los Cátaros (Albigenses) en el siglo XI. Ellos, si bien surgieron como reacción a la institucionalización católica romana, hemos de saber que éste era un movimiento de influencia maniquea, que negaba la encarnación y resurrección corporal de Cristo, entre otros puntos doctrinales considerados como no bíblicos.

También debemos tener presente que el avivamiento durante el periodo de la Reforma –a partir del siglo XVI–, así como en los siglos posteriores, no fue precedido de estos fenómenos extra lingüísticos. Y que se sepa, ninguno de los grandes predicadores (Jonathan Edwards, Spurgeon, Whitefield, entre otros muchos) y participantes de los distintos avivamientos que se produjeron en la Historia, hablaron en lenguas. En cualquier caso el resurgimiento espiritual siempre fue provocado por la exposición clara y poderosa de la Palabra de Dios, y por la intervención del Espíritu a través de ella.

Después de la Reforma y hasta el siglo XX, florecieron algunos sectores religiosos que afirmaron hablar en lenguas: como los Jansenistas (grupo reformador católico, que se oponía a la reforma protestante), o alguna comunidad sectaria vinculada al movimiento Cuáquero (como los Shakers), además de otros círculos enmarcados fuera del Cristianismo.

En definitiva, los grupos que han surgido a través de la Historia, hasta el siglo XX, y que dijeron hablar lenguas, no son en ninguna manera representativos de la verdad bíblica, ya que debido a sus elementos heréticos no gozan de autoridad alguna para apoyar cualquier doctrina bíblica; en cualquier caso parece ser lo contrario.

Igualmente reiteramos que no podemos fundamentar hoy una doctrina cristiana en la historia de la Iglesia, ya que para ello tendríamos primero que tener los documentos originales escritos (las fuentes primarias) que apoyasen cualquier dato histórico. Con todo, tampoco poseemos la seguridad de que sea cierto lo que se dice, dado que el escritor puede contar los hechos según su versión, a veces llevado por intereses políticos, religiosos, etc.

Y llegados a este punto, los movimientos que emergieron a partir del siglo XX, los cuales se extienden a marchas forzadas, se habrán de analizar, en todo caso, a la luz de la Sola Escritura, que es la única que posee autoridad sobre dicho tema.

En este asunto, podemos considerar que si Dios quiso otorgar el don de lenguas en los inicios del Cristianismo, para la divulgación del Evangelio, no podemos nosotros cuestionarlo hoy, porque al parecer la Biblia así lo contempla. Pero lo que también queda claro, es que estas manifestaciones no deben constituir doctrina para la Iglesia, debido, por encima de todo, a su falta de apoyo y argumentación bíblica; y mucho menos debe ser normativa para todos los cristianos.

En lo que se refiere a las presentes expresiones del don de lenguas, éstas se consideran de orden universal, pues también las encontramos en religiones seudo-cristianas, o incluso fuera de los círculos cristianos. Se habla en lenguas entre los católicos, los mormones, las religiones orientales, las tribus indígenas del África y Centroamérica; sin olvidar que este fenómeno es muy frecuente entre aquellos que practican ocultismo, especialmente los médium.

EL DON DE LENGUAS EN LA BIBLIA

El estudio de las lenguas requiere un tratamiento de ardua investigación bíblica, que debe realizarse a partir del Antiguo Testamento, por lo que no entraremos en materia. Pero sólo cabe decir que las lenguas, generalmente, han sido una señal de juicio por parte de Dios, y no de bendición. A este respecto puede leerse Génesis 11:7, e Isaías 28:11.

Observando la Escritura bajo una perspectiva hermenéutica, el don de lenguas aparece, al margen del libro de Hechos, sólo en la epístola a los Corintios; y por si fuera poco, el apóstol no estaba muy de acuerdo con este hábito. Asimismo, el don de lenguas no se propone en ninguna de las veinte cartas restantes que hay en todo el Nuevo Testamento.

Reflexionemos detenidamente, porque si las lenguas son una señal de la recepción o bautismo del Espíritu, o una experiencia que todos los cristianos han de practicar como algo útil y necesario para su edificación espiritual, o para la extensión del Evangelio, sin lugar a dudas que los escritores del Nuevo Testamento –teniendo esto muy en cuenta– lo hubieran reflejado en sus cartas a las iglesias. Sin embargo, la completa ausencia de mención bíblica, indica necesariamente que los autores contemplaron este don a modo de práctica transitoria.

Igualmente el término lenguas no significa jerigonzas, o palabras desarticuladas y sin sentido, sino que en el original griego el término «glosais» se traduce por idiomas o lenguaje. ¿Qué idiomas, por tanto, se hablaban en el primer siglo: hebreo, arameo, griego, árabe, latín…?

En el caso de que hablar en otros idiomas se concibiera como un don, la Escritura enseña que no todos los cristianos serían portadores del mismo don: «… el Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Co. 12:11). «Teniendo diferentes dones» (Ro. 12:6). «Cada uno según el don que ha recibido» (1 P. 4:10). Y aunque el apóstol Pablo aceptaba la existencia de este don, al incluirlo en su lista de dones (tenemos algunas referencias en Hechos de que existió como una manifestación del Espíritu), ello no significa que estuviera de acuerdo con lo que los corintios practicaban, sino más bien parece ser todo lo opuesto: muestra su clara disconformidad con esas prácticas (lenguas extáticas). Y este desacuerdo se desarrolla de forma contundente desde el capítulo 12 al 14 de 1ª a los Corintios.

A continuación examinaremos, a través de algunos textos claves, la gran oposición del apóstol hacia las «habilidades lingüísticas» de la iglesia en Corinto.

Los textos bíblicos

«Os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús» (12:3). Al parecer, según el texto, algunos corintios pronunciaban anatema (la palabra más original es blasfemias) contra Jesús, creyendo al mismo tiempo que eran manifestaciones del Espíritu Santo. No obstante, tendríamos que preguntarnos de qué espíritu sería… pues seguramente del mismo espíritu que gobernaba las religiones paganas del momento. «Cesarán las lenguas» (13:8). Debido al énfasis que ellos hacían sobre dicho tema, el apóstol les avisa de su error con esta declaración, sobre todo para que se vayan concienciando. Es cierto, los idiomas no son necesarios en el reino de Dios, por lo tanto no pretendamos volver otra vez a la torre de Babel.

«Porque el que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; pues nadie le entiende, aunque por el Espíritu habla misterios» (14:2). Es como si el apóstol dijera: –Porque el que habla en un idioma diferente del comprensible, dentro de la iglesia, anda desorientado, porque en tal caso el único que le puede comprender es Dios. Por eso dice que habla misterios, porque las formas extáticas de expresión, como los idiomas extraños, no se pueden comprender, y en consecuencia se reducen al ámbito de «lo desconocido». Ahora bien, que hable a Dios no significa que Dios esté de acuerdo con la oración, ni tampoco que la oración sea correcta. Asimismo, la expresión «por el Espíritu» se ha traducido de forma errónea, puesto que corresponde al dativo singular del griego «pneúmati» (alma, soplo, vida..), y teniendo en cuenta la línea de pensamiento de todo el pasaje, es más correcto traducirlo por «en el espíritu», haciendo referencia al espíritu humano y no al Espíritu Santo. Igualmente los versículos paralelos así lo demuestran (teniendo presente el contexto), por ejemplo: 14:14,15,16,32.

«El que habla en lengua extraña, a sí mismo se edifica; pero el que profetiza (enseña) edifica a la iglesia» (14:4). El propósito de los dones, según el Nuevo Testamento, es para edificación de la iglesia, para su crecimiento y desarrollo espiritual, y nunca para la autorrealización del individuo. Por ello, entendemos que la expresión «a sí mismo se edifica» resulta una ironía, utilizada en muchas ocasiones por el apóstol en sus escritos. Así que, esa misma auto-edificación personal, es contemplada por el mismo Pablo con muchas reservas.

«Si yo voy a vosotros hablando en lenguas (dijo Pablo), ¿qué os aprovechará?…» (14:6). Indudablemente el autor de la carta a los Corintios, tenía toda la razón. Esta práctica en la iglesia es verdaderamente inservible; y efectivamente, de su uso no se obtiene ningún beneficio espiritual. Así que, por lo que vemos, el desacuerdo de Pablo parece unánime en todas sus recomendaciones bíblicas.

«Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire» (14:9). Parece ser que el hablar en lenguas –al modo de los corintios– era igual que hablar al aire, es decir, una pérdida de tiempo. Desde luego que en esta frase observamos claramente la disconformidad del apóstol Pablo con estas prácticas inoportunas.

«Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida poder interpretarla (traducirla)» (14:13). A la verdad, este mandamiento se pasa por alto de una manera bastante generosa. Parece del todo razonable que Pablo les pusiera una medida de precaución, esto es, la traducción de esas lenguas en la iglesia, para que, en cualquier caso, no se produjeran expresiones blasfemas; ya hemos visto que así ocurrió. Y podríamos añadir, como el mismo apóstol indicará posteriormente, que si esto no se cumple (la traducción de esas lenguas), mejor que tal persona se calle.

«Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento» (14:15). La disposición bíblica parece bastante precisa. Así, en la oración siempre se deben coordinar las palabras correctamente para que el orador sea plenamente consciente de lo que dice, y los demás también puedan entenderlo. Por consiguiente, si en las oraciones no se utiliza el entendimiento, tales oraciones, desde un punto de vista bíblico y según reza el texto leído, no deben aceptarse como válidas.

«Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida» (14:18,19). Pensamos que las lenguas que conocía Pablo podrían haber sido muchas, porque al margen de ser buen conocedor de la Ley, fue un hombre de gran erudición académica, por lo que seguramente aprendió varios idiomas; sin cuestionar, por supuesto, que pudiera realmente tener el don de «idiomas» al modo que ocurrió en Hechos.

Ahora, según su declaración, desecha ciertos métodos de auto-edificación, que para él son ilegítimos, en favor de la edificación de la iglesia. Y éste es otro texto que se añade a la discrepancia que Pablo mantuvo con la práctica del don de lenguas en esta iglesia.

«Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar» (14:20). Este versículo nos enseña, además, que las manifestaciones de las lenguas corresponden al periodo infantil de la Iglesia naciente, que se produjo en el contexto de la ley judía, la cual pertenece al Antiguo Pacto. Por consiguiente, querer repetir la misma experiencia, es sumergirse en un estado de retroceso a la Ley y de infantilismo espiritual, propio de una iglesia inmadura, como en buena medida lo era la iglesia de Corinto.

«Así que, las lenguas son por señal, no a los creyentes (importante declaración), sino a los incrédulos» (14:22). Aquí es necesario destacar la expresión «no a los creyentes», recalcando que esta práctica en la iglesia, entre los creyentes, queda completamente descalificada. Y él mismo apóstol llega a una conclusión que se contempla en el Antiguo Testamento: «En la ley está escrito» (v. 21). Recordemos que el concepto bíblico se desprende de ahí, porque las lenguas, como ya mencionamos, son señal de juicio para los incrédulos.

«Si, pues, toda la iglesia se reúne en un solo lugar, y todos hablan en lenguas, y entran indoctos o incrédulos, ¿no dirán que estáis locos?» (14:23). Razón tenía el hermano Pablo. Y bien podemos unirnos al sentir del apóstol, porque también hoy día se podría aplicar perfectamente el calificativo de «loco», al espectáculo que se observa en muchas reuniones de extremada espiritualidad. Y es que, entre la algarabía de las lenguas y los demás enredos, lo único que se consigue es despertar un «sentimiento de ridiculez» al que, en su sano juicio, entra por primera vez a un culto de estas características.

«Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios» (14:28). La palabra «intérprete» significa traductor. El mandamiento resulta explícito, es decir, toda persona que hable en la congregación con idiomas que no sean traducidos, mejor sería que se estuviera callado. Y también, en un tono bastante condescendiente, e irónico a la vez, les dice que en caso contrario hablen para sí mismos (recomendación absurda si lo aplicamos literalmente), y para Dios… que a lo mejor es el único que puede entender tales jeroglíficos.

«Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas» (14:32). Aquí les recuerda que si existen exposiciones verbales que no se pueden controlar, entonces, tales expresiones –según el texto– no son válidas ni provienen de Dios. Como en todas las cosas, el cristiano ha de dominar sus manifestaciones espirituales, y nunca debe permitir que ellas le controlen a él. No olvidemos que una de las virtudes del fruto del Espíritu Santo es el dominio propio: de lo que decimos y de lo que hacemos. Y esta virtud en ninguna manera conlleva descontrol del habla, como tampoco de las acciones.

«Si yo hablase lenguas humanas y angélicas (en el supuesto de que se pudiera) y no tengo amor… nada soy» (13:1,2). Pablo sigue cuestionando las prácticas realizadas por aquella iglesia, llegando a la firme conclusión de que lo que realmente necesitaban cultivar, en contra de sus extraordinarias aspiraciones, era el verdadero amor. Dios es amor, y su Espíritu no desea derramar sus ricas bendiciones entre los cristianos, si no es a través del ejercicio de tan extraordinario don. La formulación de Pablo es matemática: lenguas (que estaban practicando) sin amor, según el texto leído, equivalen a «nada»; por lo cual, podemos deducir que aquel don que estaban desempeñando los corintios, era completamente inservible.

El significado del don

Si algunos acuden al libro de Hechos de los Apóstoles para reivindicar esta práctica, también se va por camino torcido; porque tanto en esos momentos precisos de la Iglesia primitiva, como en otras menciones de la carta a los Corintios, el término lenguas no se traduce por sonidos extraños, o palabras desarticuladas (que es lo que se suele escuchar), sino que, en las distintas transcripciones del original griego, el término se traduce por idiomas o dialecto (Hch. 2:11).

Entonces, ¿cómo se explica que Pablo incluyera el don de lenguas e interpretación de lenguas en su lista, y que permitiera unas prácticas con las que no estaba de acuerdo? Bueno, en primer lugar Pablo declara que había pecados de tal magnitud en esa congregación, que no se mencionaban ni aun entre los gentiles, y que afectaban de forma muy directa a su testimonio cristiano; y en consecuencia, tiene como máxima prioridad el prohibirles los pecados más graves, como por ejemplo: alcoholismo, fornicación, incesto, partidismos, idolatría… Además, como dijo él: «Sois niños en Cristo», y bien se sabe que a los niños hay que dispensarles un trato especial.

Por lo demás, la única referencia donde el don de lenguas tuvo un efecto positivo, utilizado por Dios con el propósito de expandir el Evangelio, se halla solamente en Hechos 2:11. «Les oímos hablar en nuestro propio dialecto las maravillas de Dios». Aun con todo, si aquellos que escuchaban el Evangelio –a través de este fenómeno–, lo rechazaban, daba como resultado lo que antes hemos indicado: juicio. Y así ocurrió en aquellos momentos: «Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto (vino)» (vs.13). Por tal razón Pablo menciona ese don como algo válido, porque en aquellas circunstancias históricas el fenómeno fue real, a la vez que sobrenatural, y todavía se mantenía vigente. Pero ni mucho menos el apóstol estuvo conforme con lo que los corintios practicaban, pues el don de lenguas, según Hechos, no son palabras incomprensibles, sino todo lo contrario: los apóstoles hablaban y los demás entendían el mensaje, cada uno en su propio idioma; de tal forma que el milagro ocurrió no tanto en las expresiones de los apóstoles, sino más bien en los oídos de aquellos que les escuchaban.

Téngase en cuenta que en el tiempo de los corintios todavía no estaba escrito ni recopilado el Nuevo Testamento, y este «don» pudo ser una herramienta útil para la extensión del Evangelio. Sin embargo, ahora tenemos la Revelación escrita y difundida por casi todo el mundo; y tanto la salvación de los incrédulos, como la edificación de los creyentes, se obtiene únicamente por fe en la Palabra de Dios.

Así que, intentar hablar otros idiomas a través de una experiencia extática para destacar según la sabiduría humana, probablemente hubiera constituido sólo una práctica inocua en la iglesia de Corinto, a la par que inservible. Pero, no obstante, el apóstol (harto de paciencia y comprensión) les propone que haya un intérprete (traductor), como medida prudencial, debido a lo que había ocurrido: que algún «inspirado», hablando en lenguas, llamaba anatema (pronunciaba blasfemias) a Jesús.

Podemos aceptar de buen grado la mención que el apóstol hizo sobre el don de lenguas en su lista, pero en ningún caso de las lenguas que se practicaban en la iglesia de Corinto, sino del verdadero don de Dios, apreciado de forma positiva en Hechos. Como hemos apuntado, Corinto era una ciudad cosmopolita, y tal vez Pablo consideró necesario el don de idiomas para esta ciudad, debido a su diversidad cultural, y a la necesidad de que el mensaje de Cristo se extendiera lo más rápido posible. De todas maneras, tampoco poseían la Palabra de Dios traducida a los idiomas vernáculos; motivo suficiente para aplicar este don, según el modelo de Hechos.

En conclusión, aquello que los corintios practicaban, era una forma de imitar el don de idiomas; aunque, claro está, trayendo consigo las verborreas ininteligibles y extáticas que se ejercitaban con asiduidad en las religiones de la ciudad de Corinto. Y no es nada extraño pensar esto, pues una iglesia inmadura e infantil (según el calificativo de Pablo), busca las experiencias y los dones espectaculares para llamar la atención… Y como niños, lo que consiguieron no fue otra cosa que traer consigo las mismas prácticas extendidas en su entorno, introducirlas en la iglesia, y hacer una adaptación sincretista de la espiritualidad cristiana. Y parece bastante probable, pues entonces no poseían todas las instrucciones del Nuevo Testamento, como las tenemos nosotros hoy. Éste era el don que los corintios pretendían manifestar. De hecho, lo que ellos expresaban, con excepción de algunas blasfemias, eran palabras sin sentido alguno. Obviamente una cosa es querer hablar en otros idiomas, y otra muy diferente es provocar el habla de esos idiomas por métodos ilegítimos; lo cual sólo ocasiona una encadenación de términos, sonidos y demás locuciones discordantes, que en palabras de Pablo constituye una postura de infantilidad.

El gran desacuerdo del apóstol Pablo

Resulta evidente que a través del capítulo 14 de Corintios, el apóstol traza una línea de pensamiento en el que se destaca, con determinación, el gran desacuerdo del autor con la práctica del don de lenguas en esta iglesia.

Asimismo tampoco observamos en ninguna parte de la Escritura que Jesús hablara en lenguas. Ni siquiera los apóstoles o escritores del Nuevo Testamento dan instrucciones a la Iglesia para que se efectúe esta habilidad. Al igual que en los demás apóstoles, tales experiencias extáticas no se hallaban en la dinámica cristiana del propio Pablo, como cita en 1 Corintios 14:19.

Pensemos con lógica, porque si queremos recurrir a algún modelo ejemplar de congregación para aprender de sus procedimientos eclesiales, desde luego que éste (el de la iglesia de Corinto) es el peor de todos. Y aunque el apóstol les permitió ciertas costumbres, en aquellos momentos, con las que no estaba de acuerdo, también les propone una serie de condiciones como medida de prevención: que guarden el orden, que haya un intérprete, etc.

En definitiva, pretender utilizar la carta a los Corintios para fundamentar la doctrina de las lenguas, es establecer una base muy pobre y llena de afirmaciones contradictorias, en las cuales no existe ni peso teológico ni hermenéutico alguno, para sostener esta doctrina. Muy al contrario, Pablo está plenamente disconforme, porque al parecer las lenguas en aquella iglesia sólo servían para problemas y confusión. Así que, el apóstol, como no podía ser de otra manera, les tiene que indicar un camino mejor (en el capítulo 13). ¿Cuál? Sin ningún género de dudas: el Amor.

Atendamos a la razón, porque si el apóstol Pablo hubiera dado por buenas estas prácticas, entendiendo que provenían de parte del Señor y que eran auténticas manifestaciones del Espíritu Santo, en verdad no se hubiera atrevido en ningún momento a cuestionarlas tan claramente. Lo que sí deja suficientemente claro, como hemos visto, es que en la iglesia se prohíbe hablar en lenguas, a no ser que haya un traductor. «Y si no hay intérprete, calle en la iglesia» (14:28). Suponiendo, pues, que hoy existiera el don de lenguas, indudablemente deberíamos guardar muy estrictamente el presente mandamiento bíblico.

Además, si este don resultara ser hoy tan necesario, con toda seguridad el apóstol lo hubiera recomendado cuando dictó mandamientos, acerca de los requisitos pastorales, a los líderes de la iglesia: Timoteo y Tito.

Finalmente, el don al que se refiere Pablo en su lista, es el don de «idiomas», necesario para la extensión del Evangelio en aquel tiempo; por eso dice que «no es señal para el creyente, sino para el incrédulo». Pero, si bien, admitamos que tales manifestaciones no guardan ninguna relación con el don que practicaban los corintios (lenguas de sabiduría humana), que provenía de las religiones paganas de aquel ambiente. De ahí precisamente el conflicto en la iglesia, las advertencias, y el gran desacuerdo de Pablo, que tiene a bien, como mínimo, proporcionarles unas instrucciones de carácter preventivo.

UNA EXPLICACIÓN DE ESTE FENÓMENO

El fenómeno de hablar en lenguas extáticas (palabras desarticuladas y sin sentido), tan extendido en nuestros días, es en la mayoría de los casos una manifestación puramente psicológica, producto de la manipulación emocional (sea colectiva o individual). Es una capacidad –por llamarlo así– inconsciente, que en sí misma podría ser inocua (no se sabe), pero que por lo visto es innecesaria. Este método se logra a modo de práctica, por la cual, cuando se llega a un estado de euforia emocional, se altera el inconsciente, y durante unos momentos surgen sonidos o palabras distorsionadas. A saber, son expresiones verbales que emergen sin comprensión alguna, por la influencia psico-emocional que se ha recibido, autoprovocado o aprendido. Cuando se ha adquirido la costumbre, entonces puede practicarse como algo natural.

Por ello Pablo no erradica esta costumbre, pero establece un orden, y como medida prudencial ordena que otro interprete (por si acaso). Hoy día son muchos los que integran este don en sus ejercicios espirituales. Unos por el deseo de vivir nuevas experiencias. Otros, por no quedar marginados del grupo, o para no ser mirados con desprecio. Y también los hay que se suman para no pertenecer a un nivel de inferioridad espiritual en la iglesia; entre otros motivos.

Deberíamos de ser prudentes en todos los procedimientos espirituales que no contengan apoyo bíblico explícito. Y aunque el Señor pudo conceder el «don de idiomas» para la extensión del Evangelio, en su momento, la Escritura no contempla en ningún lugar que la práctica de lenguas ininteligibles se tenga que procurar en la iglesia, ni mucho menos como una experiencia normativa para todos los cristianos.

Ahora bien, el Señor puede permitir (como permite tantas cosas) cualquier práctica improcedente en ciertos círculos cristianos. Sin embargo, debemos tener sumo cuidado, porque también hay otro «señor» que puede llamar anatema a Jesús, como lamentablemente vemos que ocurrió en la congregación de Corinto.

En sentido análogo, y analizando la práctica del don de idiomas sin haberlos nunca aprendido, recuerdo un caso en el que una traductora de lenguas indígenas, guiada por la curiosidad, acudió a una reunión carismática. En medio de las manifestaciones de lenguas, ella detectó que las palabras pronunciadas correspondían a un dialecto tribal, por lo que al tiempo se propuso escribir las frases en su cuaderno. A continuación, cuando tradujo las palabras, la sorpresa fue mayúscula al comprobar que éstas eran maldiciones dirigidas hacia la persona de Jesús.

Así es, la práctica de hablar en idiomas que el individuo no ha aprendido (griego, latín…), estando en situación de trance hipnótico, es habitual dentro del ámbito espiritista. No pasemos por alto, entonces, que en un estado de éxtasis y descontrol de la personalidad, se puede abrir la puerta fácilmente a cualquier influencia espiritual negativa. La propia Escritura nos advierte: «Sed sobrios (moderados), y velad (estad alerta y no en estado de inconsciencia) porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor (de los cristianos) buscando a quien devorar» (1 P. 5:8).

Milagros y Sanidades

EL ORIGEN DE LAS ENFERMEDADES

Las sanidades, milagros o señales, aun no siendo lo mismo, constituyen básicamente el motor de la doctrina que impulsa el extremo carismático, y la manifestación de sus prácticas por todo el mundo.

Según hace constar esta doctrina: lo bueno es de Dios y lo malo del Diablo; y aunque esta afirmación pueda parecer lógica, no deja de guardar ciertas reminiscencias «dualistas». Partiendo de este axioma, una postura extrema pero muy extendida, supone aceptar que cada enfermedad es resultado de la intervención de un demonio en particular. Según esta fórmula, las enfermedades –como algo malo en sí– son resultado del Diablo, y cada enfermedad es la versión de un demonio escondido detrás de dicha enfermedad; por lo que a cada dolencia, desajuste psicológico, problemas de carácter, etc., le llaman el «demonio de…» Curiosamente he encontrado en algún libro hasta 55 agrupaciones de demonios (con sus diferentes enfermedades corporales y desarreglos psíquicos), algunos tan absurdos como: olvido, tardanza, inferioridad, broma, timidez, dolor de cabeza, tristeza, legalismo, autoconciencia, rebeldía… (Frank & Ida Mae Hammond, Cerdos en la sala. Ed. UNILIT, 130,132-136).

Atendamos bien, porque si es verdad que todas las enfermedades son causadas por los demonios, deberíamos pensar que los países tercermundistas habitan plagados de espíritus malignos, puesto que son los que sufren más enfermedades, respecto a otros países industrializados. Ahora, si nos preguntamos por las causas que provocan las enfermedades de los pueblos más desfavorecidos, deberíamos responder que los demonios mantienen un complot especial sobre las clases sociales más marginadas, y por eso sufren tantas enfermedades… Respuesta al parecer bastante absurda. ¿No será que esta problemática resulta de la carencia de una buena alimentación, los medios higiénicos necesarios, y los recursos sanitarios más indispensables? Los demonios, en tal situación, residirían más bien en la negligencia del propio capitalismo. Y a quien tendríamos que demonizar, pues, son a aquellos que gestionan el poder, esto es, a las personas que se han apropiado indebidamente de los recursos económicos del país, y hacen una injusta distribución de los bienes materiales. Y, ¿quién sufre las consecuencias de todo ello: pobreza, enfermedad, marginación? La respuesta es clara: los pobres, que están «endemoniados»…

Cabe también admitir que los países ricos tendrían que estar más endemoniados, porque muchos de sus ciudadanos se mantienen tan aferrados al materialismo, que el empacho de autosuficiencia no les permite ver su grave indiferencia ante las necesidades ajenas.

Si buscamos la verdad de esta enseñanza, no debemos ir muy lejos, pues la Escritura explica que, en términos generales, la enfermedad es una consecuencia general del pecado, el cual se introdujo en el mundo a partir de Adán. Y aunque se hallen personas con enfermedades por causa de sus propios pecados, la Biblia no nos sugiere que todas las enfermedades sean producto de la actividad demoníaca personalizada. ¿Cómo explicar, entonces, la salud tan estupenda de la que gozan algunos individuos (sean creyentes o no) y, en cambio, sus vidas manifiestan una evidente pecaminosidad?

La conclusión bíblica se brinda natural: no podemos atribuir a los demonios todas las enfermedades que padece el hombre, porque simplemente esto no lo enseña la Palabra de Dios.

UNA SOLUCIÓN FÁCIL Y RÁPIDA

Debido a la impaciencia propia del ser humano, normalmente se suele buscar la respuesta fácil y rápida a los problemas que esta vida nos plantea, y mayormente cuando existen graves enfermedades que pueden causar desmoralización personal. Alcanzamos a entender, desde la obstinada lógica, que la enfermedad lleva a la gente a la desesperación, y con ello, a hacer cosas extremas que de otra forma no haría. El Diablo lo sabe, y sería ingenuo si no se aprovechara de la ocasión.

¿Por qué pensamos que es tan atractivo el extremo carismático? Sencillamente porque ofrece la «solución» a diversos problemas físicos o psíquicos, y el remedio definitivo a todas las circunstancias adversas. En cierta manera es la adaptación de las antiguas corrientes filosóficas que sólo buscan un presente bienestar personal.

Todavía son muchas las personas que se impacientan por encontrar la solución a sus angustiados problemas; y algunos son capaces de hacer lo que sea, y de creer en lo que haga falta, con tal de resolver sus contrariedades. No resulta sorprendente, por tanto, que el enemigo de nuestras almas se valga de estas actitudes, que están plantadas más en el terreno del interés personal, que no en la voluntad de Dios. Por supuesto, el deseo de curación de cualquier enfermedad resulta legítimo. Y aunque no tengamos derecho, porque nada merecemos, podemos exponer nuestras peticiones, y el buen Padre nos responderá (en función de la obra de Cristo); pero siempre y cuando pidamos conforme a su voluntad, claro está; pues como cita Santiago: «Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (Stg. 4:3). Por lo demás, el Soberano de nuestras vidas contestará la oración y sanará toda enfermedad, siempre y cuando forme parte de sus propósitos específicos.

Ahora bien, cuando el milagro no aparece, que es en la mayoría de los casos, los afectados se hunden en el desconsuelo, sintiendo que algo no funciona en sus vidas; pensando que carecen de fe, a la vez que brotan sentimientos de culpa por imaginar que esconden algún pecado desconocido, y por ello Dios no les sana. No son pocos los que después del fracaso engendran un resentimiento grande contra Dios; acogiendo en sus corazones cierta hostilidad, al considerar dudosas las promesas bíblicas, y generando así gran desconfianza en la Palabra divina.

El siguiente autor, en su ofuscación teológica, se pregunta: «¿Por qué los cristianos cuando se enferman no se ponen a gritar también delante de Dios y se levantan sanos dando ¡gloria a Dios! y reprenden un diablo mentiroso y traidor?»… Y concluye afirmando, que se si esto no es así, «quiere decir que falta fe» (Yiye Ávila, Sanidad Divina. Ed. Carisma, 1995, 11).

Esta solución rápida y fácil de la que hablamos, es un gancho perfecto para muchas sectas y movimientos seudo-cristianos. El autor carismático Yonggi Cho, hace constar lo siguiente: «Los sokkakakai (una secta japonesa no cristiana) tienen millones de seguidores. Es que ellos han sabido aplicar la ley de la cuarta dimensión, y han realizado milagros. Pero los cristianos sólo han hablado de teología y fe… Dios es un Dios de milagros. Por lo tanto, sus hijos nacen con el deseo de ver milagros, de realizar milagros. Si no ven milagros, no creen que su Dios sea tan poderoso… Leyendo la Biblia usted puede ampliar y profundizar sus sueños y visiones. Luego sostenga firme esos sueños y visiones, y ore, y espere con fe que el Espíritu Santo los haga realidad» (David Yonggi Cho, La cuarta Dimensión. Ed. Vida, 1994, 53). Aquí podemos apreciar que el autor recurre a una secta para confirmar la existencia de los milagros. Aunque, después, para disimular, utiliza la Biblia como elemento mágico, y al Espíritu Santo como el maravilloso «talismán» dispuesto a ejecutar todos nuestros deseos o ensoñaciones.

Si logramos leer entre líneas, observaremos que el principio por el que se rigen estos movimientos, no es por fe en la Palabra de Dios, sino por la necesidad de resolver un problema personal (físico o psíquico). Como bien podemos notar, muchas veces la actitud egoísta atenta contra la normativa bíblica: «El que quiera salvar su vida la perderá» (Lc. 9:24).

Contemplando el paisaje mundial, observamos que cada día son más numerosos los movimientos carismáticos extremos que incluyen elementos de los círculos paganos. Y entre otras corrientes, es el «misticismo oriental» el que parece estar de moda… En cualquier caso, podemos declarar que las visiones, las fantasías, el pensamiento positivo o la visualización, son sólo meras técnicas de psicología barata. Admitamos que por mucho que utilicemos nuestra imaginación, poseamos una mentalidad positiva, o una ingenua súper fe (fe en nuestra fe), no tiene el porqué producirse ningún milagro, puesto que en el ser humano no hay poder sobrenatural. Y tampoco pretendamos utilizar al Espíritu Santo a nuestro antojo, puesto que Él es Dios y no el mago Merlín.

Estos reglamentos de ensoñación ya los contemplaba el predicador en la antigüedad: «Donde abundan los sueños, también abundan las vanidades» (Ec. 5:7).

Es cierto que no debemos negar las sanidades instantáneas (muchas de ellas inexplicables) que hoy se están produciendo en algunas reuniones carismáticas. Y aunque es verdad que no podemos cuestionar la sanidad evidente y sobrenatural, no obstante sí que deberíamos de investigar concienzudamente los acontecimientos que envuelven a tales milagros, las instrucciones bíblicas mencionadas, los procedimientos por los que se ha efectuado la sanidad, el trasfondo espiritual de la mediación (recordemos que Satanás hace maravillas), y luego las consecuencias que ello pueda acarrear.

No parece una postura sabia atribuir todo a Dios, sin primero discernir los espíritus…

La providencia divina

En esta línea, y aun creyendo con firmeza que Dios opera sobrenaturalmente, es necesario definir bien los milagros y el proceder de nuestro Señor a través de ellos.

Para comprender bien la doctrina de los milagros o sanidades, en ningún caso hay que confundir el «milagro» (acto sobrenatural) con la «providencia divina». En esto, la Escritura nos enseña que nuestro buen Padre ve de antemano, y provee para cubrir nuestras necesidades, o en su defecto promete guiarnos en la necesidad. Así, la providencia divina incluye la dirección y el control que Dios ejerce a través de los acontecimientos normales de la propia vida, de manera que sus propósitos se cumplan en el ser humano. Ahora, si ocurre el milagro, éste se sucede por medio de la providencia, pues la actuación milagrosa hoy por hoy no constituye una señal mesiánica, ni confiere autoridad apostólica a nadie; se rige sólo por la voluntad de Dios para la persona en particular. Entonces, si el Señor quiere, se producirá el milagro, pero siempre bajo su providencia; y a lo mejor utilizando los recursos naturales que Él mismo ha creado, que puede ser en la mayoría de las ocasiones.

En lo que se refiere a la vida espiritual, por lo general el extremo carismático parece fundamentar su doctrina y práctica cristiana en los milagros, sin tener en cuenta la providencia divina. Así lo manifestaba el mago de las finanzas Benny Hinn: «Cuando los milagros comienzan a pasar en su vida, usted empezará a afectar e influir en las personas para Dios». Y sigue diciendo, en esta arrogante declaración: «La unción va a ponerse tan grande que nosotros veremos señales y maravillas como los encontrados en Hechos. Ésa es mi oración hoy, que cada uno se sanará» (Benny Hinn, Rise & Be Healed. Celebration Publishers, 1991, 45,46).

Pongamos especial atención, pues, en aquellos líderes que promocionan sus promesas milagrosas, porque no son pocos los que limitarán su cristianismo a los milagros, sin importarle la sana doctrina; haciendo creer que estas señales pertenecen a Cristo, cuando el mismo Señor les dirá: «Nunca os conocí (nunca fueron salvos); apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mt. 7: 23). Igualmente esta declaración leída se ajusta al perfil de generación que predijo el Señor Jesús: «La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada…» (Mt. 12: 39).

Como ya hemos considerado, nuestra fe se halla fundada en la doctrina apostólica, no en los hechos, los milagros, o las visiones proféticas. Y no podemos admitir que estas señales deban acompañar a la predicación del Evangelio, porque a Jesús le vieron hacer muchos milagros, pero la gran mayoría no creyó en Él (lo crucificaron). Por ello, visto en términos generales, el Evangelio no necesita ser reforzado por sanidades o milagros, que correspondieron al periodo mesiánico; máxime cuando la Palabra de Dios está hoy tan extendida.

Recibamos el principio bíblico, pues el incrédulo no se convierte por ver los milagros, sino por la fe; éste es el requisito, como ya venimos reiterando. «Bienaventurados los que no vieron, y creyeron» (Jn. 20:29).

LAS SEÑALES APOSTÓLICAS

A continuación destacaremos algunos versículos, si bien no incluiremos comentario alguno, ya que por sí mismos arrojan la suficiente luz como para aceptar que estos dones fueron las SEÑALES mesiánicas que confirmaron la autoridad apostólica en los tiempos del nacimiento y expansión de la Iglesia de Jesucristo, el Mesías; y por lo tanto, la acreditación necesaria de los apóstoles (apóstol significa enviado) para inaugurar y presentar una nueva época de gracia en la historia de la Humanidad.

«Y estableció a doce (APÓSTOLES), para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar demonios» (Mr. 3:14,15).
«Y muchas maravillas y señales eran hechas por los APÓSTOLES» (Hch. 2:43).
«Y teniendo asidos a Pedro y Juan (APÓSTOLES) el cojo que había sido sanado…» (Hch. 3:11).
«Y por la mano de los APÓSTOLES se hacían muchas señales y prodigios» (Hch. 5:12).
«Pedro (APÓSTOL) se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó (resucitó)» (Hch. 9:40).
«Dijo a gran voz (APÓSTOL): Levántate derecho sobre tus pies. Y él se levantó y anduvo» (Hch. 14:9,10).
«El cual daba testimonio a la palabra de su gracia, concediendo que se hiciesen por las manos de ellos (APÓSTOLES) señales y prodigios» (Hch. 14:3).
«Contaban cuán grandes señales y maravillas había hecho Dios por medio de ellos (APÓSTOLES) entre los gentiles» (Hch. 15:12).
«Se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su cuerpo (APÓSTOL) y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían» (Hch. 19:12).
«Y aconteció que el padre de Publio estaba en casa, enfermo de fiebre y de disentería; y entró Pablo (APÓSTOL) a verle, y después de haber orado, le impuso las manos y le sanó» (Hch. 28:8,9).
«Y le dijo Pedro (APÓSTOL): Eneas, Jesucristo te sana» (Hch. 9:34).
«Con todo, las SEÑALES DE APÓSTOL han sido hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros» (2 Co. 12:12).
«Testificando Dios juntamente con ellos (APÓSTOLES), con señales y prodigios y diversos milagros y repartimiento del Espíritu Santo según su voluntad» (He. 2:4).

Como se puede apreciar en los textos mencionados, el horizonte bíblico es más que concluyente. No hay ninguna mención en el Nuevo Testamento, acerca de otros cristianos, aparte de los apóstoles de Jesucristo, que realizaran curaciones, milagros, y demás prodigios.

En lo que se refiere a Lucas, quien recopiló y asimismo redactó el libro de Hechos, se sabe que fue un historiador riguroso, y sobre todo imparcial. Y es de esperar que si estas señales verdaderamente se produjeron entre los demás cristianos, sin duda alguna él lo hubiera escrito en su documento al noble Teófilo (destinatario de sus escritos). Por otra parte, Lucas fue médico, y el apóstol Pablo le presenta a sus colaboradores como médico, por lo que entendemos que siguió ejerciendo su profesión, y aplicando de tal manera sus conocimientos médicos.

Además, existe un detalle que debemos tener presente: si las sanidades o prodigios eran realizados a través de la práctica habitual entre los cristianos (sin ser apóstoles) del primer siglo, parece incoherente, además de absurdo, que Pablo hubiera apelado a los milagros que él efectuó para demostrar su apostolado, como se observa en Efesios 12:11,12. Si así lo hizo, fue porque estos milagros se manifestaban sólo entre los que adquirieron la autoridad apostólica, incluyendo a algún colaborador directo del apóstol Pablo, como fue el caso de Bernabé, al cual también se le llama apóstol (Hch. 14:4).

En definitiva, no hay referencia alguna en las cartas del Nuevo Testamento, por parte de los creyentes del primer siglo (con la excepción de los apóstoles) que efectuaran prácticas sanadoras. Igualmente vemos que no existe prescripción bíblica alguna para que los líderes de las iglesias realicen milagros o curaciones. Tampoco este requisito se presenta como exigencia o recomendación para el nombramiento de ancianos o pastores.

Recordemos: «Las SEÑALES DE APÓSTOL han sido hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros» (2 Co. 12:12).

TEXTOS BÍBLICOS SOBRE LAS SANIDADES

Parece oportuno mencionar que el extremo carismático utiliza ciertos textos bíblicos aislados, que normalmente se manipulan para confirmar la enseñanza de las sanidades. Sin embargo, estas porciones bíblicas, como se demuestra desde una correcta hermenéutica, son seleccionadas arbitrariamente, y extraídas de su contexto para utilizarlas en apoyo de esta doctrina. Veamos algún ejemplo:

«Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades» (Is. 53:4). Aquí bien podríamos mencionar que Cristo no llevó algunas, sino todas nuestras enfermedades. Podemos pensar que si en la salvación recibida a través de la conversión, se puede aplicar esta promesa en su totalidad, el creyente no debería de padecer ninguna enfermedad. Y bien sabemos que muchos cristianos, a lo largo de la Historia, han sufrido de diversas y graves enfermedades. Y aceptamos que algunos de estos hermanos fueron pilares de grandes avivamientos cristianos, y no eran personas menos piadosas que aquellas que no padecieron enfermedades. Por lo tanto, esta gran contradicción unida a la ausencia de mención en el Nuevo Testamento, nos lleva a considerar que el texto está hablando en principio de una realidad espiritual; pero que a la verdad tendrá su perfecto cumplimiento en la eternidad, cuando nuestros cuerpos resuciten y sean glorificados. Tengamos a bien recordar que ahora disfrutamos de los primeros frutos, pero no de la cosecha.

«Por sus llagas fuimos nosotros curados» (Is. 53:5). Al igual que el anterior, éste es un texto muy utilizado para hacer apología de las milagrosas curaciones. Aunque, por el contrario, los apóstoles nunca emplearon este versículo para promocionar las curaciones físicas. Luego, la interpretación carismática que se suele hacer, no se fundamenta en los escritos apostólicos, y por consiguiente no posee ninguna credibilidad doctrinal. La Escritura enseña que la sanidad es, principalmente, espiritual; y la física está garantizada en un futuro –no muy lejano–, en el estado de glorificación perpetua, en la eternidad.

Ciertamente no podemos cuestionar que Dios continúe hoy haciendo milagros y sanando enfermos; pero antes bien, esto no es doctrina, sino el milagro obrado desde la providencia divina para su pueblo, según el propósito que Dios ha diseñado para cada persona.

«Y por cuya herida fuisteis sanados» (1 P. 2:24). Vemos aquí la declaración del apóstol Pedro (siendo judío) acerca de este versículo, como interpretación de las citas anteriores. Y si se lee el texto exento de prejuicios, se podrá observar que no dice: fuisteis sanados de enfermedades. De igual manera, si aplicamos la norma del contexto inmediato, el autor no menciona las sanidades corporales. Por lo cual, el versículo leído (según texto anterior y posterior) no ofrece el apoyo suficiente para defender esta doctrina. El autor apunta hacia el Antiguo Testamento (Is. 53:5) –entre otros motivos, porque el Nuevo todavía no había sido escrito–, para expresar esencialmente la sanidad espiritual. Aunque no descarta la sanidad física, claro está. Sin embargo, ésta comprende una proyección de marcado carácter futuro, como veremos más adelante. Así, y no de otra manera, pareció interpretarlo el apóstol Pedro en su carta.

«Mas a Jehová vuestro Dios serviréis, y él bendecirá tu pan y tus aguas; y yo quitaré toda (no algunas) enfermedad de en medio de ti (pueblo de Israel). No habrá mujer que aborte, ni estéril en tu tierra (pueblo de Israel); y yo completaré el número de tus días (propósito histórico)» (Ex. 23:25,26). Como ya hemos aclarado, Dios mantuvo promesas específicas en el Antiguo Testamento que fueron exclusivas para la nación de Israel; y con un propósito muy determinado: llevar a cabo su proyecto salvífico, utilizando la historia de un pueblo con el fin de que naciera el Mesías, Jesucristo, el Salvador del mundo. Sólo así se pudo efectuar la acción más importante en la Historia: morir en la Cruz por el pecado del ser humano. Para ello, se hizo necesario preservar al pueblo de enfermedades, evitando de esta forma que se extinguiera y así los planes divinos se vieran afectados en su cumplimiento profético. Aunque, no obstante, les determina unas condiciones para el servicio, pues quiere que su pueblo también colabore en este proyecto.

A partir del concepto expuesto, entendemos que cuando los planes de Dios se cumplieron en Cristo y en relación con su pueblo, ciertas promesas, así como también algunos aspectos de la Ley, quedaron invalidados.

En nuestra referencia anterior, destacamos que el Antiguo Testamento corresponde al cuadro preparatorio –al escenario–, y no a una estricta aplicación doctrinal para la Iglesia de nuestros tiempos.

«De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre» (Jn. 14:12).

Nos preguntamos si alguien ha realizado milagros mayores que los que hizo Jesús… Si observamos el acontecer de la era cristiana post-apostólica, advertiremos que no existe constancia alguna de que alguien haya resucitado muertos, multiplicado panes y peces, convertido el agua en vino, mostrado autoridad sobre las fuerzas de la naturaleza, entre otros evidentes hechos portentosos… Entonces, bien podemos preguntarnos: si este versículo no es aplicable a los milagros o sanidades que Jesucristo hizo, ¿a qué equivale, entonces, el término «obras»? Pues tiene que ver esencialmente con la salvación, esto es, con las obras de evangelización y su efecto positivo en la historia de la Humanidad.

Sin ir más lejos, podemos acudir aparte de la Biblia, también a la Historia, y contemplar las grandes obras de la antigüedad. En primer lugar observamos la gran labor evangelística, instructiva y pastoral, que hicieron los apóstoles –al margen de los milagros–, sin precedentes en el transcurrir del Cristianismo. Como además contemplamos la regeneración de miles de convertidos por la Iglesia Primitiva: una verdadera obra milagrosa. Sin perder de vista que el avivamiento de la Iglesia, a partir del s. XVI, también se desarrolló por medio de eficaces obras de evangelización, llevadas a cabo por fieles creyentes en Cristo. Y no podemos olvidar, tampoco, las grandes obras efectuadas por hombres y mujeres comprometidos con el Evangelio, en ciertos periodos y lugares del mundo, las cuales repercutieron favorablemente en beneficio de la Humanidad. Valga mencionar, como botón de muestra, la fundación de la Cruz Roja en 1864 por el suizo Jean Henri Dunant, motivado por sus convicciones evangélicas más profundas. Como parece evidente, nadie puede poner en duda los orígenes y la importancia de tan extraordinaria obra cristiana.

«Después de estas cosas, designó el Señor también a otros setenta, a quienes envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir… sanad a los enfermos (les mandó)… y decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (Lc. 10:1,9). Puede leerse todo el pasaje de Lucas. 10:1-12, para una mejor asimilación de su enseñanza general. En el v.1 se recoge la verdad de que Jesús escogió sólo a 70. Y si lo hizo, fue porque había más (una multitud le seguía) y sólo les dio autoridad a ellos (los 70). ¿Esta decisión trascendía a todos los demás discípulos? Por el contexto vemos que no. ¿Y a nosotros, los cristianos? El texto no lo dice. Como norma exegética, no se puede decir lo que el texto no dice. Bien, el mandamiento o ministerio dado por Jesús a los 70 discípulos, fue a 70, no a 200. Si el Señor quiso darles la autoridad sólo a estos 70, no podemos cuestionar, en modo alguno, la acción de Jesús en aquel momento. En ninguna ocasión observamos que Jesús dijese que podríamos transferir esta autoridad, ni a los demás discípulos, ni a los cristianos de nuestra época, como tampoco lo menciona Lucas. Además, si los escritores del Nuevo Testamento no se apropiaron de este pasaje para enseñar la doctrina de las sanidades, no caigamos en la imprudencia de hacerlo nosotros.

¿Cuál fue el propósito de este particular ministerio? La segunda parte del v. 1 lo aclara: «Les envía (a ellos) delante de él (Jesús) a toda ciudad y lugar adonde él (Jesús) había de ir». Y aquí debemos establecer un punto final. Parece comprensible que en aquel momento histórico se hiciera imprescindible un ministerio especial para PREPARAR los lugares donde posteriormente Jesús tendría su ministerio. Los 70 eran, por tanto, precursores del Mesías que anunciaban la venida del Reino, preparando así el terreno donde el Rey iría posteriormente. El ministerio era similar al de Juan el Bautista (preparar el camino); aunque a la verdad, la persona de Juan el Bautista hoy no despierta ningún interés, porque al parecer no echó demonios, ni hizo sanidades…

Los 70 anunciaron al pueblo de Israel un mensaje de preparación, porque el Mesías prometido venía a predicarles el Reino. Pero, a saber, los judíos de aquel tiempo eran un tanto escépticos; ¿por qué iban a hacer caso a un simple anuncio? Por ello, se hacía casi obligatorio demostrar con evidencias mesiánicas lo que estaban proclamando; y ¿cómo? Pues efectuando curaciones físicas, ya que éstas eran las señales mesiánicas que los judíos estaban esperando, y por eso Jesús les mandó: «Sanad a los enfermos» (v.9), pero nada más. Es cierto que para el pueblo de Israel las sanidades acompañarían al Mesías; pero en ninguna parte de la Biblia se afirma que deban acompañar a la Iglesia de nuestros tiempos. Ellos (los 70), en aquel momento, necesitaban unas credenciales, como representantes del Mesías judío, para que su testimonio verbal se viera rubricado por unos hechos (curaciones) que los identificara –según el contexto histórico– con el Mesías profetizado al pueblo de Israel. Pensemos también que Jesús les otorgó autoridad a los doce, antes de hacerlo con los 70.

«Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará…» (Stg. 5:15). Aquí encontramos otro versículo más, que si lo tratamos de forma aislada, puede parecer que en sí mismo apoye la doctrina de las sanidades. Estamos de acuerdo en que el Señor sana, pero como bien señala el texto lo hace a través de la oración, y no por medio de ningún don específico. Dios puede curar enfermedades, y pensamos que hoy día lo sigue haciendo, pero no bajo el brillo de los espectáculos, en fechas señaladas, o en función de individuos que reciben la gloria; por lo menos el versículo no lo refleja de esta manera. Más bien, la curación (siempre que sea voluntad de Dios para la persona) se realiza como resultado de la humilde oración de su pueblo, y no se halla en la Biblia todo el montaje que se suele ofrecer en los círculos carismáticos extremos.

También hay que saber que la carta de Santiago se escribió en un contexto judío (tengamos presente lo dicho anteriormente –las promesas al pueblo de Israel), por lo que el método de «ungir con aceite» (v.14) suponía una práctica habitual en el Antiguo Testamento, y por tal motivo no se menciona en los demás escritos del Nuevo Testamento. La pregunta es: ¿Dónde se hallan los otros procedimientos extra-bíblicos?

«Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán» (Mr. 15: 17,18). Seguramente muchos habrán pensado en este pasaje para desacreditar lo hasta aquí mencionado. Y es cierto, este versículo es el punto de encuentro donde confluyen la mayoría de carismáticos para fundamentar estas doctrinas: el don de lenguas, echar demonios, sanar enfermedades, y demás enseñanzas…

El texto bíblico mencionado se encuentra situado en el pasaje de San Marcos 16:9-20, del cual hoy se estima, a tenor de las investigaciones que ha realizado la llamada Crítica Textual, que dicho pasaje no aparece en los documentos más antiguos que poseemos del Nuevo Testamento. Este pasaje, al parecer, resulta ser una interpolación, esto es, un texto que se añadió en las copias que se confeccionaron y se fueron transcribiendo de los manuscritos originales. Y por las indagaciones realizadas en el ámbito de la investigación bíblica, se deriva la conclusión de que el texto no se encontraba en los documentos originales, que son los que fueron inspirados por el Espíritu Santo y, por consiguiente, los que disfrutan de indiscutible autoridad para todo creyente.

En definitiva, para la mayoría de eruditos este pasaje es considerado como una añadidura en los manuscritos bíblicos más tardíos, y por lo tanto ofrece serias dudas en cuanto a su inspiración.

Ahora bien, en el caso de que la Crítica Textual no tuviera la razón, cosa que humanamente es probable, y aceptásemos por tanto el pasaje como Palabra inspirada, pienso que tampoco hallamos ningún problema al respecto. El evangelio de Marcos es un documento de fecha muy temprana, y este mismo texto, con sus promesas mencionadas, ya se cumplió entre los apóstoles (que son los que hicieron las señales), como lo indica no sólo el final de Marcos, sino también los abundantes versículos que señalamos anteriormente acerca de las señales apostólicas, relatada en Hechos, principalmente.

EJEMPLOS QUE INVALIDAN ESTA DOCTRINA

La enfermedad para gloria de Dios

Partimos de una premisa bíblica importante: la enfermedad no es algo malo en sí mismo, ni producto de los demonios, como algunos defienden. Muy al contrario, el Señor puede utilizar todos los desajustes de la vida para su propia gloria, encauzando las aflicciones como elemento de gran bendición para sus siervos. El aguijón de Pablo parecía una muestra palpable de ello. Él mismo acudió varias veces a Dios para librarse de su problema personal. Sin embargo, la divina respuesta fue contundente: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co. 12:9).

El caso más significativo lo encontramos en la grave desventura que tuvo que experimentar el incomprendido Job. Aun con toda su tribulación, observamos en el relato que la prueba repercutió finalmente en gran beneficio espiritual para su vida (y también material). La enfermedad, así como las circunstancias catastróficas que padeció, no fueron producto de ningún pecado, o de varios demonios que instigaban las carnes del pobre Job. Lo que verdaderamente experimentó este gran héroe de la fe, fue una intensa prueba, y Dios utilizó a Satanás para así probarle. La enfermedad y su tragedia fueron originadas con el permiso divino. Y el resultado de pasar por aquella profunda lección, por un lado resultó en la glorificación del Creador, y por el otro en la perspectiva correcta que el mismo Job adquirió de su propia persona delante de Él.

Así es, aquellos cristianos que pasan por pruebas importantes (incluida la enfermedad), alcanzan la posibilidad de adquirir una perspectiva más adecuada de Dios y de ellos mismos. Una vez superada la prueba, el creyente se apercibe de la grandeza del Señor y de su propia pequeñez, al tiempo que resalta el contraste entre la perfecta santidad divina y la gran imperfección del cristiano, por muy virtuoso que éste sea.

Por otro lado, el apóstol Pablo, dirigiéndose a los gálatas, les recuerda lo siguiente: «Pues vosotros sabéis que a causa de una enfermedad del cuerpo os anuncié el evangelio» (Gá. 4:13). Aquí, la contradicción resulta del todo manifiesta. Si entendemos que las enfermedades las causan los demonios, no tendríamos más remedio que aceptar a los demonios como colaboradores en la extensión del Evangelio… Así pues, observamos que el mismo apóstol Pablo sufrió enfermedades y no pocas penalidades, pero no utilizó sus dones para librarse; más bien pareció asumir toda situación de conflicto con plena serenidad. De tal manera, la enfermedad de Pablo, según texto leído, no poseyó ninguna connotación negativa; todo lo contrario, fue un medio utilizado por Dios para la bendición de su propia persona, así como de su ministerio cristiano.

El caso de Timoteo (colaborador de Pablo), quien tuvo que padecer varias enfermedades, resulta aleccionador. En esta ocasión, el apóstol se limita a ofrecerle un remedio de tipo casero: «Bebe un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades» (1 Ti. 5:23). Y Pablo no le recomienda que realice una reunión de milagros o exorcismos para su posible curación, ni apela a ningún versículo de la Escritura para enseñarle dicha doctrina. Leamos con sentido, porque si Timoteo padecía de varias enfermedades, podemos bien preguntarnos, ¿cuántos demonios tenía Timoteo…?

Epafrodito (fiel hombre de Dios) también estuvo gravemente enfermo, y al parecer fue el Señor quien le sanó directamente: «Pues en verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él…» (Fil. 2:27). Notemos cómo aquí tampoco se utilizaron personas «ungidas» con dones para la sanidad de Epafrodito.

Padecimiento complicado el del fiel hermano Trófimo, colaborador en los viajes de Pablo, que tuvo que permanecer en la ciudad de Mileto a causa de una enfermedad, y no pudo seguir acompañando a Pablo: «A Trófimo dejé en Mileto enfermo» (2 Ti. 4:20).

Con la lectura de estos versículos, ya comenzamos a observar que en la Iglesia creciente no todos los enfermos eran sanados. Al parecer, las señales mesiánicas ya no eran tan necesarias para la propagación del Evangelio, y éstas van siendo remplazadas por la «predicación apostólica».

Al igual que estos ejemplos, reconocidos siervos de Dios (Martín Lutero, Juan Calvino, Carlos Spurgeon, Juan Bunyan, y otros muchos), a lo largo de la historia de la Iglesia, han sufrido dolencias físicas y desajustes psicológicos; y nunca los han atribuido a los demonios personalizados, y en tales casos tampoco a pecados particulares. En sentido inverso, las enfermedades han constituido una prueba «en la debilidad», y han proporcionado principios de maduración espiritual en el creyente fiel, contribuyendo en gran manera a la propia glorificación de Dios. No son pocos los que han sobrellevado la enfermedad con toda paciencia y dignidad, y no han recurrido a ningún evangelista sanador para ser curados. ¿Por qué, entonces, reprender a la enfermedad y a los demonios que la producen? ¿No es mejor poner en manos del buen Padre celestial todas las enfermedades, y demás infortunios, para que pueda guiar nuestros pasos según sus sabios e infinitos designios?

Una vez más recordemos el texto bíblico: «Porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co. 12:9).

La restauración final

Parece correcto, además de bíblico, admitir que la curación de las enfermedades, sean físicas o mentales, está plenamente garantizada para un futuro, esto es, cuando Jesucristo regrese para poner fin al presente estado de cosas. Entonces, declara la Escritura, y no ahora, la restauración será perfecta y nuestra salvación completada de una forma integral. Ya no habrá muerte, ni dolor, ni enfermedad de ningún tipo.

Es en el retorno de Cristo, en el cual nuestros cuerpos experimentarán una especial transformación, conforme a la imagen del cuerpo de Jesucristo: «El cual (Jesús) transformará (futuro) el cuerpo de la humillación nuestra (incluido enfermedades), para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil. 3:21). «El que levantó (Dios) de los muertos a Cristo Jesús vivificará (futuro) también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Ro. 8:11). «Esperando (futuro) la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Ro. 8:23). «Y ya no habrá (futuro) muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4).

Una vez leído los versículos, no hay lugar para la confusión acerca de nuestra futura restauración física. Aunque, no obstante, como venimos recalcando, tampoco se pone en duda las sanidades que el buen Padre pueda hacer hoy (Él es omnipotente) bajo su providencia divina.

Ahora, lo que bíblicamente comprendemos, es que Dios obra de forma directa y sólo en casos determinados; y siempre y cuando la curación forme parte de sus propósitos concretos para la persona que la recibe. Es cuestionable la intermediación humana, puesto que, como hemos visto en la Escritura, tales prácticas sanadoras no se demuestran entre los cristianos (con la excepción de los apóstoles). Por lo demás, debemos aceptar, ante todo, a una iglesia que actúa por fe y no por vista; que humildemente busca a Dios en oración, con ruegos, con lágrimas, y sobre todo, con la confianza absoluta en sus fieles promesas (sin desesperación).

A juzgar por los acontecimientos que nos rodean, estamos seguros de que si hoy algo necesita ser sanado, y de manera urgente, son los extremos de las prácticas carismáticas, que no hacen otra cosa que enfermar al pueblo de Dios y corromper la verdadera doctrina revelada una vez y para siempre en su Palabra eterna.

La contradicción carismática

Es significativo observar que cuando Jesús sanaba una enfermedad, les mandaba a sus discípulos «que nadie lo supiese» (Mr. 5:42). En cambio, según la doctrina carismática, cuanta más gente lo sepa mejor, pues las curaciones milagrosas deben acompañar a la predicación del Evangelio –según declaran–, para que de esta forma la gente obtenga más fe y así pueda aceptar el mensaje… Pero, esta declaración parece muy alejada del espíritu bíblico, que se manifiesta de forma contraria: la salvación es por fe, y no por vista.

Cabe preguntarse, ¿por qué el apóstol Pablo menciona el don en la carta a los Corintios? (1 Co. 12:31). Quizá los corintios entendían, en su afán de protagonismo, que el don de sanidades (todavía vigente entre los apóstoles) era uno de los más espectaculares, y por lo tanto, de mejor consideración entre los creyentes… Aunque, en contra de este pensamiento, dicho don correspondía más bien al nacimiento y configuración de la Iglesia; y a partir de Pentecostés, se exhibía sólo entre los apóstoles, como evidencia mesiánica de la venida del Reino. De hecho, los prodigios, las sanidades o los milagros, se relacionaban siempre con las señales mesiánicas; por lo que en una iglesia madura ya no son necesarias para la exposición del Evangelio, como parece indicar la ausencia de estos dones en las otras listas: véase Romanos 12 y Efesios 4.

¿Cómo explicar, que al igual que el don de lenguas, 1 Corintios sea la única carta donde se menciona este don? Cabría pensar que si estos carismas se hallan en la lista de 1 Corintios 12, entonces todos los cristianos podríamos tener acceso a ellos. Contrariamente, observamos en el Nuevo Testamento que el don de sanidades no se conoce a modo de práctica efectuada en las iglesias, por parte de ningún pastor o hermano con dicho carisma. Es comprensible pensar que la iglesia en Corinto, como niños en Cristo –según Pablo–, necesitaba ver y palpar, pues al parecer todavía no había ejercitado su fe lo suficiente.

Definitivamente, hoy día la Iglesia no precisa de manifestaciones visibles ni espectaculares; así como tampoco los escépticos al mensaje bíblico necesitan ver el «milagro» para creer en el Evangelio. Tanto la salvación del incrédulo, como la santificación del creyente, deben ser aplicados por la fe; pues el llamamiento bíblico se revela así: «Mas el justo por la fe vivirá» (Ro. 1:17).

Finalmente debemos preguntarnos: ¿Por qué verdaderos hombres de Dios, que han sido columnas y baluartes en la historia de la Iglesia, y de gran beneficio para el pueblo de Dios, no hablaron en lenguas, ni hicieron sanidades, y demás prácticas adicionales? ¿Acaso debemos dudar de su espiritualidad? ¿Eran creyentes de segunda clase? ¿Tal vez es que no tenían suficiente fe? ¿Por qué no se producen estos dones y manifestaciones en cristianos que son sinceros y que pertenecen hoy a denominaciones no carismáticas? ¿El Señor reparte los dones por sectores evangélicos?

De cualquier forma contemplamos cómo estos fenómenos ya se producían en tiempos de Jesús, se realizaban en su nombre, y no eran el resultado de ningún don espiritual; más bien constituían un fraude seudo-cristiano. Y el Señor les calificó de «hacedores de maldad», como se relata en Mateo 7:21-23.

No parece nada sorprendente el hecho de que a mitad del s. XX comience a extenderse el movimiento Carismático por el mundo. A este respecto, es preciso entender que el siglo XX inaugura una época donde la explosión de conocimientos es masiva; no sólo tecnológicos, sino de la propia psicología humana… A partir de este siglo es cuando las sectas han surgido con gran fuerza, y se han esparcido movimientos filosóficos y religiosos que antes no existían. Y no es de extrañar, como ya ocurrió en la iglesia de Corinto, que en muchos sectores evangélicos se hayan infiltrado ciertos elementos pertenecientes a estos ámbitos, y como resultado estén corrompiendo la sana doctrina con sus falsas enseñanzas y prácticas extra-bíblicas.

EXPLICACIÓN DE ALGUNAS SANIDADES

Consideramos que si las milagrosas curaciones que se realizan en los ambientes evangélicos extremos, producidas en reuniones o congresos especiales, son realmente de origen divino, entonces deberemos investigar bien si los procedimientos que se siguen son acordes con las enseñanzas generales de la Palabra de Dios. De no ser así, tal vez suceda que estos supuestos milagros resulten ser solamente el producto de la sugestión mental; o quizá la consecuencia de un fraude; o en los casos más graves: milagros de origen demoníaco.

El origen divino

Podemos contemplar en los textos de la Escritura, y en periodos históricos concretos, diversas sanidades realizadas directamente por intervención divina. Pero, lo que efectivamente no encontramos, es el montaje extremista que se produce en ciertos sectores carismáticos. Visto el panorama, para muchos el milagro de la sanidad no se plantea como una cuestión de fe, sino más bien de «suerte». Y no pocas personas acuden a estos actos con gran inquietud, desasosiego e incertidumbre espiritual, esperando que la «fortuna» les acompañe. Y si se habla de Dios, es más bien como si fuera una especie de amuleto que trae suerte. Es como si aguardasen que el truco de magia que va a realizar el «milagrero» funcionase con ellos… Y es más, se olvidan del pasaje bíblico: «Jehová es mi pastor; nada me faltará… Aunque ande en valle de sombra o de muerte, no temeré mal alguno…» (Sal. 23).

Nos preguntamos, ¿por qué Dios debería de sanar en una campaña de milagros, a una hora específica, en un lugar establecido, y bajo las formas arbitrarias de un individuo en particular? ¿No es esto arrogancia y presunción? Si Dios es nuestro Pastor, no nos preocupemos tanto, pues Él mismo irá en busca de sus ovejas para sanarlas y confortarlas espiritualmente; y si así lo decide, también incluirá la curación física. Ésta, y no otra, es la verdadera experiencia de fe que todo cristiano debe aceptar en su devenir cotidiano.

Una vez más volvemos a repetir que Dios puede sanar enfermedades, y de hecho lo hace (según su propósito), y sin necesidad de espectáculos o por medio de individuos determinados, que por cierto se llevan la gloria, aunque ellos digan que no o digan ¡gloria a Dios! Para buena muestra de ello, sirva la siguiente declaración: «Cada noche tenemos nuestra hora familiar. Mis hijos le aman a usted y nunca la olvidarán. Nunca dejan de hablar de la señorita Kuhlman» (Kathryn Kuhlman, Yo Creo en los Milagros. Ed. CLIE, 1987, 41). Nos resulta altamente llamativa la frase «nunca dejan de hablar de…». Pese a que muchos «sanadores» afirmen lo contrario, ellos son objeto de constante gloria por parte de las multitudes que asisten a sus reuniones; y esto, indudablemente, resta gloria al Dios eterno, que es el único merecedor de ella.

Para comprender la sobrenaturalidad de las curaciones, debemos recordar el concepto de providencia ya explicado en este capítulo, y entender que si el Señor realiza curaciones físicas hoy, no es para demostrar la venida del Mesías por medio de las señales mesiánicas, ni para conferir autoridad apostólica a nadie. Simplemente Dios sana, bien sea de forma sobrenatural, o por medio de los procesos naturales, en función de sus determinados decretos para cada individuo.

Como hemos visto, la enfermedad puede ser utilizada en muchas ocasiones y circunstancias especiales, sobre todo para probar el amor del creyente y su fidelidad a Dios; como, asimismo, también juega un papel decisivo en su maduración espiritual. Y aunque ahora no comprendamos este necesario proceso, y así tengamos que sufrir todo tipo de dolencias, no debemos en ningún caso desesperar; pues estamos seguros y confiados de la presencia de nuestro buen Pastor, ya que Él está pendiente de todas nuestras necesidades. Así lo enseñó Jesucristo en Mateo 6:8.

Curación aparente

Hemos de advertir, además, que existen numerosos casos donde el engaño resulta evidente; en los cuales se preparan personas (aparentemente enfermas) para que, en campañas o cruzadas de sanidades, reciban el esperado milagro. Y esto se realiza con la excusa de que el espectáculo no fracase, dado que la gente tal vez puede perder la fe si no ve los hechos portentosos que demuestren el poder de Dios.

Igualmente el desespero con el que algunos acuden en busca del milagro que solucione su problema personal, se percibe más bien como un acto de cierto egoísmo, que no de confianza en Dios. Y esta disposición frenética, que desea adelantarse a los propósitos eternos del Creador, lo único que favorece es la elaboración de fraudes. Así pues, pretender que «las piedras se conviertan en pan (aquí y ahora)» (Mt. 4:3), representa una actitud que resta fe en el Todopoderoso, y en cualquier caso ésta se desplaza hacia el «ungido sanador», creando así la esperada ocasión para que pueda aprovecharse, sin piedad alguna, de las necesidades del corazón afligido.

Aparte de la gloria personal y del reconocimiento que estas reuniones conllevan para el «personaje» en cuestión, también es importante señalar que detrás de todos estos fraudes está el señor «dinero», que utiliza la charlatanería siempre dispuesta a engordar el bolsillo de sus representantes… a costa de empobrecer el bolsillo ajeno, claro está. Por ello existe la costumbre de pedir oración a cambio de una ofrenda, creyendo que la oración del «milagrero» goza de un poder mágico que obra el prodigio, o que Dios atenderá de forma especial al citado sanador porque éste resulta ser más santo, o porque al parecer goza de una conexión pontífica de parte del Altísimo. No nos engañemos, sólo Jesucristo es nuestro Sumo Pontífice, esto es, el único puente entre Dios y el hombre, como cita Hechos 4:12.

Siguiendo el hilo de lo hasta aquí expuesto, recuerdo que en cierta ocasión estaba contemplando un vídeo sobre cierta campaña de milagros y sanidades, realizada por uno de los carismáticos de referencia en Norteamérica: Benny Himm, el cual ya hemos nombrado. El suceso al que quiero aludir, ocurrió cuando tres hermanos sordos de nacimiento, por herencia del padre, pudieron escuchar con toda claridad a causa de la milagrosa curación que se efectuó en dicha campaña. Esta familia, por su procedencia, atuendo y aspecto físico, parecía ser bastante pobre y con gran necesidad (la situación de precariedad económica ofrece una buena oportunidad para comprar las supuestas curaciones de las personas). Ya me parecía un tanto sospechoso; pero al ver la escena, y observar meticulosamente todos los detalles, comprendí el mayúsculo fraude que se estaba produciendo. En este caso, si analizamos la dolencia desde el ámbito médico, comprobaremos que es poco frecuente la transmisión heredada de la mencionada enfermedad. Y lo más excepcional que pueda suceder, es que los tres hermanos sean sordos de nacimiento. Pero lo más interesante resultó cuando el evangelista-sanador puso sus manos sobre los oídos del infante… Después de hacer unos aspavientos y dar por finalizado el milagro (sanidad), se situó detrás del niño y comenzó a dar palmadas en ambos oídos. El pequeño asentía con la cabeza –con cierta sonrisa– queriendo decir que oía las palmadas. Seguidamente, lo más asombroso fue contemplar el rostro del niño cuando recibió la aparente curación, en el cual no había ninguna expresión de cambio o alteración; cosa muy extraña, pues si realmente hubiera sucedido el milagro, desde el acto de no oír absolutamente nada –desde el nacimiento–, a pasar a escuchar en un instante los gritos de júbilo y de ¡gloria a Dios! manifestados tras la sanidad, se hubiera ocasionado una conmoción psicológica tremenda, pues se deduce que el subconsciente del niño no reconoce las voces o los sonidos (al no haberlos escuchado nunca), y se habría producido, como es normal, una lógica y significativa reacción; con lo que, de alguna manera, el inocente chiquillo hubiera reflejado en su cara cierto estado de asombro, de cambio o de estupefacción. Si bien, aceptando que los niños son básicamente ingenuos, parece comprensible que el tal no tuviera la capacidad para realizar teatro, sino que actuó con toda naturalidad, siendo prueba de que ese milagro no fue sino un fraude en toda regla.

Resulta curioso observar que en todas estas reuniones, las sanidades son realizadas de una manera escondida, entre bastidores, con muy poca evidencia; y si hay alguna, nunca mostrada de forma clara y transparente. Los episodios transcurren entre la verdad y la mentira, entre lo milagroso y lo psicológico, lo creíble y lo increíble; entre las enfermedades imaginarias y las aparentes sanidades. Y todo ello revestido de duda, sospecha e incertidumbre. Con razón dice el texto: «Aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas» (Jn. 3:20). Es cierto, los sanadores y milagreros del movimiento de Señales y Prodigios, realizan sus portentos de una forma muchas veces casi ridícula. Leía en algún artículo: Billetes de dólares que se convierten en 20 dólares; paños milagrosos que son ofrecidos a cambio de ofrendas; animales muertos que resucitan; lavadoras estropeadas que vuelven a funcionar… entre otros dudosos prodigios mágicos, que en definitiva son absurdos y difíciles de creer.

Por otra parte, es preciso resaltar la «única esperanza» que estas jornadas milagreras representan para muchos, que acuden a ellas buscando una urgente solución a su problemática personal. Y puede ocurrir, además, que si estas promesas propagandísticas de sanidad quedan incumplidas, el propio acto no solamente sea inútil para los asistentes, sino que también genere en ellos una gran decepción contra Dios, que en muchas ocasiones resulta irreparable. Y esta contrariedad puede comportar, como es de esperar, un endurecimiento en lo que respecta al mensaje de la Palabra. Es de suponer que de no producirse el tan esperado milagro, el consiguiente sentimiento de culpa, desconsuelo y rebeldía que ello puede comportar, alcance unas repercusiones verdaderamente trágicas… En tal caso, la primera ilusión que se ha originado en el espectador, sólo desemboca en desilusión, fracaso y frustración; y lo más grave es que a ello se le puede añadir un resentimiento amargo contra el buen Padre celestial.

Sanidad psicológica

Visto desde una perspectiva médica y psicológica, debemos saber que la mente adquiere un poder extraordinario sobre el cuerpo. Así, el 100% de las enfermedades poseen un claro componente psicológico, y se estima que más de un 50% de las dolencias físicas son causadas por desajustes de origen psíquico. Este particular fenómeno se conoce con el nombre de «enfermedades psicosomáticas»; muchas de ellas son tratadas en el ámbito médico, y la mayoría se solucionan sin recurrir a ninguna sesión de milagros. Se presume que cuando la enfermedad tiene su origen en la «psique» de la persona, y así se aplican unos métodos psicoterapéuticos adecuados, la enfermedad del cuerpo (que sólo es una proyección del problema psicológico) desaparece, y no porque se haya obrado ningún milagro, sino sencillamente porque se ha resuelto la razón principal del problema, que estaba radicada en la psique.

También, cabe decir que toda persona con una enfermedad de causa psíquica que deposite su confianza en algún método o curandero, y crea firmemente que va a ser sanada (sea un tele-predicador o la virgen de Lourdes), obtendrá posibilidades de conseguir la curación, debido a la propia fe que ha depositado en ese método o persona. Y el maravilloso resultado que se produce, no es otra cosa que la consecuencia de aplicar lo que en términos psicológicos se denomina la autosugestión mental. El «efecto placebo» está suficientemente probado en el ámbito médico experimental. Así, cuando existe un problema interno, el cerebro segrega una serie de sustancias especiales que estimulan las endorfinas naturales de nuestro cuerpo. Éstas son sustancias bioquímicas que se producen por una estimulación de los neurotransmisores cerebrales. Y tal estimulación se puede provocar por alteraciones mentales y otros métodos que consigan modificar el estado psíquico de la persona. Así, las llamadas endorfinas gozan de una extraordinaria capacidad para reestablecer cualquier desequilibrio psico-físico de nuestro organismo. Este proceso natural está demostrado en el ámbito de la investigación científica, y desde luego no se atribuye a ningún milagro, en todo caso al milagro de la vida que Dios ha implantado en nuestra propia psico-biología humana.

En lo que se refiere a las sanidades, por desajustes esencialmente físicos, igualmente puede suceder que en unos momentos de euforia, o de éxtasis emocional, el cuerpo obtenga fuerzas extras (excesivo aumento hormonal), y entonces, debido a que la mente es sobre estimulada a tal fin, sucede que el que está paralítico puede andar momentáneamente, el que está mudo casi le escuchamos hablar, y el que está ciego por momentos parece que ve. Sin embargo, cuando ha pasado el periodo de sobreexcitación, estas personas vuelven a su estado anterior, con la confusión correspondiente…

El origen demoníaco

Abordando el tema desde un planteamiento ocultista, es bíblicamente cierto que existen fuerzas diabólicas con poderes sobrenaturales para originar toda clase de prodigiosas curaciones. Y no es sorprendente, porque el mismo Satanás «se disfraza como ángel de luz» (2 Co. 11:14). Él es falsificador de la Verdad, y debemos saber que la mayoría de los milagros que se presentan como si proviniesen de Dios –la Luz–, y que se realizan en el nombre de Jesús, en realidad provienen de las tinieblas más oscuras: «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor… en tu nombre (en el nombre de Jesús) hicimos muchos milagros… Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mt. 7:22,23).

En cierta ocasión escuché el testimonio de una mujer sobre la curación de su marido, la cual se produjo en una campaña de milagros. Ella contaba que posteriormente a la sesión milagrosa, el esposo (que había sido sanado de unos tumores) se veía sometido a unos fuertes cambios de carácter. Esta señora decía: «Es como si una fuerza superior se apoderara de él, como si el demonio le poseyera; se vuelve muy agresivo, hasta tal punto que queda exhausto y tiene que permanecer convaleciente en cama…». No pensemos que éste fue un suceso aislado, pues existen muchos otros casos en los que, después de haber recibido la sanidad física, las consecuencias psicológicas han sido mucho peores que la propia enfermedad. Y bien podemos preguntarnos, ¿a qué es debido? Pues a que Satanás es muy astuto, y sus servicios no son gratuitos, naturalmente; por el contrario, los hace pagar muy caros. En muchas ocasiones, lo que consigue es trasladar la enfermedad de la parte física a la parte espiritual (con lo cual sale ganando), ya que la esfera espiritual es trascendente, y contiene implicaciones eternas. En cambio, la esfera física, tal y como la poseemos ahora, no alcanza una proyección eterna, según cita 1 Corintios 6:13. Por lo tanto, en las enfermedades y sus curaciones fáciles, examinadas desde una concepción psicológica, hasta poder llegar a una intervención satánica, está en juego la relación espiritual del hombre con Dios y sus consecuencias eternas.

Satanás ofrece sus rápidas soluciones, pero con la condición de encadenar a los incautos que caen en sus garras, provocando con ello gran dependencia de ciertas prácticas y creencias anti-bíblicas, que asimismo roban la confianza en Dios (aumentándola en el sanador), falsifican la verdadera doctrina bíblica (fomentando la apostasía doctrinal), animan a los creyentes a buscar la experiencia (no la fe), y favorecen la glorificación del hombre (no de Dios).

Después de todas estas reflexiones, nos preguntamos: ¿De dónde provienen gran parte de los milagros que se producen en estos ámbitos? Aun sin ofrecer una respuesta generalizada a la pregunta, con todo, podemos llegar a una conclusión verdaderamente razonable: Ante la duda, abstenerse. «Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán señales y prodigios, para engañar…» (Mr. 13:22). No debemos ignorar, pues, las maquinaciones del enemigo, y así reconocer que hoy más que ayer se producen auténticas sanidades, pero que, no obstante, muchas de ellas son realizadas bajo el dominio de «las tinieblas» más profundas. «Inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos» (2 Ts. 2:9).

No son pocos los que personalmente conozco, dentro del ámbito carismático, que han admitido una sanidad o cierta experiencia trascendental, y a la vez he podido apreciar con claridad cómo su esfera psicológica y espiritual ha resultado gravemente dañada. Unos han quedado desequilibrados psicológicamente; otros continúan atados a doctrinas y prácticas bíblicamente impropias; algunos sufren importantes perturbaciones mentales o cambios de carácter; y también a muchos de ellos les suceden experiencias extrañas, y son objeto de fenómenos paranormales que los mantienen viviendo en constante temor e intranquilidad.

Estimado lector: confiar en ciertas reuniones, sanadores o métodos extra-bíblicos, es jugar con «lo oculto», y ello puede acarrear consecuencias graves e imprevisibles… Si usted padece alguna enfermedad, sea prudente y no caiga en la desesperación. Dios es su Pastor personal, y todavía prevalece su especial cuidado para con todos sus hijos. Él es fiel, y así lo promete en su Palabra. Por consiguiente, si nuestro buen Padre lo permite, usted sanará de la enfermedad; y si no es así, deberá seguir confiando en Él. Acepte de buen grado cualquier padecimiento, recibiéndolo como una prueba que al tiempo fortalecerá su fe y amor hacia el Salvador; siempre contemplada con un propósito de eternidad. Y no olvide de expresar un sincero agradecimiento, en sus oraciones, por las buenas cosas que seguramente Dios le ha concedido en su divina providencia.

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