Jesús, el gran maestro
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Todo cristiano que desee hacer honor a su distinguida posición, no debería de encontrar en Jesucristo solamente un profesor de quien aprender, sino principalmente un Maestro a quien fielmente seguir. «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Jn. 2:6). Esta firme declaración bíblica nos lleva a plantear las siguientes preguntas: ¿Cómo anduvo Jesús? ¿Cuál fue su ejemplo de vida? ¿Qué significó para nosotros el testimonio práctico de sus propias acciones?
Con la finalidad de ofrecer respuestas a preguntas tan cruciales, se hace obligatorio realizar una detenida reflexión sobre la vida y obra de Jesucristo, comenzando por considerar los interrogantes que nos dirijan a la comparación, desde un planteamiento humano, con el Jesús de la Biblia.
Efectivamente, para poder guiarnos en este mundo con sentido de la orientación, necesitamos modelos de referencia en los cuales fijar nuestra mirada. En este aspecto la vida de Jesús representa el modelo paradigmático, digno de ser imitado por cualquiera que se identifique como cristiano.
Para conseguir este propósito es necesario obtener una imagen clara de la persona de Jesucristo, y de aquellos aspectos ejemplares que se revelaron en su forma de vivir. Éste, precisamente, es el reto que se nos presenta en las siguientes páginas .
Resulta evidente que la imagen que nuestro entorno cristiano posee del Jesús hombre, está gravemente desfigurada. Y si bien algunos creyentes, los más «ortodoxos», se contentan con buscar al Jesús histórico, siendo mero objeto de estudio académico y de marcada controversia, la mayoría está contemplando a un Jesús excesivamente triunfalista, que actúa solamente en una dimensión trascendental, pero que muy poco guarda relación con la vida cotidiana.
Podemos elucubrar al respecto, pero nuestro mundo cristiano sigue dos caminos perfectamente centralizados. Por un lado encontramos la secularización 1. de la Iglesia, y por el otro la súper espiritualización irracional de buena parte de ésta. Como consecuencia de tales extremos, se origina en muchos casos una grave deformación de la vida espiritual y por ende de la conducta cristiana.
1. Secularización: entiéndase por la adaptación de la Iglesia a los valores de este mundo no cristiano.
Sea como fuere, en ocasiones formamos un Jesús a nuestra medida, a modo de «libro de bolsillo», dispuesto para ser utilizado en el ámbito religioso de nuestra original manera de concebir la existencia. Por este motivo, el remedio bíblico más eficaz para superar esta particular desviación, consiste en regresar a los principios genéricos y más fundamentales del Cristianismo, es decir, a la persona del Señor Jesucristo; aprendiendo así de sus enseñanzas, pero a la vez descubriendo también su extraordinaria manera de proceder en la vida.
A tenor de lo dicho, sabemos que el modelo de vida ejemplar que Jesús presentó, fue minuciosamente recopilado por sus discípulos y seguidamente plasmado por inspiración divina en las Sagradas Escrituras. Así, los autores bíblicos no redactaron solamente lo que Cristo enseñó, sino que también lograron registrar lo que hizo, con el propósito añadido de que todo cristiano pudiera imitarle en la relación de Maestro-discípulo: «Dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 P. 2:21).
Contrariamente a lo que podamos entender según nuestra cultura occidental, el proceso de aprendizaje de cualquier discípulo en aquel ambiente histórico, no consistía solamente en recibir las necesarias enseñanzas teóricas, sino que además debía seguirse el ejemplo del maestro, intentando ser como él e imitándole en su forma de actuar.
En esta línea de pensamiento bíblico, el evangelista Marcos recoge en su evangelio, con gran sensibilidad, la figura de un Jesús verdaderamente humilde, que en todo momento dispone su vida al servicio de los demás. Por tal razón ha sido seleccionado este documento bíblico, donde la personalidad del Jesús-hombre se describe con ejemplos visibles: en su relación con Dios y en especial con el prójimo, a través de su testimonio personal, esto es, el modelo de una vida plenamente consagrada, que si en algo se caracterizó fue, entre otras cosas, por ser esencialmente práctica.
Es cierto que no conseguiremos imitar los grandes milagros y las prerrogativas divinas que le correspondieron como Mesías escogido. Pero, aun siendo así, queda registrado en los evangelios una amplia lista de ejemplos prácticos que Jesús, en calidad de «humano», nos dejó para que también los humanos podamos aprender de él; incorporando no sólo la información teórica de aquellas enseñanzas que nos comunicó de forma verbal, sino además su excepcional modelo de vida.
La verdad debe salir a luz, porque nadie puede pretender ser un cristiano fiel, si primeramente no es seguidor de Jesucristo. Luego, para poner en práctica lo enunciado, nos interesa conocer el proceder de Jesús: su forma de hablar y manera de conducirse, así como sus reacciones, conducta, integridad y demás virtudes.
En definitiva, todo aquel que se denomine cristiano, y así no tenga presente los ejemplos aplicables del Maestro para poder seguirlos, se dará cuenta de que su vida cristiana difiere en gran manera de la propuesta bíblica que en su día pronunciara el fundador del Cristianismo: «Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (Juan 13:15).
Pese a las diversas opiniones que se pudieran aportar sobre los métodos instructivos del Señor Jesús, lo cierto es que fue por excelencia el gran Maestro, que ningún maestro a lo largo de la Historia ha logrado superar: en su forma de enseñanza, en sus dotes didácticas, en su trato con los demás, en sus ejemplos claros y prácticos… De tal manera, su doctrina fácil y comprensible poseía un alcance universal, y a la vez cautivaba el corazón de todo aquel que se prestaba a escucharle con atención. Sin duda, el modelo de Cristo en esta materia es digno de imitar.
Son muchos los cristianos que aceptan a Jesús como el Maestro. Aunque, si bien, admitamos que esta afirmación tendrá sentido siempre y cuando nosotros seamos sus discípulos. Con esta idea, deberemos tener presente que para poder ser discípulos de Jesús, se requiere cumplir con ciertas condiciones que, no obstante, él mismo estableció en su Palabra: «Si alguno viene a mí, y no aborrece (pone en un segundo lugar –o posición inferior–) a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo… Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo… Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:26,27,33).
Comprendamos con equilibrio el texto leído, porque el llamamiento de Jesús al discipulado no consiste en el desprecio de nuestros congéneres, ni tampoco en el desprendimiento de grandes o pequeñas posesiones, o rechazo de nuestras propias personas… Pero, ahora bien, para ser discípulo de Jesús, se ha de tener una completa disposición del corazón, donde no se hallen obstáculos que puedan interferir en el proceso de discipulado, ya sean éstos familiares, personales, o circunstanciales. De esta forma, todo nuestro ser (alma y cuerpo), posesiones materiales, así como nuestras relaciones personales o familiares, deben quedar supeditadas a la voluntad del Maestro.
Aquí, las condiciones prescritas son establecidas no porque Jesús mande y nosotros obedezcamos (aunque en cierto sentido sea así), sino precisamente porque él representa el Modelo que debemos seguir. El cristiano no es discípulo solamente por ser obediente (entiéndase la idea), sino que lo es naturalmente en la medida que imita a su Maestro.
EJEMPLO EN LA ENSEÑANZA
El ejercicio del oficio profético y pedagógico, formó parte sustancial del ministerio de Jesús, realizado tanto de modo verbal, como a través de su propia vida ejemplar.
«…y de nuevo les enseñaba como solía (era la costumbre)» (Mr. 10:1).
Es preciso destacar la importancia que tuvo la enseñanza en el ministerio del Maestro. Por lo que podemos apreciar en los evangelios, pasaba mucho tiempo enseñando; no siendo para él una tarea inconstante, o un trabajo de carácter irregular, sino parte de un proceso permanente a lo largo de todo su ministerio.
La costumbre de Jesús era instruir y educar, y no tan solamente de forma oficial en las sinagogas, en las convocatorias al aire libre, o en las reuniones realizadas a tal efecto. Su manera natural de vivir trasmitía una sabia y constante enseñanza, la cual se producía con un talante abierto y espontáneo: en las conversaciones mantenidas, en las respuestas a las preguntas que le formulaban, en las valoraciones sobre los aspectos terrenales y celestiales, y demás consideraciones que constituían los capítulos de la vida cotidiana. Y así como Jesús lo hizo, también los cristianos debemos aprender que la enseñanza ha de expresarse de una forma natural a través de la propia vida: «les enseñaba como solía».
Evidentemente la efectividad de todo testimonio cristiano se sujetará en gran parte a la formación del discípulo de Cristo, a su madurez espiritual, preparación bíblica, y demás virtudes que le conferirá la conveniente calidad. Pero, por sobre todo, concluimos en que la eficacia del ministerio dependerá esencialmente de nuestra adecuada relación con Dios.
Para seguir fielmente el ejemplo visto, también se requiere de una disposición real de amor hacia los demás, donde la búsqueda del bien ajeno marque la diferencia entre un cristianismo teórico y práctico. Visto el modelo general de nuestro Maestro, no es válida una enseñanza fría e insensible a las necesidades del corazón humano. Por tal motivo, la imagen que los demás tengan de Jesucristo, será en cierta medida la imagen que como discípulos logremos comunicarles.
No hay otro camino, no lo busquemos. Para no andar confundidos por este mundo, necesitamos la Palabra de Jesús, que no solamente deberemos aprender y transmitir con nuestros labios, sino que también, que es lo más importante, con nuestra manera de vivir el testimonio diario.
Observemos, pues, el desarrollo de nuestra comunicación, porque si Jesús les enseñaba… ¿no debería de constituir igualmente nuestra vida diaria una constante enseñanza?
«Y se admiraban (reacción lógica de la gente) de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mr. 1:21,22).
Dos enseñanzas básicas encontramos en el texto. La primera: que aquellos que le escuchaban, se admiraban. Y la segunda: que enseñaba con autoridad.
La manera de hablar del Maestro, el rico contenido de sus palabras, su mensaje asombroso y fascinante, logró penetrar en lo más profundo del alma, llegando a las necesidades más existenciales del espíritu humano. Por ello, resulta comprensible que su extraordinaria predicación, tanto en su fondo como en sus formas, consiguiera cautivar el corazón de los allí presentes. No parecía nada sorprendente, pues, que muchos quedaran maravillados de su doctrina. Notamos que el mensaje de Jesús, lleno de sentido y propósito, imprimía los valores de la autenticidad, procurando no solamente informar, sino llenar de fe, aliento y esperanza, el corazón vacío de todo aquel que se disponía a escucharle con interés: «Y se admiraban».
Apreciamos cómo el Maestro no enseñaba solamente con palabras, sino que a la vez también vivía lo que enseñaba; pensamiento que venimos resaltando en el ministerio de Cristo. Y creemos que ésta era la fuerza de su mensaje, que respaldado por una vida ejemplar y apoyado por la antigua Escritura, consiguió mostrar la autoridad de sus dichos, la cual no fue impuesta por la religión del momento, sino delegada por Dios mismo.
Comprendamos igualmente el propósito didáctico de Jesús, porque el valor de la enseñanza no solamente se plantea para la vida eterna, sino también para la vida diaria. Con esta aspiración debemos preguntarnos si realmente el efecto de nuestra comunicación resulta ser constructiva para los oyentes, o por el contrario estamos divulgando un mensaje carente de sentido práctico. Es verdad, a veces cometemos el error de pronunciar mensajes de complicada argumentación evangélica, que al fin y al cabo no enseñan nada, o por lo menos nada claro. En cambio, la enorme sencillez de Jesús y su gran sabiduría, se conjugaban de tal manera que la enseñanza resultaba rica y en buena medida práctica. Ejemplo nada desdeñable para poder imitar.
Es preciso detener nuestra mirada en el proceder del Maestro, porque si es cierto que su predicación causó la admiración de los oyentes, ¿por qué, entonces, los mensajes de hoy parecen despertar tan poco interés?
«…Y gran multitud del pueblo le oía de buena gana» (Mr. 12:37).
Parece oportuno pensar que esta declaración bíblica quisiera verse cumplida en el ministerio de cualquier predicador, enseñador o evangelista. Sin embargo, la apreciación que existe en gran parte de nuestro mundo cristiano, viene siendo la contraria.
Siguiendo las propuestas didácticas de Jesús, distinguimos que no fueron en ningún modo superficiales, dado que supo compatibilizar la sencillez de expresión con la profundidad de pensamiento, comunicando de esta forma lecciones espirituales y a la vez provechosas. Su mensaje claro y directo confrontaba a cualquier persona, por muy religiosa que fuese, con la verdad absoluta, desnudando su alma y sentándola frente a Dios; y haciendo que cada uno, en forma particular, realizara su propia decisión personal.
No resulta extraña la indicación del evangelista Marcos, puesto que Jesús proclamó una enseñanza que en manera alguna pasó inadvertida. Enseguida las palabras del Maestro se convirtieron en suave bálsamo para el corazón atribulado, fortaleza para el cansado, luz para el confundido, guía para el desorientado, así como aliento y esperanza para todo corazón triste y desalentado… «le oía de buena gana».
Meditemos sobre el presente ejemplo, comparativo a la realidad de nuestro cristianismo contemporáneo. En este punto, ocurre que nuestro mundo cristiano no tiene hambre de la Palabra de Dios. Al parecer una especie de «empacho» ha logrado hastiar el corazón de los asistentes a la iglesia, y son muchos los que han perdido el deseo por las cosas espirituales. Pero lo peor de todo es que, por lo común, la enseñanza de los líderes o enseñadores no logra estimular en lo más mínimo el apetito de la gran masa de creyentes que viven con esa permanente carencia de alimento espiritual.
No fue así en la manera de enseñar del Maestro, la cual despertó, por un lado, las ganas de probar el alimento que «a vida eterna permanece», y por el otro, consiguió saciar el voraz apetito espiritual de aquellos que con ávido deseo buscaban el sentido trascendente a su desdichada vida. Podemos pensar, además, que hubo buena parte de esa multitud que escuchó las palabras del Maestro, pero mantuvieron a la vez su corazón cerrado al mensaje. Con todo, la mayoría le oía de buena gana, pese a que la respuesta de muchos fuera hacer oídos sordos. Siendo así, el objetivo fue cumplido: ya no podían quedar sin excusa ante aquel maravilloso mensaje de gracia.
Parece recomendable analizar nuestra forma de comunicar el mensaje de la Palabra, no sea que estemos aburriendo a los oyentes, y más que abrirles el apetito, en contra del ejemplo de Jesús, lo que estemos haciendo sea contribuir negativamente en la desgana existente, causando así una impresión equívoca del rico y beneficioso mensaje que posee la adecuada exposición de la Palabra divina.
«Con muchas parábolas como éstas les hablaba la palabra, conforme a lo que podían oír (adaptación del mensaje). Y sin parábolas no les hablaba; aunque a sus discípulos en particular les declaraba todo» (Mr. 4:33,34).
Una de las aplicaciones pedagógicas de Jesús más significativas, fue la de presentar la Palabra de Dios con parábolas. Siendo una la enseñanza central de las parábolas, éstas ofrecían la porción específica que cada cual necesitaba. De esta manera, algunos que escuchaban no entendieron absolutamente nada de lo que se decía, por estar su corazón cerrado al mensaje celestial. Otros, comprendieron en cierta medida el contenido de las parábolas, sin embargo rechazaron el mensaje, por lo que al tiempo añadió a sus personas el mismo juicio de la propia enseñanza. No obstante, para los menos, la forma ilustrativa de la parábola les proveyó de luz espiritual y firme instrucción, obteniendo con ello la orientación que necesitaban en aquel momento para hallar el camino verdadero.
Cuán sensata parece la consideración que realiza Marcos sobre el modelo de Jesús: «Les hablaba la Palabra, conforme a lo que podían oír…». Con este propósito especial, también se hace obligatorio en nuestras predicaciones acomodar el mensaje al oyente, para así poder alcanzar una comunicación que sea del todo adecuada.
Visto el asunto de forma inversa, los mensajes que se ofrecen con independencia de las necesidades del auditorio, se convierten en efímeras palabras, que en la mayoría de los casos son definitivamente inservibles. Igualmente no se trata de malgastar palabras, sino en cualquier caso de comunicar un mensaje, que será distinto en el contenido y en las formas, dependiendo como es lógico de los receptores. Con este ánimo, el nivel de comunicación que Jesús mantuvo con sus doce discípulos, fue diferente del resto de la multitud que le seguía. «A sus discípulos les declaraba todo», hemos leído en el texto sagrado.
También consideremos la necesidad de establecer algunas reservas a la hora de expresar nuestro mensaje. No se puede decir todo lo que se piensa. La forma con la que un médico debe transmitir el grave diagnóstico a su paciente, es de crucial importancia. Siempre tendrá que decirle la verdad; pero, no necesariamente deberá exponerle toda la verdad, reservando cierta información que el paciente no precisa conocer. La forma de comunicar el resultado del análisis médico, por tanto, determinará en gran medida el impacto y la aceptación en el paciente de cualquier enfermedad grave.
Siguiendo contrariamente el modelo de Jesús, a veces nos acostumbramos a trasladar los términos evangélicos a las personas de nuestro entorno, que en muchas ocasiones no entienden en absoluto, produciéndose la correspondiente reacción confusa. Por este motivo, a la hora de anunciar nuestras ideas, es conveniente tener en cuenta el nivel cultural del oyente, su edad, el contexto social en el que se encuentra, y otros factores que permitan al prójimo comprender con claridad nuestro mensaje.
Entendamos, pues, que la manera de comunicar la doctrina o enseñanza, es el vehículo por donde transmitimos el mensaje. Nos preguntamos, entonces, por las formas de expresar nuestro mensaje bíblico, y también por el impacto que causa en los demás nuestra manera de enseñar.
No enseñemos a los demás como profesor, sino como hermano.
EJEMPLO DE EVANGELIZACIÓN
Si queremos defender la verdad bíblica tal y como se pronuncia en el modelo de Cristo, habremos de admitir que la evangelización, en sus formas bien aplicadas, es una asignatura bastante descuidada en nuestra Iglesia evangélica más cristianizada.
«…Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido (veracidad bíblica), y el reino de Dios se ha acercado (presencia de Jesús, el rey); arrepentíos, y creed en el evangelio (dos mandamientos esenciales)» (Mr. 1:14,15).
La primera enseñanza que nos presenta el relato bíblico, expresa que Jesús sigue su camino acompañado de una dinámica muy especial: «predicando el Evangelio del reino de Dios». Así que, el ejemplo para imitar en este versículo es muy sencillo. Si como discípulos deseamos seguir a nuestro Maestro, habremos de aceptar seriamente que su ministerio guarda una relación estrecha con nuestra misión hoy. Y el consejo se halla, básicamente, en que no debemos reservar para nosotros el mensaje que nos ha sido confiado.
Si con la primera venida de Jesús «el tiempo se había cumplido», según hemos leído, es precisamente porque para los judíos que esperaban el Reino prometido en el Antiguo Testamento, se encontraba presente en Jesús… Hoy, igualmente, podemos afirmar con todas las garantías que el reino de Dios se halla visible en Jesucristo y en su Iglesia, y es justamente esta enseñanza la que debemos transmitir. No tengamos una idea equivocada sobre el tema, porque si bien es cierto que esperamos con anhelo la plenitud futura de ese Reino, no es menos cierto que éste se encuentra vigente en el pueblo de Dios; por lo cual, es lógico pensar que todo cristiano habrá de vivir y predicar conforme a los reglamentos de ese Reino proclamado por Jesucristo.
Si nos preguntamos sobre las bases doctrinales de la predicación, no hay que detenerse mucho en la lectura bíblica, para darse cuenta de que en el mensaje de Jesús hay un llamamiento a dejar el pecado, y en arrepentimiento depositar la confianza en el Evangelio; presentando asimismo el reino de Dios en su forma actual, como ya citamos.
Resulta indispensable imitar este modelo de predicación, porque aunque las estrategias y los procedimientos de comunicación pueden variar, como hemos visto en el apartado anterior, los principios fundamentales no deben ser en absoluto modificados.
Reparemos en el ejemplo de Jesús, ya que de ningún modo puede haber salvación si no hay arrepentimiento; como tampoco se puede creer, a modo de asentimiento intelectual o de aceptación doctrinal, si no existe una disposición al cambio, esto es, una verdadera entrega del corazón a Dios.
Trayendo a nuestra mente la manera de predicar del Maestro, vemos también que lo que no hizo, en ningún caso, fue insistir para que la gente se convirtiera. Aquel que rechazaba el Evangelio de la gracia, quedaba expuesto irremediablemente a su propia incredulidad. Al mismo tiempo, el Señor predicaba con plena serenidad, sabiendo que el punto crucial de su mensaje era llamar a los perdidos para indicarles el camino de la Salvación (sea que éstos se salven o se pierdan).
Si Jesús, como Maestro, dedicó buena parte de su ministerio a la evangelización, ¿por qué hoy no logramos otorgarle la supremacía que verdaderamente posee el mensaje de la Salvación para el ser humano?
«…Y en el camino preguntó a sus discípulos, diciéndoles: ¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mr. 8:27).
Una de las cosas que nos sorprende gratamente, y que encontramos frecuentemente en los evangelios, es la manera como Jesús utilizaba las preguntas a la hora de enseñar.
Parece estar suficientemente demostrado, en el ámbito pedagógico, que obtenemos un resultado más eficiente en el aprendizaje, cuando por medio de las preguntas alcanzamos a reflexionar sobre lo aprendido. La clave de nuestro crecimiento y madurez espiritual, no consiste solamente en retener datos informativos, claro está. Entender aquello que se ha estudiado, es la mejor forma de aprender y de incorporarlo en nuestra vida. Por ello, podemos intuir que la inestabilidad existente en nuestra vida cristiana, se puede deber, en muchas ocasiones, a la falta de su entendimiento.
Si el discípulo de Cristo no consigue incorporar las enseñanzas bíblicas en la vida personal, seguramente es porque no logra comprenderlas de una manera razonable. Además, si el cristiano no alcanza a discernir bien su identidad espiritual, probablemente no será capaz de vivirla, y mucho menos de expresarla convenientemente. De igual forma, si los creyentes desconocemos el amplio significado y las implicaciones prácticas del Evangelio, también nos costará percatarnos de la necesidad de proclamar un evangelio efectivo.
Siguiendo el modelo de Jesús, consideremos las preguntas como herramientas del lenguaje que nos llevan a la reflexión, y a la mejor comprensión de la enseñanza. En ocasiones, las preguntas que no logramos responder primero en nuestro fuero interno, se pueden convertir desgraciadamente en verdaderos traumas emocionales. Porque, a saber, muchos de los problemas que la vida nos proporciona, y que tenemos que enfrentar, no ofrecen precisamente respuestas fáciles.
Las preguntas, asimismo, provocan la reacción del propio organismo, ofreciendo a nuestra mente una apertura mayor, donde los mecanismos de interés permiten asimilar mejor la lección. Por tanto, así como nuestro Maestro lo hizo, también deberíamos de incluir las preguntas en el proceso de nuestra comunicación, para que los oyentes no sean simples receptores, sino partícipes de la enseñanza y miembros integrantes de la propia lección: «preguntó a sus discípulos».
De esta manera, la evangelización que se supone eficaz, debe llevar a la persona hacia el propósito esencial recogido en el texto bíblico que hemos leído: conocer a Jesús y conocerlo cada vez más. Si este fin no se cumple, por demás se halla toda la enseñanza bíblica que podamos impartir.
La evangelización de Jesús, debe ser el modelo de nuestra predicación.
EJEMPLO DE AMOR A LA PALABRA
Es posible que muchos errores que se han cometido, y de hecho se siguen cometiendo en nuestro entorno cristiano, se deriven en buena medida de la ignorancia bíblica que poseemos. No nos referimos a saber la Biblia de memoria, o ni siquiera los conceptos básicos de la doctrina cristiana. Nos remitimos aquí a una comprensión adecuada del mensaje explícito de nuestro Maestro Jesucristo.
«¿No erráis por esto, porque ignoráis las Escrituras, y el poder de Dios?» (Mr. 12:24).
Una vez más la pregunta afirmativa de Jesús se dirige al grupo de saduceos: personas de gran posición social que habían comprado los derechos administrativos del templo de Jerusalén, siendo éste la referencia indiscutible de la religión del pueblo. Pero, sin embargo, esta secta judía había corrompido los aspectos más sagrados de la Ley de Dios, y sus desviaciones doctrinales eran, como no podían ser de otra forma, la consecuencia lógica de su propia ignorancia bíblica.
En aquel periodo histórico, sólo el pueblo de Israel tenía el derecho de custodiar la Palabra de Dios. En cambio, la Biblia hoy está al alcance de casi todo el mundo; y como bien sabemos, en muchos países hace algunos años no se podía decir lo mismo, pues al igual que ocurrió en aquel tiempo, las cosas sagradas estaban en manos de los dirigentes de la religión oficial, y bien se encargaron de que el mensaje bíblico no saliera a luz.
Aquí vemos cómo Jesús tuvo la sensatez, además de la valentía, de enfrentar a los líderes religiosos con su ignorancia bíblica; y no nos sorprenda si a veces también sus discípulos tendrán que hacerlo. Aunque para ello, desde luego, no se habrá de luchar con las mismas armas de ignorancia que poseían aquellos saduceos, sino con las propias que concede la sabiduría de la Palabra inspirada: «erráis… porque ignoráis las Escrituras».
No hay que fijarse mucho para darse cuenta de que Jesús le otorgó la máxima importancia al conocimiento de las Escrituras, siendo la base firme donde asentaba su propio ministerio. No por casualidad las mismas Escrituras giran en torno a su persona.
Del ejemplo del Maestro, aprendemos que la ignorancia bíblica no es compatible con la vida cristiana. No se puede seguir a Cristo sin amar la Palabra de Cristo; aunque para tan sublime propósito evidentemente se haya de conocer bien. Pero tampoco se puede conocer si no se lee, medita y estudia. Y este procedimiento, a la vez, debe someterse al poder de Dios, puesto que sólo Él puede ayudarnos a discernir el mensaje espiritual, que por otra parte es incomprensible para nuestra mente natural.
La Sagrada Biblia es la Palabra divinamente inspirada. Y sabemos que la Biblia no es sólo un libro de fascinantes historias de la Antigüedad, ni tan sólo un compendio de buena moral; sino que además contiene la solución a los grandes problemas de nuestro mundo actual, los cuales también fueron contemplados con gran preocupación por nuestro Señor. Así, el cristiano que indaga en ella como es debido, encuentra grandes tesoros escondidos en cada texto: en forma de enseñanzas, ejemplos, anécdotas, detalles, matices, y demás variantes, que sin duda se escribieron también para aumentar el enriquecimiento espiritual de todo discípulo de Cristo.
La voz incomparable del Maestro todavía resuena por medio de la Palabra escrita. ¿La seguimos apreciando hoy?
«Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito…?» (Mr. 11:17).
Consideremos cómo la enseñanza de Jesucristo se enraizaba profundamente en la Escritura de entonces, la cual se conoce hoy como el Antiguo Testamento. La Palabra de Dios fue siempre el centro de la predicación de Jesús, y asimismo la utilizó en un sinfín de ocasiones. De hecho, él mismo constituye la Palabra encarnada, la revelación viva de Dios que viene a nuestro mundo. Y esta verdad nos lleva a confirmar, con toda rotundidad, que el mensaje del Maestro es sagrado para todos sus discípulos.
Y así fue como sus palabras completaban y definían la Palabra inspirada en todo su esplendor, restaurando a la vez aquellas interpretaciones erróneas que algunos religiosos habían hecho de la antigua Escritura.
Del texto bíblico leído, deducimos que toda pronunciación doctrinal es válida siempre y cuando, como bien citó el Maestro: «esté escrito», o lo que es lo mismo, tenga su firme estabilidad en la Revelación escrita de Dios. Por el contrario, no debemos recibir como instrucción bíblica toda aquella enseñanza que no se afiance en la Sagrada Biblia con suficiente claridad.
Vistas las declaraciones de Jesús, no tenemos autoridad para exponer una enseñanza si ésta no contiene una base bíblica consistente. Aunque pudiéramos adornar nuestra doctrina con gran humanismo, acompañarla de reflexiones inteligentes o vestirla de expresiones admirables, si lo que pronunciamos no está escrito, de muy poco sirve para el verdadero discípulo de Cristo.
Tomemos buena nota de ello, porque lo escrito debe estar claramente escrito, esto es, que cualquier afirmación doctrinal tendrá que ser defendida por todo el contexto de las Sagradas Escrituras. De no ser así, no nos quedará más remedio que desechar cualquier enseñanza que se presente como doctrina verdadera, por muy bíblica que parezca.
Llegados a este punto, podemos aseverar que los cristianos apreciamos la Biblia como única norma de fe y conducta para nuestras vidas, porque, sin ir más lejos, así lo enseña el modelo de Jesús.
Del amor a la Palabra de Dios, se produce el deseo de hacer su voluntad.
EJEMPLO DE SABIDURÍA
El término «sabiduría» requiere una correcta comprensión, sobre todo para evitar cualquier interpretación equivocada sobre el mensaje bíblico. La sabiduría es una facultad que procede del cielo, verdad es. Pero ésta no supone sólo acumular múltiples datos informativos que nos provean de una inteligencia excelente. La sabiduría va más allá, porque consiste en «obrar» de la mejor manera posible, y con los mejores criterios (éstos son los de Dios).
«¿De quién es esta imagen y la inscripción?… ¿Por qué me tentáis? Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y se maravillaban de él» (Mr. 12:16,17).
En esta escena recogida por el evangelista Marcos, hallamos una trampa dialéctica creada por los líderes religiosos de la época, para situar a Jesús en una auténtica encerrona. De muy poco les sirvió su sagacidad, pues la sabia respuesta del Maestro ante la difícil pregunta de sus encuestadores, les hizo caer en la misma trampa que ellos habían elaborado tan perspicazmente. No fue nada extraordinario, por cierto, que ellos mismos se maravillaran de la sabiduría de Jesús.
Asidos al modelo de Cristo, nos llena de gran admiración su sabiduría. De ella, aprendemos que ante cualquier tentación procurada por los que nos rodean, sirva una respuesta sabia como la de Jesús para desarmarlos. Por mucho que nos acechen, o quieran hacernos caer, la sabiduría nos protege, nos guarda del mal, nos provee de discernimiento para entender y capacidad para responder. Porque la fuerza física, el poder humano, las riquezas, la inteligencia, y demás facultades, no prevalecen ante la sabiduría…
Indudablemente la sabiduría proviene de Dios, y además el Espíritu nos ayuda en la asimilación y aplicación de esta gran virtud. Pero, si bien es verdad, no esperemos que venga a nosotros en forma de rayo mental, porque en esto el Espíritu nos ayudará siempre y cuando seamos diligentes. Dios tiene sus procedimientos para proporcionar sabiduría a sus hijos, y entre otros varios también se nos demanda el uso de la diligencia. Entre tanto, la Escritura nos insta a buscar la sabiduría como si fuera el tesoro más preciado que existe. Aunque, a la verdad, y para desdicha de muchos, hoy sigue siendo todavía el más despreciado.
Si Jesús nos dio el ejemplo de sabiduría, dando respuesta sabia a la difícil pregunta que le plantearon, también nos concierne saber utilizar nuestros pensamientos de forma que muestren respuestas sabias y acertadas en todo momento.
Visto desde la perspectiva espiritual, la sabiduría llega donde la inteligencia humana no es capaz de ni siquiera acercarse, ya que muchas veces camina por sendero distinto.
«Dios no es Dios de muertos, sino de vivos; así que vosotros mucho erráis» (Mr. 12:27).
En esta frase, la respuesta del Maestro fue dirigida hacia la raíz, al centro mismo de la cuestión. Y es que Jesús no se anduvo con rodeos innecesarios, dándole vueltas a las cosas en el giro de una noria de feria. Por el contrario, siempre pareció ir al origen del problema en todos los asuntos que manejó, y sus respuestas fueron, además de profundas, concisas y prácticas. En este caso, el argumento explicativo que el Maestro presentó a los saduceos, pasaba por la propia lógica y el peso de la verdad divina: «Dios no es Dios de muertos».
Por otro lado, podemos advertir en la conclusión bíblica, que en ningún momento Jesús dijo que ésta fuera su opinión. La afirmación del Maestro fue categórica, además de razonable. ¿Qué religión estaban profesando los saduceos, si no tenían presente al Dios de los vivos? Igualmente, extrayendo el ejemplo de Jesús, notamos que a veces en nuestra extremada manera de enseñar, se suelen pronunciar con bastante frecuencia frases como: ¡En mi opinión! ¡según yo lo veo! ¡en mi criterio personal! Es verdad que en cuestiones difíciles, o bien secundarias respecto a doctrina bíblica, debemos utilizar estos términos. Sin embargo, cuando se trata de verdades fundamentales, como las que el Señor pronunció, nuestras confesiones deben ser del todo seguras, y no debe haber ningún tipo de duda en nuestros labios.
Aquí nos percatamos de que la respuesta de Jesús fue sabia, aparte de concluyente. ¿Cómo podían plantear los saduceos una propuesta religiosa, desde la aceptación de un Dios eterno, donde la existencia humana se termine con la muerte?
Estamos convencidos de que Jesús nunca habló con ligereza, sobre todo en lo que se refiere a los asuntos que pertenecen a la eternidad. Antes bien, sus palabras, llenas de certeza y seguridad, contenían valiosas enseñanzas que no dejaban indiferente a nadie.
En resumidas cuentas, la sabiduría halla su especial encuentro, de manera casi obligatoria, en la forma y el contenido de la comunicación. Con este enfoque integral, el Maestro expresó su sabiduría tanto en sus enseñanzas como a través de sus propias acciones.
Si no aspiramos a vivir con el propósito de alcanzar la sabiduría, estemos alertas, porque la necedad no tardará mucho en alcanzarnos a nosotros.
El que no adquiriere sabiduría, su pobreza le delatará.
EJEMPLO DE AUTORIDAD
Hablar de autoridad se considera asunto arriesgado en un mundo tan extremo como el presente, donde fácilmente se confunden los términos. Jesús fue un maestro con gran autoridad, cierto es. Sin embargo, en su manera de enseñar nunca se percibió formas de tiranía o despotismo alguno.
«Y se burlaban de él. Mas él, echando fuera a todos…» (Mr. 5:40).
Según reza el texto bíblico, la hija de Jairo había fallecido. Y nos imaginamos que sus parientes aplicaron todos los recursos médicos conocidos por entonces para intentar reanimar a la niña; pero de nada les sirvió. Las comprobaciones del momento daban fe de que realmente la niña había muerto, y parecía impensable que volviera otra vez a la vida.
Aquellos que contemplaron la dramática escena, ven llegar a Jesús: un carpintero, que sin conocimientos médicos oficiales, pretendía restablecer la vida de la pequeña… Parece razonable, pues, que no creyesen que Jesús podría resucitarla, y por ello la reacción lógica a las palabras del Maestro, fue la burla.
Con todo, Jesús respetó la incrédula opinión de los allí presentes; pero lo que no estuvo dispuesto, en ninguna manera, es a recibir la burla cuando el poder de Dios se iba a poner de manifiesto. A tal efecto, la reacción de Jesús no se hizo esperar, aplicando su autoridad espiritual con toda determinación y echando fuera a los incrédulos.
Hacemos bien en seguir el modelo bíblico, porque el cristiano no debe ser considerado una persona apocada, que siempre camine cabizbaja, en actitud de constante inferioridad. En sentido opuesto, el discípulo que desee reflejar a su Maestro, marchará con la autoridad que le brinda su posición como hijo de Dios, además de fiel seguidor de Jesucristo.
Al igual que ocurrió entonces, seguramente habrá ocasiones en que recibamos el rechazo a causa del ejercicio de nuestra fe. Pese a todo, la imagen del testimonio cristiano ha de contener la impronta expresada en la autoridad de Jesús. Tal y como se desprende de su ejemplo, también debemos poner límites a nuestras relaciones personales y aplicar prudencia en nuestro ministerio cristiano, para que a ser posible nadie sobrepase las fronteras del respeto y la libertad humana.
Como hemos observado en el texto, la paciencia tiene un límite, y así como el Maestro, también en determinados momentos al discípulo le corresponderá manifestar su autoridad como conviene.
«Vinieron, pues, a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera (decisión enérgica) a los que vendían y compraban en el templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y no consentía (muestra de autoridad espiritual) que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones» (Mr. 11:15).
Esta secuencia histórica producida en el templo de Jerusalén, nos muestra un ejemplo de autoridad suprema. Jesús se enfada, y con razón, descubriendo de tal manera, y a cara descubierta, el celo santo por las cosas sagradas.
No debe parecer extraño que Jesús comenzara a echar fuera a los cambistas, como a los vendedores y compradores, puesto que el templo se había convertido en un centro de negocio, haciendo que los elementos sagrados tuvieran solamente un significado de tipo comercial. Y es que con las cosas santas no se puede frivolizar, ni mucho menos convertirlas en medio de lucro, como fue en este caso…
Examinando la aplicación bíblica, tenemos la impresión de que esta misma ambición ha perdurado en el tiempo, puesto que también hoy existen los llamados «profesionales de la religión», que no tienen escrúpulos a la hora de lucrarse con los elementos sagrados. Tal y como expresa el texto leído, vemos la disposición errónea de aquellos que administraban en el templo, pues habían perdido por completo el sentido espiritual que debía tener, esto es, para la adoración a Dios… Jesús los llama ladrones, y con buen juicio, dado que algunos se habían apropiado indebidamente de los asuntos que pertenecen a Dios, manejándolos a su libre arbitrio, para conseguir unos fines claramente egoístas.
La integridad espiritual del Maestro puso al descubierto una santa indignación, que en tal caso fue provocada por el descaro con el que los presentes negociaban con las cosas espirituales. La impresión que Jesús recibió de lo que allí sucedía, contrastaba grandemente con la finalidad simbólica del propio templo, llevando un sentido claramente devocional, y no meramente profesional.
El ejemplo de Cristo nos enseña que no debemos esconder intereses personales en el servicio cristiano, ni mucho menos buscar beneficios materiales, pues ello hace que la vida espiritual cobre un aspecto horrendo a los ojos de Dios, ofreciendo a la vez una desfigurada imagen del Evangelio y de su gracia salvadora. El celo santo de nuestro Maestro le llevó a expresar su autoridad con el máximo rigor, denunciando la verdad de lo que allí estaba ocurriendo; aplicando asimismo un calificativo que definió con toda precisión la categoría de aquellos administradores del templo: cueva de ladrones.
Así fue como la adoración a Dios se convirtió en un lucrativo negocio para algunos; y gracias a los dirigentes del templo que permitían aquel espectáculo tan grotesco, los sacrificios llegaron a degenerar en pura rutina religiosa, privada por completo de contenido espiritual.
En este asunto, reconocemos que nuestro Maestro fue cálido y amable en muchas ocasiones, pero aquí no tuvo por menos que enfadarse, y adoptar una postura de máxima indignación, al contemplar el grotesco espectáculo de corrupción que se ofrecía en el recinto del Santuario divino. De igual manera el creyente que se mantiene fiel a su Señor, también a veces debería indignarse con la iglesia tibia que le rodea; pero sin incurrir, por supuesto, en una postura de odio o rencor, que sin duda nos descalificaría como seguidores de Jesús y promotores de su amor.
«…todo el pueblo (el pueblo que le escuchaba) estaba admirado de su doctrina» (Mr. 11:19).
Podemos advertir en el texto bíblico, que la autoridad de Jesús no se presentó marcada por el sometimiento al mandato divino, sino más bien por el resultado directo de su predicación, que fue precisamente lo que originó la admiración hacia su persona. Una admiración, que como bien se sabe, ocasionó que toda una multitud se allegara al Maestro… Aunque, por otro lado, notamos que también provocó la envidia, como era de esperar, y en consecuencia el rechazo de su mensaje.
Es muy probable que Jesús no programara grandes sermones para impresionar a la sociedad de entonces, sino que el procedimiento que siguió fue el de compartir una enseñanza del todo natural, la cual provenía de su propia vivencia personal, y lo más importante, de su verdadero amor hacia el prójimo. Al tiempo, la sabiduría de sus palabras y la claridad de sus expresiones, encontraban su espacio en las aplicaciones prácticas que supo presentar en cada una de sus lecciones. Todo ello le confirió a Jesús la base indiscutible de su autoridad; por eso nadie podía rebatirle en ninguna enseñanza, y aquellos que lo intentaban, quedaban desarmados al momento y además acusados por su propia ignorancia.
Hoy no acontece según el modelo de Jesús, y así el Cristianismo recorre sus días privado de efectividad. Y entre otros motivos, también se contempla la falta de admiración por la enseñanza bíblica. No nos referimos aquí tanto a la doctrina en sí misma, como al mensaje vivo y práctico de la Palabra, que es el que debe acompañar a dicha doctrina. Porque cualquier instrucción que no conmueva el corazón del oyente, atendiendo a sus necesidades personales, se convierte en una ciencia seca y vacía, que sirve para muy poco.
Sabemos que la autoridad del Maestro no fue determinada por la imposición de sus doctrinas, sino por el dulce impacto de sus palabras, que llenas de amor y compasión, atrajeron el interés de sus contemporáneos…
Consideremos el claro ejemplo de Jesús, porque si nuestras propuestas cristianas no producen ningún impacto en el corazón humano, es porque a veces son pronunciadas por la vía de la imposición, y no por el camino de la atracción. Habremos de recapacitar sobre el contenido de toda doctrina, y valorar si los componentes de nuestros mensajes son prácticos, atrayentes, admirables; si éstos comprenden adecuadas aplicaciones personales, familiares, sociales o eclesiales, o si por el contrario provocan aburrimiento, desinterés e inapetencia.
Con el mensaje de Jesús nadie permaneció aburrido e impasible, y mucho menos quedó indiferente. Así que, si el Maestro despertó la admiración de aquellos espectadores, nos preguntamos hoy, ¿qué efecto causa en la mente y el corazón del oyente nuestras palabras? Y, ¿cuántas veces podría decirse de nosotros que alguien se ha admirado por la doctrina que predicamos?
El carácter firme de Jesús, debe imprimir firmeza a nuestro carácter.
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