Jesús, el hombre espiritual

Cualquiera que reconozca el modelo de nuestro Señor, en seguida se dará cuenta de que tanto en su predicación como en sus hechos, tuvo muy presente los aspectos más espirituales y trascendentes de la propia existencia humana. Si bien, como ha ocurrido a lo largo de la Historia y máxime llegando casi al final de los tiempos, el concepto de espiritualidad se sigue malinterpretando en buena parte de nuestro ámbito cristiano, y no pocas veces es confundido con ciertas corrientes de espiritualidad extrañas a la verdad de Jesucristo.

Reconocemos que la tendencia del ser humano es acudir a los extremos y abandonar el equilibro. En ese balanceo del péndulo, encontramos una variopinta gama de posibilidades que dan como resultado una espiritualización desequilibrada. Nuestra presente posmodernidad ha creado diversas formas de espiritualidad ajenas a la propuesta bíblica. Y para encontrar el equilibrio, como venimos proponiendo, se hace necesario examinar detenidamente el proceder de nuestro Maestro, tanto en público como en privado. Sólo así lograremos apercibirnos, a través de la comparación, de los extremos tan preocupantes que estamos experimentando en nuestro tan extendido ámbito cristiano.

El apóstol Pablo recoge el sentir del mismo Señor Jesús, y alienta a la iglesia para que no desvíe sus objetivos espirituales: «Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col. 3:2). Si bien la carrera se sucede en la tierra, no perdamos de vista que nuestra meta se sitúa en el nivel más alto y sublime, esto es, en la nueva y perfecta creación que Dios ha prometido para aquellos que le aman.
A continuación consideraremos algunos aspectos sobre la verdadera espiritualidad, y la manera como Jesús la expresó en su vida diaria.

EJEMPLO DE ESPIRITUALIDAD

«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mr. 13:31).

Esta frase concluyente, digna de ser enmarcada y recordada a menudo por todo creyente en Cristo, nos lleva a discurrir sobre la visión tan especial que Jesús mantuvo acerca de nuestro mundo pasajero. El cielo y la tierra, como hoy los conocemos, poseen fecha de caducidad. Y con esta imagen temporal, la visión del Maestro en sus expresiones más teóricas y prácticas, trascendía a los planteamientos puramente terrenales, otorgándole la máxima categoría a aquellos proyectos que alcanzan implicaciones de eternidad.

Jesús practicó su espiritualidad en conexión con aquellos eventos de carácter futuro, según las reglas del mundo venidero. Su discernimiento de la existencia sobrepasaba lo meramente pasajero, concediendo a esta vida transitoria unos valores espirituales que, según la Palabra de Jesús, abarcan verdaderas consecuencias en el nuevo orden de cosas; de tal forma que lo que hagamos aquí en este mundo, asumirá visibles consecuencias en la eternidad.

En oposición a esta forma de pensar, con frecuencia miramos absortos la propia situación terrenal que nos envuelve, y por ello descuidamos aquellos aspectos que se extienden más allá del tiempo y del espacio de nuestras limitaciones temporales. En todo su ministerio vemos que Jesús habló con naturalidad del amor, de la misericordia, del perdón, de la fe, y así consiguió trasladar, de una forma espontánea, las cosas del cielo a un plano terrenal, para que nosotros las pudiéramos entender. Y lo hizo descubriendo su auténtica espiritualidad, tanto por medio de sus palabras como de sus acciones. Esta misma vida llena de amor, era percibida como reflejo de su relación con Dios, a quien tenía presente en cada momento.

De esta manera, aprendemos del modelo de Cristo, que la verdadera espiritualidad surge del interior de la persona que acepta a Dios en todos sus caminos, y asimismo reconoce la importancia que poseen aquellos proyectos de orden vital y resultados imperecederos.

Visto el ejemplo, descubrimos que la espiritualidad de Jesús se mantenía en estrecha relación con Dios y con los asuntos de carácter eterno. Su valoración de las relaciones personales, del trabajo, de la familia, de los bienes materiales, y demás cuestiones temporales, venía marcada por un profundo estado de comprensión espiritual, que orientaba su forma de pensar y de actuar según la razón última de la existencia humana.

Igualmente nos percatamos de que la espiritualidad de Jesús no fue asunto de fórmulas religiosas, sino que ésta constituía un todo, valiéndose así de un enfoque verdadero y realista de la vida cotidiana. Su manera de proceder, al tiempo, le mantenía desprendido de la mentalidad materialista de su entorno, conservando un punto de vista de la existencia eminentemente espiritual. Y con este significado trascendental, aprendemos de Jesús que el futuro debe integrarse en el presente, pues sólo así adquiere el verdadero sentido de unidad que le corresponde.

Hagamos un paréntesis y preguntémonos acerca de nuestro grado de espiritualidad, de nuestro punto de vista sobre la vida, o de la concepción que mantenemos sobre los asuntos terrenales.

Consideremos el modelo de Cristo, porque la misma dimensión espiritual con la que el Maestro planteó la vida, es la que debe perdurar en el camino de todo discípulo suyo.

La palabra de Jesús permanece para siempre, por ello haríamos bien en reconocer si estamos viviendo para el hoy, o para la eternidad…

«Y lo que a vosotros digo, a todos (incluido nosotros) lo digo: Velad» (Mr. 13:37).

Reflexionando sobre el significado de esta advertencia, observamos que mientras los discípulos dormían, Jesús se fue a orar. Y cuando terminó, aprovechó esa escena tan onírica para ilustrarles la necesidad de mantener los ojos bien abiertos en lo que respecta a la vida espiritual… También a veces Dios tiene que avisarnos del grave peligro que corremos si descuidamos la salvación que poseemos, además de llamar nuestra atención para que asimismo conservemos un estado de alerta en el presente caminar diario.

Podemos apreciar que, por lo general, en nuestro actual Cristianismo adormilado existe una falta de interés por las cosas espirituales, porque visto el tema desde un enfoque temporal, no parece que podamos recibir aquí algún beneficio de nuestra labor; y la rentabilidad (hablando en términos humanos) que nos pueda ofrecer, se prevé a muy largo plazo. Así que, algunos prefieren dedicarse a los asuntos terrenales, que parecen dar hoy más beneficio –por lo menos económicos–, que a los celestiales… Es verdad, a veces centramos nuestro máximo interés en los proyectos relacionados con este mundo pasajero, y muy poco interés nos despiertan los asuntos de carácter eterno.

Ocurre también, que debido a la práctica rutinaria de la vida cristiana, se puede generar una especie de «cansancio espiritual»… En sus primeras fases esta dolencia suele provocar una clase de somnolencia, que no suele distinguirse con claridad. Ahora, una vez se han desarrollado los síntomas, y sin que apenas nos percatemos, el enfermo se hallará durmiendo plácidamente en su cómodo lecho de insensibilidad espiritual. Por esta razón, es necesario que la iglesia continúe velando, en constante renovación, para que no se estanque en esa especie de letargo del que estamos hablando.

Es cierto que si no ponemos remedio al cansancio espiritual, podremos caer en un estado de adormecimiento (que no es otra cosa que apatía) de tal magnitud, que hará difícil atender a los asuntos celestiales con verdadero cuidado y esmero: «a todos lo digo: Velad».

Hagamos nuestro el consejo del Maestro, y levantemos nuestra mirada vigilante como un centinela, poniendo atención especial a los acontecimientos, así como un verdadero interés por la realidad espiritual que nos envuelve.

Aprendamos otra vez del modelo de Jesús, y mantengamos nuestra mente conectada con el mundo espiritual, a través de la meditación bíblica y la oración, principalmente; resguardando nuestro caminar de todo aquello que pueda impedir el necesario progreso de la vida cristiana.

Nos preguntamos: ¿estamos poniendo el interés que merece nuestra vocación?

Saber discernir el futuro, hace que vivamos una espiritualidad presente.

EJEMPLO EN LA ORACIÓN

Jesús nos brinda su ejemplo en la devoción espiritual que conservó en relación con su Padre celestial. Y esta devoción se mostró claramente, y de una forma especial, a través de la incesante práctica de la oración.

«Sentaos aquí, entre tanto que yo oro» (Mr. 14:32).

La oración constituye el gran soporte de nuestra relación con Dios, así como de toda estabilidad espiritual. Jesús oró, y lo hizo en muchas y diversas ocasiones. La práctica de la oración permaneció en el orden diario de las prioridades que ocupó el ministerio del Maestro, siendo básicamente un estilo de vida, y no una mera obligación religiosa.

Esta breve cita que hemos leído, es suficiente para hacernos comprender que la vida de Jesucristo fue una ofrenda agradable a Dios. Así, era consciente de que todo su ser y su obrar tenía sentido desde la relación de amor y dependencia con el Padre. Esto explica que la oración de Jesús realizada en la intimidad, no consistió en ofrecer a Dios unos periodos devocionales más o menos largos, sino en el don de sí mismo: todo su ser dependía del Padre celestial, así como su vida y sus acciones, por lo que su existencia completa fue un perfecto y agradable acto de culto a Dios.

De manera inversa a lo mencionado, y visto el modelo de Cristo, algunos conciben la oración a modo de rito y costumbre; o lo que hoy parece más habitual, a modo de una fórmula mágica para conseguir cosas. Es mucho más sencillo que todo eso: la oración es algo tan normal como hablar con Dios. Y el hablar (audiblemente o en silencio) es el medio por el cual nos comunicamos con nuestro Creador: para en primer lugar adorarle y agradecerle las bendiciones recibidas, además de realizar, naturalmente, las peticiones que se avengan a su buena voluntad.

Desde luego Dios no necesita de nuestras oraciones, ni tampoco suponen un mérito por el cual conseguimos sus favores. La idea se dirige más bien a que seamos conscientes de nuestras necesidades, y por lo tanto dependamos de Él en todo momento. Con ello se consigue una correspondencia espiritual, donde se descubren las verdaderas intenciones del corazón. Sólo entonces nos daremos cuenta de nuestro pecado, pobreza espiritual, e insuficiencia para cumplir la voluntad de Dios; y desde esta correcta impresión, no nos quedará más remedio que depender de su gracia absoluta.

La espiritualidad de Jesús, por tanto, tuvo su manifestación en esa relación especial de comunicación con su Padre celestial. Vemos que en los momentos tan específicos que antecedieron a su calvario, la comunión que se produjo entre Jesús y el Padre, fue de vital importancia, obteniendo de este modo las fuerzas sobrenaturales para poder resistir la prueba que le estaba por venir, que de otra forma no hubiera podido soportar.

Indudablemente el Señor pudo convocar a sus discípulos para que se realizara una reunión de oración colectiva. Pese a todo, y aun siendo momentos en los que necesitó el apoyo de sus amigos, Jesús ofreció un papel relevante a la oración en forma particular: «entre tanto que yo oro».

No existe otro procedimiento para fortalecer la vida cristiana. La comunión con Dios es el motor que acciona toda vida espiritual, y ésta se ejercita principalmente por medio de la oración individual.

Efectivamente, la expresión sincera de nuestros deseos, así como la demostración de nuestro amor a Dios, entre otras buenas maneras, se realiza a través de la oración. Por esta razón esencial, la oración no cambia sólo las circunstancias, sino que por la acción divina logra cambiar primero los corazones. Y lo maravilloso es que a partir de esa experiencia de transformación interior, las circunstancias cobran el sentido correcto que deben tener.

Si por lo visto Jesús necesitó de la oración, ¿por qué, entonces, parece que hoy podemos prescindir de ella?

«Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro (el momento), salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mr. 1:35).

Mucho podría hablarse acerca de la oración, tanto en forma pública (en la iglesia, la familia…) como en forma privada (en secreto a Dios). Si bien sabemos que no debemos descuidar la oración en la comunidad, hallamos que ésta solamente tiene sentido en tanto que se mantiene la oración individual.

Una vez leído el ejemplo de Jesús, podemos admitir que alguien se levantase de madrugada para realizar ciertas labores: trabajar, marchar de viaje, acudir a sus vacaciones veraniegas, o inclusive atender a un enfermo, u otras obligaciones perentorias. Pero, por lo común, a nuestro mundo le parece extraño que alguien se levante de madrugada para mantener un encuentro espiritual con Dios. A pocas personas se les ocurriría tal cosa, máxime en una sociedad donde la espiritualidad es cosa del pasado, ya que al parecer ha quedado trasnochada y relegada a los antiguos personajes de la religión contemplativa.

Por lo que deducimos del texto, comprobamos que durante el día Jesús no tenía demasiado tiempo para estar solo. Probablemente su agenda era demasiado apretada para encontrarse en privado con Dios. Por eso, el momento escogido por el Maestro para poner en práctica su vida devocional, en aquellas circunstancias especiales, fue en la madrugada.

El principio de espiritualidad que encontramos en esta enseñanza, es que no debemos dejar pasar el día sin presentarnos delante de Dios, donde la oración y meditación bíblica sea una realidad manifiesta.

Si disfrutamos de suficiente tiempo libre, no será tal vez necesario levantarse de madrugada. Ahora, si no podemos obtener un recogimiento a solas con Dios durante las horas del día, por causa de nuestro trabajo, obligaciones familiares, e inclusive ministerio cristiano, no nos quedará más remedio que hacer como Jesús y levantarnos de madrugada.

Todos necesitamos, como el aire que respiramos, ciertos momentos de retiro espiritual con Dios en el desierto (algún lugar solitario). Buscar un rincón, pues, donde nada interfiera en nuestra relación con el Padre celestial, resulta ser de vital importancia para gozar de una salud espiritual por lo menos equilibrada.

Reparando en nuestra vida tan ajetreada, parece hacerse cada vez más necesario mantener diariamente la buena costumbre de hablar con nuestro Padre amado. Ello, además, nos permitirá adquirir conocimiento de nuestro verdadero estado espiritual, siendo transformados en ese nivel de autoconciencia, donde el Espíritu todo lo escudriña, e intercede por nosotros delante de Dios.

Tengamos a bien seguir el modelo de Cristo, y reservar cada día un tiempo y un lugar, estableciendo así el particular santuario donde pongamos en práctica el ejercicio de nuestra relación con Dios… porque el buen Padre celestial así lo está esperando.

La oración no siempre cambia las circunstancias, pero sí los corazones.

EJEMPLO DE FE

La vida de Jesús mostró el claro ejemplo de una fe encarnada, donde la espiritualidad no se expresó en forma abstracta, sino que al tiempo se convirtió en hechos concretos. De esta manera, observamos que el Maestro en ningún caso propuso una fe indefinida que se pierda en el «universo cósmico », sino más bien práctica y demostrable, como bien logró manifestar a lo largo de su ministerio.

«Saliendo Jesús del templo, le dijo uno de sus discípulos. Maestro, mira qué piedras, y qué edificios (el templo construido por Herodes). Jesús, respondiendo, le dijo: ¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra, que no sea derribada» (Mr. 13:1,2).

Como apreciamos en el texto bíblico, el discípulo de Jesús quedó maravillado por el esplendor de la construcción de aquel hermoso templo; y sintiéndose orgulloso de tal magnificencia, quiso involucrar al Maestro en su misma impresión de la vida.

A continuación, el contraste que se produjo entre la declaración del Maestro y la observación de su discípulo, fue claramente discordante. Mientras el discípulo se dejaba deslumbrar por lo que veía con sus ojos, Jesús le mostró que todo aquello creado por la mano del hombre carecía de importancia en relación con las cosas futuras, y por ende, aquella magnífica edificación estaba dispuesta para ser derribada.

El impacto que recibió aquel seguidor de Jesús, le llevaría posteriormente a pensar que no tenía que aferrarse a este presente tan inseguro, a pesar de la grandiosa apariencia, sino a Dios mismo, que es quien finalmente dirige los hilos de la Historia.

De esta manera, el Maestro enseñó a su apasionado discípulo, que debía vivir exclusivamente por fe y no por la vista. Así, pues, aprendemos que la seguridad que pudieran ofrecer las construcciones humanas, el poder civil, o la gloria salomónica de los majestuosos edificios, no son en modo alguno comparables con la vida de fe del verdadero seguidor de Jesús, el cual camina hacia la seguridad de un excelente futuro en la eternidad.

Tomando ejemplo de nuestro Señor, aprendemos que para que la fe adquiera una dimensión correcta, nuestro servicio debe ser realizado siempre bajo una perspectiva de eternidad…

Como bien se hizo notar, la fe de Jesús no contempló la grandiosidad pasajera de este mundo, porque no obstante poseía la plena convicción de que la «gloria venidera» se descubrirá en el futuro con excelencia de eternidad, y así todos aquellos que hoy mantienen su fidelidad a Dios, serán partícipes del magnífico esplendor que se ha de manifestar en los tiempos venideros.

«Al ver Jesús la fe (la fe se puede ver) de ellos, dijo al paralítico…» (Mr. 2:5).

Si bien leemos en el pasaje, no se revela la fe del paralítico, aun suponiendo que la tuviera. En tal caso, se destaca la fe de aquellos que llevaban al paralítico a cuestas para ser sanado. Al igual que en el relato bíblico, la espiritualidad verdadera también se distingue por medio de los actos de ayuda mutua; motivo por el cual, nuestro corazón debe liberarse de la fe pasiva que sólo se ejerce en la esfera de la individualidad. De tal manera, Jesús recibe con máximo agrado la fe de la comunidad que intercede por su prójimo de una forma evidente y no sólo imaginaria.

Del texto leído, debemos subrayar que el paralítico no podía trasladarse por sus propios medios, y por ello necesitaba el apoyo de la comunidad. Con este ejemplo, Jesús le concede un papel de máxima relevancia a la fe colectiva (la fe de la comunidad). Así, nuestro Señor pudo percibir la fe de los acompañantes, porque en este caso no fue teórica, sino la clara evidencia de una espiritualidad esencialmente práctica.

Con esta disposición a servir, la fe de aquellos familiares o amigos del paralítico, fue demostrada en la rápida asistencia que le brindaron para que tuviera un encuentro liberador mediante el poder de Jesús; empleando con ello un gran esfuerzo físico, que luego se vio recompensado por el milagro efectuado.

Ante aquella escena tan peculiar, notamos que Jesús no puso su mirada en el enfermo o en su imposibilidad; tampoco en el esfuerzo que realizaron sus amigos, ni en las estrategias para llegar al lugar donde se encontraba el Señor. Fue la fe en acción, particularmente, lo que atrajo la atención del buen Pastor: «Al ver Jesús la fe de ellos».

Apreciemos la enseñanza, porque si el Maestro se fijó en la fe de la comunidad, ¿en qué nos fijamos nosotros hoy? Si además le otorgó un valor tan magno a la fe, en su dimensión colectiva, ¿por qué, entonces, parece ser tan poco válida para nosotros? De forma análoga al ejemplo expresado, consideremos también cristianos que puedan hallarse en una lamentable situación de parálisis espiritual, y por ello necesitan la fe de la comunidad. Luego, si no existen hermanos allegados que pongan en práctica su fe, para ofrecer su mano de generosa ayuda, ¿cómo, pues, podrán ser liberados de esa parálisis?

Pensemos sobre lo mencionado, porque es cierto que la fe genuina proviene de Dios, la cual otorga a todos aquellos que le buscan de corazón. Sin embargo, en lo que al buen obrar respecta, la fe también constituye parte de nuestra actitud, de nuestra disposición; es una virtud que se ejercita primeramente en el corazón, y por lo tanto está en nuestra mano el hacer uso de ella. En consecuencia, somos responsables de mostrar, a través del buen caminar diario, una fe visible que nos identifique como verdaderos discípulos de Jesucristo: «la fe de ellos».

Distingamos bien dicha instrucción, porque el amor verdadero y la fe práctica, son los pilares donde se construye todo servicio cristiano. Así, el amor constituye el motor que impulsa nuestra vida espiritual; y la fe, por otro lado, representa el vehículo que transporta ese amor hacia los demás.

La fe que no alcanza una repercusión colectiva, no es suficiente para Jesús.

EJEMPLO DE SENSIBILIDAD

Toda actividad cristiana bien encauzada ha de incorporar una adecuada sensibilidad, que asimismo habremos de saber aplicar en nuestro trato personal. En esto, la espiritualidad de Jesús también mostró una gran sensibilidad, que con verdadero equilibrio desarrolló de distintas formas en su relación con el prójimo.

«Entonces, mirándolos alrededor (a los fariseos) con enojo (Jesús se enfadó), entristecido por la dureza de sus corazones…» (Mr. 3:5).

Nos situamos en el pasaje en el que Jesús realiza un milagro: la mano seca de un hombre es restaurada… Ahora, si examinamos la actitud de los dirigentes religiosos de aquella época (en este caso los fariseos) frente al milagro obrado, nos daremos cuenta de que ellos vivían su espiritualidad bajo el cumplimiento estricto de las normas legales, aplicando un énfasis especial a la tradición judía. En verdad eran muy correctos en las formas religiosas, pero, por lo que podemos deducir de los relatos bíblicos, muy poco les importaban las personas. No es otra la visión espiritual que parece estar hoy de moda, enmarcada en un cristianismo que en buena medida es mal entendido y peor practicado.

Advertimos que la interpretación de la Ley que habían hecho estos líderes de la espiritualidad, se situaba sobre la Ley misma. Por ello, el beneficio que una persona pudiera recibir en sábado (día de reposo), no lo contemplaban como un acto de amor de Dios, sobre todo debido a su rígida comprensión de la Ley, convertida ésta en «legalismo». La norma, para ellos, se situaba por encima de la vida. ¿Hemos detectado alguna vez esta mentalidad…?

Seguramente que en cada uno de nosotros hay algo de dureza, y por tal razón debemos seguir aprendiendo de Jesús, quien cumpliendo la Ley de Dios a la perfección, nos enseñó con su buen obrar que la Ley le otorga preferencia a la vida antes que a la norma. En este encuentro tan señalado, la sensibilidad del buen Pastor le llevó a mostrar su actitud de enojo ante la conducta mezquina de aquellos administradores de la Ley: «mirándolos alrededor con enojo».

Así que, tomando ejemplo del Maestro, también sus discípulos, en caso necesario, poseen licencia para enfadarse; sin llevar a extremos la enseñanza, claro está, porque en ningún modo tenemos derecho al arrebato de violencia. Si atendemos al texto bíblico, observamos que la reacción última de Jesús ante esta lamentable situación, fue de tristeza y en ningún caso de cólera: «entristecido por la dureza de sus corazones…».

La sensibilidad del Maestro, vista como un ejemplo para seguir, acoge unos sentimientos que poco se ajustan a las extravagancias sentimentalistas que se producen en nuestro extremado cristianismo. Antes bien, las emociones de Jesús tienen que ver fundamentalmente con la piedad en sus formas prácticas, que obra principalmente por el amor hacia el prójimo. Por tal motivo su enojo no se convirtió en ira, sino que fue causa de tristeza, al ver el corazón endurecido de los principales representantes de la religión oficial, y seguidamente comprender la repercusión que tendría para el pueblo judío.

En contra de la actitud indiferente de aquellos fariseos, la espiritualidad de Jesús no se mostró insensible a las necesidades ajenas, como tampoco a la falsa religión. Su sensibilidad y manera de relacionarse con el prójimo, le llevó a descubrir una gran humanidad en su servicio, y sobre todo un celo santo por el adecuado cumplimiento de la Palabra de Dios.

«Y levantando los ojos al cielo, gimió…» (Mr. 7:34).

Son momentos en los que Jesús sana a una persona sordomuda. Y observamos la manera como el contacto con aquel discapacitado, le hizo sentir las trágicas consecuencias del fracaso del hombre: «gimió…». La sensibilidad de Jesús llegó a tal magnitud que, suspirando profundamente, logró identificarse con el pecado y la frustración del ser humano; aunque no con el pecado en sí mismo (entiéndase), sino más bien con las personas que hasta el día de hoy lo sufren a causa de él, bien sea justa o injustamente.

Debemos confesar que en muchas ocasiones nuestros sentimientos parecen inamovibles al observar las catástrofes humanas, pues seguramente estamos demasiado acostumbrados a ellas. Pero, en cambio, del corazón de Jesús surge un verdadero clamor, al ver los estragos causados por la determinante rebelión del hombre contra Dios.

El ejemplo de Jesús nos enseña que los sentimientos bien encauzados poseen un carácter positivo. No debemos confundir, entonces, la sensibilidad espiritual con las emociones autoprovocadas, que parecen buscar solamente el placer del sentimiento. A saber, la sensibilidad tiene que ver con las emociones controladas, no con las pasiones desordenadas.

Entendemos que la espiritualidad incorpora la buena vibración del estado emocional, que en armonía con la Palabra divina pone en alerta nuestros sentidos. Y éstos, asimismo, nos ayudan a relacionar adecuadamente las cosas espirituales con los asuntos terrenales, buscando hacer la voluntad de Dios más cabal y perfecta, como venimos observando en la vida del Maestro.

Así es, una espiritualidad bien concebida debe permanecer sensible a la voz de Dios, a la dirección de su Espíritu, a su Palabra; pero también a los acontecimientos que nos rodean: a la pobreza, a la soledad, a la enfermedad, y demás adversidades; como también a la falsa religión, a la hipocresía, al pecado… De esta manera, nuestros sentimientos bien orientados, conforme al pensamiento divino que contempla todos estos asuntos prácticos, nos llevarán irremediablemente a obrar con verdadera sensibilidad espiritual, que por otro lado es la que debe manifestar todo discípulo de Cristo.

Contrariamente a lo dicho, observamos lamentablemente que la espiritualidad permanece ausente en muchos lugares, donde se vive un cristianismo frío en las relaciones personales, e indiferente a las necesidades ajenas.

Procuremos, pues, desprendernos de la desidia que nos rodea, y contemplemos la maravillosa forma en que nuestro Maestro aplicó su gran sensibilidad, para así aprender de la manera como él mismo procedió en sus excelentes relaciones interpersonales.

No podemos ser tan sentimentales para con Dios, y tan insensibles para con nuestro prójimo.

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