La Biblia: La revelación de Dios escrita

En el capítulo anterior reflexionábamos en torno a la existencia de una revelación natural, que el hombre, a causa del pecado, sólo percibe limitadamente. Ahora bien, por voluntad divina, también gozamos hoy de una revelación especial de parte de Dios: las Sagradas Escrituras… No ignoramos, pues, que si el Creador se hubiera abstenido de mostrar su voluntad al ser humano, indudablemente éste andaría en completa oscuridad acerca de los asuntos eternos. Y por mucho que averiguase por sus propios medios, no alcanzaría en manera alguna a comprender los misterios inexpugnables que conciernen a los sublimes proyectos de Dios. Por esta razón fundamental, se hizo necesario determinar por escrito la Revelación divina. Distingamos con claridad, porque si no fuera por la información escrita que poseemos hoy, nuestro desconocimiento de la Historia sería completo. También, de muy poco serviría hoy el testimonio histórico que Dios ha revelado de sí mismo a través de los siglos, si éste no se hubiera logrado redactar. Con tal propósito se escribió la Biblia, el Libro de Dios, para que el ser humano pudiera disponer de la información divina en forma legible.

Entendamos bien el concepto, porque la manera en que el hombre se ha comunicado eficazmente entre sí, ha sido por medio de la escritura; que es donde a la vez se consigue plasmar un mensaje fiel, que no se olvide con el tiempo, sino que éste pueda conservar un carácter firme y permanente. Así que, si la Biblia constituye la revelación de Dios para el hombre, debemos admitir con toda naturalidad, que para poder preservar el mensaje, se hizo obligatorio su registro a través de la palabra escrita.

Sepamos, pues, que la Biblia es como una carta que Dios ha escrito a cada persona en particular. Es el pensamiento divino en forma escrita, y contiene toda la verdad que precisamos saber. Es un tesoro inagotable que el Todopoderoso ha puesto a nuestra disposición, donde revela su propio ser, al tiempo que manifiesta su buena voluntad. No parece nada extraño aceptar que sean muchos los que hoy creen fielmente en el mensaje de la Biblia, y los que por medio de ella han logrado conocer a Dios y a sus designios eternos.

Parece justo señalar, siguiendo esta misma idea, que el cristiano lo es debido al testimonio de Revelación bíblica, puesto que es precisamente donde ha encontrado su propia identidad, aparte del verdadero significado de su existencia. Así, la vida de éste halla su fundamento seguro e inamovible en la Palabra escrita de Dios, siendo para él su única norma de fe y conducta. Al mismo tiempo, se da cuenta de que su experiencia salvadora concuerda exactamente con el mensaje bíblico y salvador. Por tanto, para los hijos de Dios no existe más autoridad que la Biblia, pues no en vano sus firmes palabras se preservan por los siglos recubiertas de un carácter inmutable y eterno: «Mas la palabra del Señor permanece para siempre» (1 P. 2:25).

LA FIDELIDAD BÍBLICA

No aspiramos aquí a defender la veracidad de la Biblia, ni siquiera a corroborar su sagrado mensaje. La defensa de la Biblia se encuentra en sí misma… Además, visto desde el otro ángulo, el poder argumentar la falsedad de la Biblia constituye una tarea todavía por demostrar. Es cierto que mentes inquietas se han propuesto en descubrir la infidelidad del Libro sagrado; pero, a pesar de los esfuerzos realizados, finalmente han tenido que desistir. Otros, en cambio, han reconocido inevitablemente que la Biblia tenía razón. A saber, pese a todas las rigurosas y arduas investigaciones, no se ha logrado comprobar que los documentos bíblicos contengan falsedad alguna. Más bien parece ser todo lo contrario: cientos de profecías cumplidas y cumpliéndose, incontables promesas alcanzadas, abundantes pruebas históricas, y considerables descubrimientos arqueológicos, confirman fehacientemente la autenticidad de los relatos bíblicos.

De esta forma, los datos contenidos en los documentos sagrados, están suficientemente apoyados por la Historia, por la Arqueología, y también por la Ciencia. Y, por si fuera poco, el testimonio de millones de personas a lo largo de los siglos, ha demostrado que la Biblia es la Palabra fiel y verdadera de Dios. «Porque estas palabras son fieles y verdaderas» (Ap. 21:5), concluye el libro de El Apocalipsis.

Alrededor de cuarenta autores, entre ellos reyes, sacerdotes, profetas, pescadores o campesinos, redactaron sus escritos sagrados en diferentes momentos y lugares de la Historia, y a lo largo de cientos de años; influidos a la vez por diversos ambientes políticos y religiosos. Ellos escribieron cada uno en condiciones muy distintas, proporcionando como resultado 66 libros unidos en un solo tomo, con toda la excelencia del mensaje profético y salvador de Dios; aportando asimismo una perfecta unidad de pensamiento, completamente inalcanzable por la sola mano del hombre. En efecto, esta «unidad» tan precisa que la Biblia presenta en su mensaje, no hubiera sido posible sin la mediación de un acto sobrenatural: una prodigiosa intervención divina que facilitara la coordinación tan admirable que hallamos en los escritos sagrados.

Sepamos cuáles son los datos, porque sólo del Nuevo Testamento existen aproximadamente unos 5000 manuscritos, es decir, copias realizadas a mano de aquellos originales que fueron redactados por los apóstoles y escritores del Nuevo Testamento. Sería casi imposible que coincidieran con el mismo mensaje, frases, y hasta con las mismas palabras, si los textos originales no gozasen de suficiente credibilidad, puesto que fueron copiados en diversos lugares y épocas, y por diferentes personas, con culturas y lenguajes distintos. Ante cuadro tan definido, parece del todo irrazonable contradecir la veracidad de los documentos sagrados… Esta misma conclusión ya fue pronunciada por el salmista en su oración a Dios: «La suma de tu palabra es verdad» (Sal. 119:160).

Incluyendo todas las pruebas incuestionables que se pudiesen exponer, además el cristiano ha logrado experimentar la fidelidad de la Biblia en su propio corazón, comprobando no solamente su veracidad literaria, sino ante todo el poder transformador de su mensaje. Y no es distinta, precisamente, la forma en que también hoy la Escritura es utilizada por Dios para cambiar la vida de muchas personas. Luego, el poder del Espíritu Santo, que emplea su Palabra inspirada, sigue siendo todavía efectivo.

Definitivamente, los cristianos tenemos la seguridad de que la Santa Biblia es confiable, así como sus documentos fidedignos y autoritativos. Si por cualquier motivo, amigo lector, aún no ha comenzado a leer la Biblia, al igual que yo otros muchos le recomendarían que no deje de hacerlo, pues su sola lectura le convencerá por sí misma.

La Biblia es fiel, y hace que el cristiano lo sea también.

LA INSPIRACIÓN DIVINA

Partimos del requisito mencionado, porque si la Biblia constituye la Revelación especial de Dios, se hizo entonces indispensable su escritura, con el objeto de presentar al hombre el conocimiento exacto de todas las verdades que le eran ocultas. Con esta clara intención se preservó hasta el día de hoy el mensaje celestial, evitando que éste fuera olvidado, se extinguiera, o pudiera ser deformado por las diferentes opiniones humanas.

En relación con el tema, se destacan especialmente dos textos bíblicos que reafirman la autoría divina de la Revelación bíblica. El primero nos muestra que «nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 P. 1:21). Según este versículo, en la redacción de los textos sagrados estuvo la influencia del Espíritu Santo, que bajo su dirección guió a los autores humanos elegidos por Él mismo, para que de modo sobrenatural pudieran registrar el pensamiento de Dios en los documentos originales, sin cometer error alguno. Por todas éstas y otras razones, podemos aseverar que el origen de la Biblia es divino, aunque la intermediación sea humana.

Parece tener bastante sentido aceptar que la Biblia fue escrita por hombres y en el lenguaje de los hombres, porque si en verdad hubiera sido escrita por ángeles, como es natural no entenderíamos nada.

El segundo texto nos aclara que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Ti. 3:16). La Escritura Sagrada fue promovida por Dios mismo, y en la medida que supervisó los escritos originales recibieron el soplo divino, permitiendo así que el significado de las palabras pudiera cobrar vida en el corazón del ser humano. Dios es el autor, quien sopló aliento de vida en su Palabra, con el objeto de que todavía hoy el mensaje permanezca vivo y eficaz por la acción de su Santo Espíritu.

Ahora, no deberíamos en ningún modo confundir los términos expuestos. La revelación es el acto por el cual Dios da a conocer al hombre sus verdades ocultas. En cambio, la inspiración facilita el registro en forma escrita de la revelación divina, de manera perfecta y sin error. Y por otra parte también añadimos la iluminación, que es la luz divina recibida para comprender en su dimensión espiritual esa Revelación escrita.

Valoremos en su perspectiva correcta la intermediación celestial en todo el proceso, porque el pensamiento de Dios es perfecto, y si éste se transmitió a través del lenguaje humano, el cual es evidentemente corrupto, se hizo necesario entonces la guía, dirección y supervisión del Espíritu Santo, quien a su vez le otorgó vida al mensaje escrito. A todo ello hay que añadir la acción providencial y milagrosa de Dios, preservando así el mensaje de aquellos primeros escritos sagrados hasta nuestros días.

Si la Biblia representa la Revelación de Dios, sin duda alguna ha tenido que ser inspirada por Él. Sin una intervención milagrosa, parece del todo imposible que se haya logrado escribir tan extraordinaria información, que a su vez gloriosa y verdadera. Así, encontramos en la Biblia una obra divina que ha sido puesta en manos del hombre, para que disfrute con su lectura, y reflexione al mismo tiempo acerca de su valioso mensaje. La inspiración, pues, hace que la Biblia no sea un libro cualquiera, sino el Libro sagrado de Dios.

Una vez aceptada la procedencia de la Santa Biblia, por un lado hallamos en ella un mensaje natural, histórico, sapiencial y literario, que en buena medida todos podemos apreciar y conocer, sin que ello afecte a nuestra vida personal. Pero, no obstante, con esta simple disposición informativa, la Revelación de Dios escrita no tendría demasiada utilidad, ni cumpliría los fines para los cuales fue concebida. Sin embargo, para nuestra dicha, también existe un mensaje espiritual y revelador de las mismas realidades eternas. Y este mensaje especial, a la vez, resulta incomprensible mediante razonamientos naturales, como ya venimos recalcando. Antes bien, porque Dios es el autor, se precisa de la ayuda de su Espíritu Santo para discernir el alcance trascendental de la Palabra escrita. Por ello, no se requiere solamente una aceptación de la verdad bíblica a modo intelectual, sino sobre todo una identificación con su mensaje espiritual. Con esta postura expresada se relaciona al cristiano verdadero.

Porque la Biblia es inspirada por Dios, posee autoridad de lo alto y se sitúa por encima de toda autoridad humana… Bien podríamos garantizar que no es necesario aportar pruebas para demostrar la inspiración celestial de la Escritura, pues su simple lectura devocional llega a nuestro corazón con el sello inconfundible de la presencia de Dios. El mismo Señor afirmó: «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn. 6:63).

La Biblia es inspirada por Dios, por eso inspira confianza.

EL MENSAJE BÍBLICO

Gracias a la información que ofrece la Palabra de Dios, el cristiano ha conseguido responder a las grandes preguntas vitales que inquietan a buena parte de la Humanidad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy realmente? ¿Qué sentido tiene mi paso por este mundo? ¿Hacia dónde voy después de la muerte? Preguntas que, por otra parte, la filosofía ha intentado resolver durante largo tiempo, pero al parecer con muy poco éxito. Las diferentes ofertas que se han discutido, con un enfoque preferentemente humano, no satisface la gran incógnita de la eternidad, complicando más si cabe la existencia de todo corazón impaciente y desorientado.

La verdad es que si no logramos obtener respuestas acertadas a estos grandes interrogantes, un profundo vacío convivirá con nosotros por el resto de nuestra vida, provocando una permanente insatisfacción existencial, que no podrá ser acallada por las resoluciones filosóficas o religiosas que podamos aceptar con el fin de llenar ese vacío.

Para nuestra esperanza, la Biblia contiene todas las respuestas, pues Dios ha querido revelarlas al ser humano, y así no dejarle con el sabor amargo de la incertidumbre. En esta cuestión, la Biblia representa el Libro de consulta donde cualquier individuo puede encontrar la solución a las difíciles preguntas que nos plantea esta vida tan complicada; además de alcanzar a descubrir los secretos que abarcan los temas de carácter infinito. También puede decirse que más que un conjunto de verdades abstractas, la Biblia nos muestra la actuación progresiva de Dios en el mundo, la ordenación temporal de sus designios eternos, y la aplicación de su providencia en el transcurso de la Historia.

No debemos olvidar, igualmente, que el mensaje de la Biblia resume la historia de la Salvación, y en el centro se halla la persona y obra de Jesucristo como el núcleo que une el pensamiento divino en todas sus páginas. En primer lugar el Antiguo Testamento expone, aparte del relato de la creación, comienzo y desarrollo de la historia, las memorias del pueblo que Dios escogió para venir a este mundo y, en la persona de Cristo, morir por los pecadores, haciendo efectivo el plan de la Salvación diseñado en la eternidad. Así, el Antiguo Testamento representa la profecía, el marco preparatorio, esto es, el escenario de una nación llamada Israel, de donde vino Jesucristo, el Salvador. Por lo demás, la antigua Escritura también nos provee de abundantes principios bíblicos que nos ayudan a comprender mejor el carácter de Dios y su actuación a favor del hombre. De esta manera su historia nos proporciona conocimiento y sus enseñanzas sabiduría.

En los evangelios encontramos el gran acontecimiento de la Redención presentado en la persona y obra de Jesucristo, alcanzando el punto máximo de relevancia con su muerte y resurrección. De hecho, la lectura de los evangelios favorece nuestra comprensión del plan de la Salvación trazado por Dios y cumplido por medio de su Hijo en beneficio del ser humano. Además, también podemos aprender de las enseñanzas directas del Señor Jesús, y contemplar su particular manera de proceder, para así tomar el ejemplo que nos brindó su maravillosa forma de caminar por este mundo.

En el libro de Hechos de los Apóstoles comienza la historia de una nueva etapa: el nacimiento, crecimiento, y expansión de la Iglesia de Jesucristo, que irrumpe en la Historia con un enfoque renovado del reino de Dios. Este libro, desde su desarrollo histórico y doctrinal, se enmarca en una época de transición entre el Judaísmo y el Cristianismo, el cual se va estableciendo progresivamente hasta encontrar su plena consolidación histórica.

Las cartas del Nuevo Testamento, por otro lado, exponen las doctrinas y pautas de conducta que recibieron las iglesias de entonces (las primeras comunidades cristianas). Es donde se van conformando el conjunto de reglas morales, éticas y espirituales, en función de la enseñanza que Cristo transmitió con anterioridad. Así, pues, la lectura de estas cartas nos ofrecen recomendaciones positivas para la convivencia entre los cristianos, instrucciones espirituales para la confirmación de nuestra fe, doctrina básica para el arraigo de toda confesión cristiana, y advertencias precisas para corregir ciertas conductas impropias que ya se produjeron en las primeras iglesias. Es donde la enseñanza cristiana alcanza su adecuada configuración para la Iglesia de Jesucristo, puesto que en aquellos momentos se hallaba en proceso de confirmación apostólica y doctrinal.

En último lugar se encuentra El Apocalipsis, que pese al énfasis de algunos, no fue escrito sólo con el fin de que conozcamos los acontecimientos futuros. El objetivo principal de este maravilloso libro, también fue el de reavivar la esperanza de una iglesia por aquel entonces grandemente perseguida. En esta línea de pensamiento, el mensaje de El Apocalipsis sigue manteniendo su actualidad; y desde una ordenación simbólica y profética, también nos ofrece datos significativos sobre el transcurso de la Iglesia, y en general de la propia Historia. A la vez, nos descubre la condición presente de la vida en el cielo, y llega a exponer el testimonio de los últimos tiempos y el estado de la eternidad. Con su mensaje esperanzador, el cristiano recibe fuerzas espirituales renovadoras con las que enfrenta el día a día. Así logra vislumbrar el glorioso futuro que, con verdadera expectación, se hace presente en la Palabra impresa divinamente inspirada. «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron» (Ro. 15:4).

La Biblia es el vínculo perfecto entre Dios y el cristiano.

LA BASE DEL CRISTIANO

Visto en parte el propósito bíblico, el cristiano se apercibe con agrado de que sus creencias, posición espiritual, y también su propia experiencia, no surgen de la ficción, sino que todo ello parece acreditarse en el reflejo de la misma Historia… Así es, entre otros muchos escritos de la antigüedad, además de aquellos que son contemporáneos, es principalmente la Biblia la que nos vincula con los orígenes en la historia de otras personas que también disfrutaron de un encuentro con el Creador, y asimismo fueron receptores de la preciosa Salvación. De esta manera comprobamos, con cierta fascinación, que las raíces de nuestra fe y la experiencia de la conversión a Dios, vista por comparación, son afines a la de aquellos primeros cristianos.

Por siglos la Palabra de Dios ha constituido la guía más segura para el ser humano, aunque por lo general haya hecho caso omiso de su mensaje. En el mismo huerto del Edén, hallamos que Adán y Eva debían obedecer a la Palabra divina facilitada en forma de mandamiento: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gn. 2:17). A partir de ese momento Dios ha revelado su voluntad al hombre, bien sea directamente, de forma escrita, por la tradición, o por la misma conciencia. De cualquier manera que a Dios le haya placido comunicarse, el mensaje se ha hecho efectivo hasta hoy en el alma y la vida de cada individuo, por lo cual todos quedamos sin excusa ante la Revelación celestial (Ro. 2:1).

Gracias a Dios en la actualidad poseemos la Biblia traducida a casi todos los idiomas. Es una ventaja que la inmensa mayoría de creyentes disfruta. Aunque, es verdad, a veces no logramos valorar, en su correcta dimensión, este enorme privilegio. Nos olvidamos de que la nueva vida y condición espiritual de los verdaderos cristianos, se produjo al ser «renacidos por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 P. 1:23). Ciertamente, Dios quiso utilizar su Revelación escrita para que, por medio de la acción del Espíritu, conozcamos el mensaje de la Redención. No podemos negar la evidencia, pues incontables son los hombres y mujeres que en todo el mundo, y a través de las épocas, han sido cambiados por el poder de la Palabra. Millones de personas sin rumbo ni esperanza en esta tierra, han encontrado al Cristo vivo gracias al testimonio contenido en las Páginas sagradas… Todavía hoy podemos afirmar que el Evangelio sigue siendo poder de Dios para salvación (Ro. 1:16).

Reiterando lo señalado, reconocemos que la Biblia es la máxima referencia espiritual del cristiano, el cual vive conforme la voluntad de Dios en la medida que la cumple y sigue sus enseñanzas. Es imposible eliminar el mensaje bíblico de la realidad que experimenta el creyente en Cristo, debido a la unión inseparable por la que halla su condición espiritual. En consecuencia, estudia los Escritos sagrados con entusiasmo, sigue sus instrucciones en obediencia, y de esta manera es formado en madurez espiritual.

En definitiva, la Revelación escrita de Dios es el medio que utiliza el Espíritu Santo para guiar y orientar al creyente, toda vez que alimenta su espíritu, reafirma su fe, y conforta su corazón… Dicho de paso, es inevitable indicar que el cristiano debe conformarse a la Biblia y no al revés, como ha ocurrido durante siglos de cristianismo mal entendido.

El cristiano halla las raíces de su fe en la Palabra de Dios.

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