Introducción – Una cuestión hermenéutica

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Teniendo presente la fidelidad del pensamiento bíblico, no podemos negar que existe un cierto abismo doctrinal entre los extremos del movimiento llamado carismático y el cristianismo evangélico tradicional. Tanto es así, que debido a la gran expansión de este fenómeno en el mundo cristiano, y en medio de la evidente controversia mostrada entre los extremos de la doctrina carismática y la doctrina evangélica más conservadora, muchos creyentes viven inmersos en un gran dilema; confundidos y desorientados, no encuentran una base bíblica, sólida y razonable, donde apoyar firmemente su espiritualidad cristiana. Ciertamente es difícil definir la doctrina carismática; y consideramos que ni siquiera se le puede llamar «doctrina», debido principalmente a su falta de definición y a sus múltiples variantes. Por este motivo, procuramos no incluir en las conclusiones a todos los llamados carismáticos. Como se sabe las manifestaciones carismáticas no son exclusivas del cristianismo evangélico, y las tales se encuentran muy diversificadas en sus expresiones religiosas.

También es preciso aclarar que el presente trabajo no se muestra a modo de crítica destructiva hacia ninguna persona, dentro de ningún sector cristiano en especial. Más bien constituye una advertencia en contra de algunas doctrinas y prácticas extremas que no se presentan de forma clara en la Sagrada Escritura. No se pretende, pues, ofender a ningún hermano en la fe, ni establecer veredictos judiciales con las objeciones a ciertas enseñanzas extra-bíblicas que se suelen observar en algunos círculos cristianos carismáticos. Aunque, no obstante, también entendemos que perderíamos la integridad si con nuestro silencio permaneciésemos cómplices con los errores promovidos por la extrema doctrina del citado movimiento carismático.

Tal vez alguien pueda pensar que con esta propuesta se procura crear la división, o romper la unidad cristiana. En esto, debemos admitir que la comunión de las iglesias, o sectores evangélicos, no viene marcada por la aceptación incondicional de «cualquier viento de doctrina», como bien cita Efesios 4:4. No concibamos mal la unidad cristiana. El creyente que rompe la unidad y comunión evangélica es precisamente aquel que se aleja de la doctrina correcta, expresada de una vez por todas en la Revelación de Dios. Porque, si tenemos en cuenta la siguiente norma bíblica universal: «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada» (2 P. 1:21), deberemos aceptar la enseñanza de que no puede haber varias interpretaciones de la Biblia. Luego, creemos, vivimos, y predicamos la única y exclusiva verdad de Dios, o por el contrario estamos creyendo, viviendo, y en consecuencia predicando una mentira.

Con esta convicción, cualquier cristiano comprometido con su Señor está llamado a contender ardientemente por la doctrina que ha sido otorgada una sola vez a los creyentes, según se nos exhorta en la carta de Judas (v.3). Por lo cual, mostrando cierta prudencia y humildad, pero sin perder la entereza y la valentía, debemos hacer frente a todas aquellas enseñanzas o prácticas que se presentan como «doctrina verdadera», pero que por su débil y oscura argumentación bíblica carecen de solidez y fundamento para ser reconocidas como tal.

Por otra parte, huelga decir que el propósito de esta obra no es confeccionar un estudio amplio y exhaustivo sobre todas las prácticas carismáticas, lo que nos llevaría a desarrollar demasiado texto. El objetivo fundamental es mostrar un análisis razonable de lo que está ocurriendo en el sector carismático extremo, a la luz de las Sagradas Escrituras, que por algo son las que poseen la última palabra en materia de doctrina, sobre todo para la vida del cristiano que quiera ser consecuente con su fe. Y con esta aspiración debemos examinar la enseñanza carismática, investigando los motivos que la originan, así como los efectos negativos que se producen en nuestro Cristianismo contemporáneo, a causa de sus extremos doctrinales.

En definitiva, solamente se pretende mostrar ciertas reflexiones, con el objeto de avivar el deseo de investigación bíblica entre los cristianos, para que averigüen, cada uno de forma personal, la verdad revelada en la Palabra de Dios y, cómo no, también las mentiras que Satanás pretende introducir por medio de sus artimañas doctrinales, resultando en unas excesivas prácticas que, a la verdad, carecen por completo de fundamento bíblico.

Estimado lector, si usted es un cristiano sincero, y desea hacer la voluntad del Dios que le ha salvado, entonces pídale en oración y con sinceridad de corazón, que le ayude a descubrir la verdadera doctrina; pues de ello depende no sólo su correcta orientación espiritual aquí en la tierra, sino que también constituye su completa preparación para vivir en la eternidad, en plena comunión con Dios y su eterna Palabra.

Por lo demás, hacemos bien en seguir las instrucciones de nuestro Señor, transmitidas a través del apóstol Pablo: «Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina» (Tit. 2:1).

«El Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios» (1 Timoteo 4:1).

HACIA LA INTERPRETACIÓN CORRECTA

Meditando sobre el tema que nos ocupa en este primer apartado, la recomendación bíblica se dirige hacia el problema de fondo: «Que usa bien la palabra de Verdad» (2 Ti. 2:15). Según este versículo, la consecuencia que se deriva es la siguiente: si no se interpreta correctamente la Palabra de Dios, tampoco se podrá hacer un buen uso de ella. En tal caso, lo único que se ocasionará son doctrinas y prácticas, que a la postre se desviarán de la correcta enseñanza bíblica. Por ello podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que los extremos producidos en el entorno de nuestro «ámbito evangélico» (por desgracia el calificativo «evangélico» se encuentra muy desfigurado de su significado original) se deben fundamentalmente a una interpretación errónea de las Sagradas Escrituras; precedida ésta por un desconocimiento de los principios más básicos pertenecientes a la llamada Hermenéutica bíblica.

Ya en tiempos del Nuevo Testamento se hallaban movimientos infiltrados dentro de la verdadera Iglesia, y éstos fueron denunciados por los mismos apóstoles, debido principalmente a las doctrinas erróneas que pretendían introducir en las comunidades. No resulta impropio pensar, por tanto, que aquellas advertencias hayan quedado registradas en la Biblia, para que también los creyentes de hoy recojamos el ejemplo. Así reza el texto bíblico: «Porque vendrá (futuro) tiempo cuando no sufrirán (soportarán) la sana doctrina (elemento clave), sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán (son muchos) maestros conforme a sus propias concupiscencias (motivaciones egoístas)» (2 Ti. 4:3).

En primer lugar es del todo imprescindible aceptar la enseñanza de que solamente existe una interpretación de la Biblia, no varias. Si bien es verdad que los textos pueden comprender incontables aplicaciones para nuestra vida personal, la interpretación justa de los escritos bíblicos la determina la Hermenéutica Bíblica (el conjunto de normas que establecen la correcta interpretación de los textos sagrados). A este respecto, la misma Escritura nos ofrece innumerables normas de interpretación (buena parte de la Hermenéutica se encuentra en la propia Biblia), como veremos a continuación; y supeditadas éstas al cumplimiento de las reglas más básicas: la dependencia de Dios y la iluminación de su Santo Espíritu, que se corresponden asimismo con un sincero deseo de obediencia al Señor, y con la subordinación a los métodos que Él mismo ha estipulado en su Palabra para poder interpretarla.

Es cierto que el Espíritu Santo habrá de iluminar nuestra mente para conocer el sentido espiritual y práctico de la Escritura Sagrada. Pero, no es menos cierto que la Palabra, la Revelación de Dios, se ha transmitido en el escenario de la historia de la Humanidad. Por consiguiente, es nuestra responsabilidad conocer los factores de ese escenario, donde la Palabra asume la configuración final determinada por Dios, a la vez que adquiere un significado concreto para el ser humano.

Así que, es preciso atender a la recomendación expuesta. Todo aquel que desee llegar a una comprensión adecuada de la sana doctrina, necesitará conocer, en buena medida, las indicaciones que nos ofrece la Hermenéutica Bíblica.

Teniendo en cuenta lo dicho, no parece sensato aplicar una exégesis bíblica sobre la base de nuestras propias emociones, impresiones personales, o experiencias subjetivas; y a continuación insertar versículos bíblicos aislados y desprotegidos de su contexto, para crear cualquier doctrina sin importar las normas establecidas. Y ésta es, verdaderamente, la base hermenéutica de la mayoría de círculos carismáticos extremos, desde donde se confeccionan y desarrollan el conjunto de enseñanzas y prácticas extra-bíblicas. Luego, de ninguna manera podremos entender correctamente las Escrituras, si a la vez ignoramos las adecuadas herramientas de interpretación para tal uso.

Por esta razón planteada, y debido al gran desconocimiento que se ha podido constatar, no tan sólo en el ámbito carismático, sino en buena parte de nuestro desarrollado mundo cristiano, consideraremos oportuno mencionar algunas sencillas reglas de interpretación bíblica, las cuales se habrán de tener presente a la hora de estudiar la Santa Palabra de Dios.

Como ya señalamos, estas reflexiones no se escriben con la intención de refutar todos los errores que se puedan producir en el extremo carismático. Lo que se procura es ofrecer ciertas claves de interpretación bíblica, las cuales se desprenderán a lo largo de los comentarios de la presente obra –previa mención de algunas normas en este apartado–, con el propósito de que sea el mismo lector quien examine sus propios presupuestos doctrinales.

Con este espíritu de investigación, presentaremos seguidamente algunas pautas que se estiman de interés general, para que podamos analizar con buenos criterios exegéticos todos los extremos doctrinales que se puedan plantear.

EL CONTINENTE BÍBLICO

Por lo general, los cristianos creemos que Dios ha comunicado al ser humano su propia voluntad, descubriéndola por medio de la Palabra escrita… A esta manifestación divina la vamos a denominar el contenido bíblico. Sin embargo, para que podamos comprender mejor su Revelación, Dios la ha transmitido en diferentes periodos de la Historia y por medio del lenguaje humano. A estos medios de comunicación los llamaremos el continente bíblico. Querer, por lo tanto, conocer sólo el «contenido», esto es, la Revelación de Dios que incluye la doctrina bíblica, sin conocer también el «continente», es decir, el proceso de comunicación que se extiende a través de los varios libros de la Biblia, ubicado en un contexto histórico (circunstancias sociales, culturales, políticas, geográficas…), así como el desarrollo lógico de la teología bíblica en el tiempo, entre otros factores, es no aceptar la manera y las condiciones especiales por las cuales Dios ha hablado. Es, en definitiva, rechazar los propios métodos que el Espíritu Santo ha utilizado para concedernos su Revelación escrita.

Factores del continente bíblico

Para confirmar una doctrina bíblica, en primer lugar corresponde al creyente examinar el texto cuidadosamente, haciéndolo siempre desde su fondo «histórico» y su condición «gramatical». Como ya hemos indicado, el contexto va a determinar, en gran manera, la interpretación del propio texto. Por ello es interesante descubrir, si así lo permite el pasaje bíblico, todos los datos internos que éste nos pueda aportar; y a partir de ahí, deberemos involucrarnos lo máximo posible en el escenario del escrito. A ello añadimos los datos que la propia Historia nos proporcione: como pueden ser las costumbres del lugar, las circunstancias especiales del momento, los componentes del ambiente político, social y religioso, y demás pormenores.

Continuando con este enfoque, también es conveniente vislumbrar la motivación principal de los escritores (causas de la redacción), que a veces se relacionará con la situación vital en la que ellos mismos se encontraban a la hora de escribir el texto. De igual manera ocurrirá con los destinatarios del libro o carta que estemos leyendo; puesto que deberemos, en su caso, averiguar el significado que el mensaje tenía para ellos (los primeros oyentes o lectores del texto bíblico). A este respecto, es preciso saber que, como norma, siempre deberá existir una «conexión» entre el significado original y la aplicación doctrinal que podamos extraer del texto.

Al mismo tiempo, es recomendable familiarizarse con el esquema del libro y su estructuración básica: observando la composición, sus diferentes secciones, el orden y la importancia de las expresiones; además de reconocer el estilo literario del documento, e identificar las figuras retóricas del lenguaje.

También resulta indispensable percatarse del pensamiento o enseñanza central que el autor intenta expresar a través de los distintos pasajes, y a la vez reconocer las palabras claves que se repiten a lo largo del libro, carta o porción bíblica.

Con el objeto de obtener una adecuada comprensión, es de gran utilidad descubrir el significado que originalmente tuvieron las palabras o expresiones escritas, así como los tiempos verbales y demás aspectos gramaticales. Para ello resulta de enorme valor reconocer las diferentes traducciones en griego o hebreo, el uso de los términos en aquella época y sus diferentes acepciones (para aquel que tenga acceso a la información, claro está).

Ahora bien, en ningún modo debemos olvidar que la Biblia es inspirada por Dios, y por lo tanto habremos de aceptar que en ella se encuentre un significado espiritual implícito (no histórico) subyacente al mismo texto. Siendo cierto esto, que puede existir un sentido que trascienda al propio significado del texto (por ejemplo el elemento profético, o bien alguna aplicación especial), recordemos no obstante la relación esencial que éste debe guardar con su sentido natural a la hora de establecer «doctrina» para la Iglesia. Se hace obligatorio, pues, que cualquier enseñanza goce de una concordancia lógica con el significado histórico-gramatical, así como con todos los principios teológicos análogos al conjunto de textos bíblicos, que de manera conjunta guardarán la unidad de la Escritura.

Dicho todo esto, advertimos que lo señalado hasta aquí no se tiene muy presente cuando se valora una doctrina. Por lo general, la estrategia hermenéutica que se aplica, sobre todo en el «extremo carismático», es tan simple como escoger algunos versículos aislados para apoyar la consecuentes experiencias emocionales, que son, hoy por hoy, las que preceden y también determinan toda interpretación. El texto bíblico, en este caso, es sacado sin miramiento alguno del contexto en el que se sitúa, formulando así doctrinas y prácticas que, como iremos contemplando a lo largo del presente trabajo, muy poco tienen que ver con el auténtico mensaje bíblico.

LA ANALOGÍA BÍBLICA

Una manera fácil de comenzar a distinguir si una doctrina carece de fundamento bíblico, es realizando un examen comparativo de los textos, desde la propia coherencia bíblica. Así pues, cuando intuyamos que una doctrina es de carácter dudosa, se hará conveniente recurrir a lo que en términos teológicos se conoce como ANALOGÍA BÍBLICA. Para aplicar esta disciplina, deberemos comparar las enseñanzas que puedan ser oscuras, con todo el cuerpo doctrinal que existe en el conjunto de la Escritura, y que habla acerca del tema en cuestión. Es entonces cuando empezaremos a reconocer si los otros pasajes bíblicos apoyan la doctrina, o bien se contradice con la enseñanza general de la Palabra, a la luz de sus verdades más fundamentales. De esta forma, comprobaremos si dicha doctrina guarda unidad con todo el pensamiento global de la Biblia, conforme a los principios universales de la Revelación escrita que Dios nos ha dejado.

Si estamos de acuerdo con que la Biblia se interpreta a sí misma, podemos entonces aplicar un ejercicio sencillo, practicando los pasos siguientes desde la propia lectura que hagamos de un texto bíblico. Con este método podremos saber si cualquier doctrina está lo suficiente argumentada como para poder otorgarle el crédito necesario, y obtener así la seguridad de que estamos bien encaminados:

Debemos afirmar toda enseñanza doctrinal en su propio contexto inmediato (versículos anteriores y posteriores).
Contemplar esta doctrina en su amplio contexto (tener en cuenta todo el pasaje o porción bíblica).
Investigar la doctrina a la luz de la idea central del autor –enmarcada en el pasaje o bloque de pensamiento–, el cual define el principio y el fin del tema tratado.
Examinar la doctrina según todo el pensamiento general del libro o carta que estemos leyendo.
Descubrir la doctrina a la luz de la historia del Testamento (AT o NT) en el que sitúa.
Reconocer la doctrina teniendo presente los principios generales de toda la Biblia, con los cuales deberá guardar una relación coherente.
Finalmente, aseguraremos la doctrina sobre la base de todos los pasajes paralelos y enseñanzas que mantengan una correspondencia entre sí.
Si hasta aquí no hemos concluido con suficiente claridad, examinando lo oscuro a la luz de lo claro, no tendremos más remedio entonces que desechar toda enseñanza cristiana, que así se presente como doctrina o norma de fe.

UNA VISIÓN GLOBAL DEL CONTINENTE BÍBLICO

El Antiguo Testamento

En primer lugar resulta indispensable entender, con la máxima amplitud mental, que el Antiguo Testamento comprende el escenario profético donde se desarrollaron los acontecimientos históricos que apuntaban a la obra del Nuevo Testamento; teniendo como personaje central a Jesucristo. Luego, para realizar una exégesis correcta de los antiguos documentos bíblicos, se hace necesario discernir con toda precisión este pensamiento, cuyo amplio desarrollo podemos descubrir, dicho de paso, en la epístola a los Hebreos: es la «sombra» (He. 10:1).

Efectivamente, el Antiguo Testamento constituye la Revelación de Dios concedida al pueblo de Israel. Pero, sin embargo, no olvidemos que hubo una finalidad histórica muy especial, claramente expresada en el Nuevo Testamento: que se cumpliese el plan de la Salvación provisto por Dios desde la eternidad en Cristo Jesús. Con este fin, la constancia de Dios en cuanto a la preservación del pueblo de Israel, fue primordial, guardándolo y utilizándolo para tal propósito. Y muchas de las promesas son concedidas a Israel, así como mandamientos y estatutos, con la finalidad de llevar a cabo, física e históricamente, la gran obra de Cristo en la cruz del Calvario, haciendo así posible la salvación de la propia Humanidad perdida. Y cuando este objetivo, predicho a lo largo de toda la Antigua Alianza, se cumplió en Jesucristo, también al mismo tiempo quedaron anulados los aspectos antiguos de la Ley: como pueden ser las normas de conducta dadas al pueblo, las leyes cívicas y rituales, o algunas promesas que fueron específicas para el pueblo de Israel como nación.

Una vez admitida esta enseñanza, tampoco nos obligamos en ningún caso a eliminar el Antiguo Pacto, ya que estaríamos haciendo agresión a la recomendación bíblica: «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron» (Ro. 15:4). Es verdad, con la lectura y meditación de los antiguos Escritos, podemos recoger abundantes enseñanzas y ejemplos prácticos para nuestra vida cristiana, así como principios esenciales del carácter de Dios, considerando –por comparación– la manera como Él sigue obrando hoy en la vida y en las circunstancias de muchas personas. Con todo, y aun siendo esto cierto, resulta completamente erróneo establecer doctrinas o prácticas para el cristiano de nuestro siglo sobre pasajes del Antiguo Testamento, máxime si éstas no encuentran su amplio apoyo en el Nuevo.

Muchas de las dificultades o aparentes contradicciones que encontramos y que no entendemos, respecto de la intervención de Dios en la Antigüedad, como podría ser su estricta justicia o su gran permisividad, son fácilmente comprensibles (o por lo menos aceptables) cuando reconocemos que por encima de todas las cosas, el designio central de Dios fue la «salvación eterna» de la propia Humanidad; y ésta solamente podía hacerse efectiva en la persona de Jesucristo (en su muerte y resurrección), a través de la historia de un pueblo llamado Israel. Por tal razón, la presentación genealógica era tan relevante para un judío. La descendencia pura, en la preservación de las familias, garantizaba el cumplimiento profético sobre la venida del Cristo (descendiente de Abraham; de la nación de Israel; de la tribu de Judá; de la casa de David…). De otra manera, la Salvación no se hubiera llevado a cabo con la fiabilidad histórica requerida por Dios desde la Antigüedad. Y con este pensamiento, podemos afirmar que la «perspectiva mesiánica» es de crucial importancia, tanto para interpretar el Antiguo Testamento, como para construir una visión correcta de la doctrina bíblica aplicable a la Iglesia en nuestra era contemporánea. Ahora bien, la obra ya se completó, y lo que no podemos hacer, en ninguna manera, es volver otra vez al escenario, al cuadro preparatorio, para asentar dogmáticamente cualquier postura teológica que no sea apoyada por el Nuevo Testamento.

Por lo demás, a la hora de establecer una doctrina, haremos bien en considerar los diferentes momentos del panorama histórico: antes de la Ley; los distintos periodos proféticos; los dos grandes cautiverios del pueblo dividido (Asiria y Babilonia); la restauración de la nación posterior a la deportación babilónica; entre otros momentos relatados en cada libro. De esta manera habremos de contemplar los sucesos históricos, y descubrir si las enseñanzas o promesas bíblicas fueron sólo temporales, o bien permanecen invariables hasta nuestros tiempos.

Los cuatro evangelios

Quienes escribieron los evangelios que aparecen en la Sagrada Escritura, no pretendieron ofrecer la doctrina sistemática que la Iglesia de Jesucristo tendría que practicar a lo largo de la Historia. Éste no fue, precisamente, el propósito principal de los autores que redactaron los documentos evangélicos.

Los evangelistas, con sus escritos, quisieron darnos a conocer –guiados por el Espíritu Santo– una buena noticia (evangelio), y el desarrollo de esa noticia en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; pero no una información doctrinal estática y permanente para la Iglesia. Ellos presentaron a la Persona gloriosa de Jesús como el Señor y Salvador de la Humanidad; y a su perfecta obra, como el cumplimiento de las promesas comprendidas en el Antiguo Testamento. Y la motivación de todo ello fue, sin duda alguna, la de expandir el Evangelio de Jesucristo, dando a conocer el mensaje de la Salvación, y presentando además la ética del Reino de los cielos… Aunque, no obstante, también con sus escritos expresaron un deseo implícito de confirmación en la fe y de consolidación «evangélica» para las iglesias existentes, desde luego. Pero, visto con toda lógica, no podemos admitir que ellos trataron de ofrecer un compendio doctrinal y fundamental sobre eclesiología, y mayormente cuando lo que rondaba por sus mentes era la imagen de un inminente regreso de Jesucristo.

Si podemos aprender algo de los evangelios, a buen seguro, son pautas morales y espirituales; enseñanzas universales presentadas por el gran Maestro, que tienen que ver esencialmente con la salvación, la condenación, la esperanza, la fe, el amor, y lo que se deviene de todo ello: nuestra buena relación con Dios, y también con nuestro prójimo.

Lo que en ningún modo presentan los evangelios, son las formas doctrinales que hoy debe practicar la Iglesia. El Señor Jesús no nos dejó un manual escrito de liturgia eclesial. En todo caso, si queremos cumplir con la «doctrina» que se revela en los evangelios, ésta comprende abundantes enseñanzas y principios éticos comunicados por el gran Maestro; pero en ningún caso el ministerio mesiánico, con los milagros y las señales que le correspondieron solamente a Él, y a los que Él estableció de acuerdo con su soberanía (como veremos más adelante).

Fueron, a este efecto, los apóstoles y discípulos de Jesucristo, los que recogieron todas las enseñanzas de Jesús y las transmitieron a los cristianos del primer siglo; primero de forma oral, y seguidamente por medio de los escritos que encontramos en las epístolas. Y aunque los evangelios fueron redactados más tarde que muchas cartas del Nuevo Testamento, ello no significa que presenten una doctrina más desarrollada; es un problema de fecha en la redacción, y no de evolución en la enseñanza o doctrina.

Hechos de los Apóstoles

Como su propio título indica, el libro no intenta definir la doctrina apostólica, sino los hechos (los actos) que los propios apóstoles realizaron, como cofundadores de la Iglesia de Jesucristo. Y es de suma importancia reconocer, con toda transparencia, que en ningún lugar del Nuevo Testamento se nos insta a que repitamos todos los hechos que en aquel tiempo efectuaron los apóstoles.

El libro de Hechos, según v.1, es la narración escrita a una persona: Teófilo (posiblemente un cristiano). Pero Lucas, el autor, en ningún momento trató, con sus escritos, de instruir doctrinalmente a la Iglesia. «Hechos», en su concepción original, es la narración histórica del nacimiento, crecimiento, expansión y consolidación de la Iglesia de Jesucristo, y no un libro de doctrina.

Este documento bíblico recoge el periodo de transición que hubo entre el Judaísmo y el Cristianismo, el cual ya se había establecido y se encontraba en proceso de crecimiento, perfeccionamiento y consolidación. De tal forma, el libro de Hechos no permanece estático, pues mantiene todo un «desarrollo» en donde observamos que la Iglesia experimenta modificaciones en su contenido doctrinal. Es cierto que este libro no presenta una doctrina fija para la Iglesia. Pero al igual que en los evangelios, también podemos extraer enseñanzas aplicables para nuestros días. En esto, es preciso entender que Hechos no posee una finalidad doctrinal, aun cuando estén presentes, claro está, los principales aspectos doctrinales que tienen que ver con la Salvación, en su concepto más amplio. En esta dirección, notamos que los hechos de los apóstoles (sus milagros, prodigios, señales…) fueron realizados como demostración palpable de que ellos (y no otros) eran los enviados directos de Jesús, esto es, los que iban a conformar la doctrina cristiana para la Iglesia y, por ende, los únicos que habían adquirido una autoridad especial de parte del Señor. Y esta autoridad delegada, fue evidentemente demostrada por sus hechos portentosos, los cuales ratificaron el advenimiento del Salvador.

Estas señales mesiánicas, pues, identificaron a los apóstoles como representantes del Mesías; y desde esta representación, se preparó el terreno, como convenía, para que posteriormente se consolidara la doctrina apostólica, por la cual debe conducirse hoy la Iglesia de Jesucristo.

Comprendamos que la Iglesia no está fundada en los hechos que realizaron los apóstoles, no nos engañemos, sino en su doctrina, que es la que Jesucristo les comunicó. Por esta causa, y en medio de la evidente confusión doctrinal del momento, el asentimiento hermenéutico del apóstol al joven Timoteo fue suficientemente claro y preciso: «Pero tú has seguido mi doctrina (no los milagros, sino la doctrina apostólica)» (2 Ti. 3:10). Como bien podemos observar a lo largo del libro, las experiencias transitorias de la joven Iglesia fueron evolucionando, por lo que no podemos pretender repetirlas hoy; y mucho menos si éstas no mantienen su apoyo seguro en el Nuevo Testamento.

En definitiva, estos hechos confirieron a los apóstoles la necesaria acreditación que les certificó (en aquel tiempo) como portadores del mensaje de Jesús, el Mesías, corroborando así el comienzo de una nueva era: el nacimiento de la Iglesia de Jesucristo, que irrumpe en la Humanidad como la renovada y definitiva comunidad del Reino de Dios.

Las cartas apostólicas

El objetivo de las cartas apostólicas fue, en términos generales, el de transmitir la doctrina bíblica para los cristianos de aquellas primeras iglesias establecidas, proveyendo así de las instrucciones prácticas que éstos debían seguir; y a la vez, suministrando las directrices necesarias para su correcto funcionamiento eclesial.

Las cartas, además, son el cumplimiento del mandamiento dado por Jesús a sus apóstoles, cuando dijo: «Id, y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles (lo enseñaron oralmente y por escrito) que guarden todas las cosas que yo os he mandado» (Mt. 28:19,20). Entonces, debemos preguntarnos, ¿qué cosas les mandó Jesús a sus discípulos para que nosotros las guardásemos? Pues no son otras que las enseñanzas de Cristo explicadas y detalladas en las cartas apostólicas.

Igualmente las epístolas del Nuevo Testamento, aparte de presentarnos la enseñanza apostólica –que es la doctrina de Jesús–, también intentaron corregir muchos de los errores que ya existían en aquellas primeras comunidades cristianas. Parece evidente, pues, que las enseñanzas generales proporcionadas por el Señor Jesús a sus discípulos, recogidas en los evangelios, se convirtieron en instrucciones específicas para nosotros en las cartas del Nuevo Testamento.

También es preciso saber que en el Nuevo Testamento existe un proceso que se ha procurado en llamar la revelación progresiva, donde la doctrina se va desarrollando de forma creciente y gradual. De ahí que las cartas más tempranas del apóstol Pablo, como Gálatas, Tesalonicenses o Corintios, expresen una iglesia que se está constituyendo doctrinalmente. Sin embargo, las cartas más tardías, como pueden ser las pastorales (1 y 2 Timoteo, y Tito), exponen una doctrina de iglesia más formada y estable. Por ello, el contenido de las cartas que se redactaron más tarde, poseen un mayor peso teológico y doctrinal, que aquellas que son de fecha más temprana.

Por lo visto, los documentos escritos a modo de cartas apostólicas, son de un valor incalculable para confirmar cualquier doctrina. No olvidemos, así, que la verdadera Iglesia de Jesucristo adquiere su fundamento inamovible en la doctrina (no en los hechos) de los apóstoles (oficio) y profetas (función), tal como hace constar Efesios 2:20.

Ya se ha mencionado que la enseñanza bíblica se va desarrollando y transmitiendo con carácter progresivo (va creciendo, cambiando, madurando), aunque, como se suele afirmar, Dios siga siendo el mismo. Es cierto que Dios no cambia (es inmutable), pero no obstante su programa en este mundo comprende un desarrollo que en cualquier caso puede ser variable. En cada periodo de tiempo determinado, el Soberano administra, de forma igual o distinta, los medios que considere oportunos; aunque Él siga siendo el mismo (la diversidad en las acciones no implica variabilidad en la persona). Es evidente que Jesús actuó de una manera con los fariseos, y de otra manera muy diferente con la mujer samaritana; y Él no cambia. La actuación de Dios con su pueblo Israel –como nación–, en muchos aspectos no es la misma que con la Iglesia neotestamentaria (y Dios no cambia); y así podríamos añadir más ejemplos expresados en la multiforme gracia de Dios.

COSTUMBRES ERRÓNEAS

Para concluir con este capítulo, se estima conveniente resaltar algunos hábitos erróneos que se suelen aplicar a la hora de leer la Biblia. Y estas insanas costumbres son las que deberemos evitar, en la medida de lo posible, si es que deseamos interpretar correctamente las Escrituras (en sus enseñanzas generales), para así también poder hacer la voluntad de Dios correctamente:

* No tener prejuicios

Es cierto que cuando una persona se convierte a Dios dentro de un círculo cristiano determinado, por lo general suele recibir la influencia de una línea doctrinal definida. Y resulta muy fácil, debido a la lógica inmadurez espiritual, que quede aferrada a ella como si se tratase de la «única verdad».

Toda instrucción bíblica inicial, sea correcta o incorrecta, suele permanecer arraigada en nuestra mente. Y así se corre el peligro –aun de forma inconsciente– de plasmar en nuestro pensamiento conclusiones de antemano respecto a la doctrina bíblica. O lo que también es peor, nos provee de una línea específica de interpretación por la que, posteriormente, filtraremos todos los datos bíblicos que recibamos.

Esta predisposición concluyente nos condiciona a la hora de comprender el texto bíblico, y no en pocas ocasiones distorsiona el mensaje natural que se desprende de la Sola Escritura. Como bien se sabe y mejor se experimenta, resulta muy difícil despojarse de todos los prejuicios contraídos. Sin embargo, es necesario que cuando acudamos a la Biblia, lo hagamos sin dictámenes preconcebidos. Es preferible que primero ella nos hable directamente, y a continuación realizar nuestra humilde valoración, sin incurrir en actitudes dogmáticas.

Reconozcamos, pues, que muchas de las verdades divinas trascienden a nuestra estropeada y no menos limitada comprensión humana: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Ro. 11:33).

* No adoptar una actitud dogmática

Para comprender de forma adecuada el mensaje bíblico, corresponde hacerlo como si realmente no supiéramos nada; manteniendo así nuestra mente abierta a cambiar aquellas cosas que, por su amplio y difícil contenido, son susceptibles de modificación o, en su caso, de ampliación informativa.

Aceptemos de buen grado, como hemos leído en el texto anterior, que la sabiduría de Dios es inescrutable. Tal declaración bíblica es definitiva, y por ello debemos admitir la imposibilidad de alcanzar el conocimiento de la verdad absoluta en todas las disciplinas bíblicas.

Son muchas las ocasiones en las que deberemos abrir las puertas de nuestra mente y los cerrojos de nuestro corazón, para recibir las muchas enseñanzas que seguro desconocemos y que Dios quiera mostrarnos; pues por más que sepamos, siempre podremos estar equivocados, en algo o en mucho (nuestra naturaleza humana sigue estando caída).

En este asunto, no son pocos los cristianos que mantienen por largo tiempo su mente en un estado de hermetismo absoluto, creyendo poseer la verdad en todo lo concerniente a la enseñanza bíblica. Y lo más grave es que la gran mayoría no ha investigado, con rigor bíblico y enseñanza contrastada, ni siquiera sus propias afirmaciones doctrinales.

Por otra parte, también es cierto que a veces los conocimientos bíblicos son mal canalizados, impidiendo así el avance en la correcta comprensión de la doctrina cristiana, y provocando con ello una deformación de la vida espiritual.

Asimismo se perfilan muchas cuestiones doctrinales que son de orden secundario, y en ningún caso vitales para la vida cristiana. Aunque, por desgracia, existen algunos que otorgan demasiado valor a la «tradición», descuidando lo realmente importante; incurriendo, en ocasiones, en una postura dogmática farisaica, la cual provoca una invalidación del mensaje de la Palabra divina, según la advertencia del mismo Señor Jesús recogida en Marcos 7:13.

De conformidad con lo dicho, estamos seguros de que una de las condiciones que se requiere para, por lo menos, obtener una percepción clara de la voluntad de Dios, es la humildad. Por ello, haríamos bien en tener presente la siguiente recomendación bíblica: «Si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo» (1 Co. 8:2).

* No dar rienda suelta a la imaginación

Haciendo uso de la imaginación, se alcanza a manipular la Biblia de tal manera que podemos obtener enseñanzas donde en realidad no las hay (es como sacar agua del desierto). Si así dejamos volar nuestra mente, podremos confeccionar fácilmente cualquier doctrina o práctica extraña a la verdad bíblica. Sólo resta insertar a la original creación, los varios versículos que aparentemente apoyen nuestra particular enseñanza.

Es cierto que en algunos ámbitos cristianos el sentido común (creado por Dios) es un «bien» poco utilizado, y un tanto descuidado cuando leemos las Escrituras. No son pocas las personas que en vez de aplicar el sentido lógico del texto, lo que hacen es dejarse llevar por sus propias fantasías, cuando en el fondo carecen de razonamiento alguno. Si bien esto no debería de sorprendernos, pues ya lo advertía el predicador: «Donde abundan los sueños, también abundan las vanidades y las muchas palabras » (Ec. 5:7).

No olvidemos la importante revelación del profeta Jeremías: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?» (Jer. 17:9). Si atendemos al texto leído, podemos afirmar que la doctrina bíblica no se debe basar en la experiencia del «corazón», sino exclusivamente en la Palabra de Dios. Así, pues, no hacemos mal en desechar toda enseñanza que se extravíe del marco bíblico, pese a lo certera que sea la experiencia.

Resulta curioso escuchar las historias rocambolescas de algunos cristianos extremistas, que navegan con su imaginación hasta límites insospechados. Razonemos con inteligencia, porque si interpretamos la Biblia bajo la «experiencia», seguramente habrá muchas interpretaciones, porque muchas son las experiencias. Y dependiendo de la intensidad y del cariz que éstas posean, así se concebirán las «gafas» de observación bíblica a través de las cuales se contemplará cualquier doctrina.

Para llegar a vencer esta malograda inclinación, no hay nada mejor que tomar ejemplo de nuestro Maestro, el Señor Jesús, el cual se enfrentó con la tentación utilizando como escudo la frase: «Escrito está» (Mt. 4:4). Y todavía podemos seguir manteniendo la normativa bíblica; porque, si no «está escrito», entonces deberemos cuestionar seriamente toda propuesta bíblica presentada.

En conclusión, no parece prudente salirse del marco determinado por la Palabra de Dios, y de los límites que ella misma ha establecido.

* No decir lo que el texto no dice

A veces encontramos que las posturas doctrinales que defendemos tan ardientemente, no se hallan realmente en el texto bíblico. Simplemente son conclusiones que nos han transmitido, que hemos deducido, o tal vez malinterpretado.

En otras ocasiones, y examinada la enseñanza desde el extremo carismático, la ausencia de instrucción bíblica es tan clara que el error cae por su propio peso. Sirvan las siguientes preguntas como ejemplo: ¿Dónde enseña la Biblia que debemos enfrentarnos directamente con Satanás? ¿Qué texto recomienda a los creyentes que realicen exorcismos? ¿Hay algún pasaje donde, de forma clara, enseñe que todos los cristianos deben hablar en lenguas? ¿En qué lugar se nos garantiza a todos los creyentes la sanidad física, en esta vida terrenal?

Como veremos en los capítulos posteriores, numerosas enseñanzas y prácticas carismáticas hallan su fundamento en el «vacío bíblico». Y no son pocas las doctrinas que se intentan camuflar en textos aislados, debido a que en la mayoría de las ocasiones no guardan ninguna relación con el contexto o pasaje bíblico en las que se sitúan. Asimismo, las expresiones: ¡parece que lo dice! ¡lo da a entender! ¡se supone! o ¡se deduce! son muy imprecisas a la hora de establecer una doctrina. Si bien el sistema alegórico puede tener su encuentro en este tipo de interpretación, la experiencia histórica nos demuestra que no es recomendable como método hermenéutico.

Igualmente ocurre con el «literalismo» (tal y como se lee), el cual arranca las palabras textuales de su trasfondo histórico y gramatical; y con ello ocasiona no pocas contradicciones.

A tenor de lo dicho, no es recomendable dejarse llevar por la primera impresión, o por lo que ya se presupone que conocemos. En esto, es preciso alcanzar un espíritu crítico que nos impulse a realizar toda clase de preguntas, a fin de descubrir el verdadero sentido del texto bíblico.

En resumidas cuentas, es aconsejable cerciorarse bien de que nuestras afirmaciones bíblicas puedan ser demostradas de una forma clara y transparente. Para ello, es imprescindible fijarse muy bien en «lo que dice el texto» y también en «lo que no dice» (aunque los demás lo digan).

La indicación del apóstol Pablo a los confundidos corintios, contiene el reglamento de toda hermenéutica bíblica: «Para que en nosotros (la doctrina apostólica) aprendáis a no pensar más de lo que está escrito (anotación importante)» (1 Co. 4:6).

EL ESTREMADO ÉNFASIS EMOCIONAL

Una vez expuestas algunas recomendaciones hermenéuticas, vamos a considerar lo que podríamos llamar el «terreno» donde se planta, crece y reproduce el extremo carismático. O por decirlo de otra forma, vamos a ver cuáles son los cimientos donde, posteriormente, se fue construyendo todo el edificio doctrinal de dicho movimiento.

Partimos de una premisa cierta: las emociones no son malas, naturalmente, pues son creación de Dios. Lo nefasto, en cualquier caso, está en el uso y abuso que se hacen de los sentimientos, y los extremos que se crean en torno a ellos. Tengamos presente que los sentimientos, o cualquier alteración de tipo emocional, no garantizan ni la conversión del pecador, ni tampoco la edificación del creyente; y mucho menos es muestra de santidad o madurez cristiana. Por el contrario, la Biblia nos enseña que nuestra relación con Dios no se rige por los sentimientos (algo ambiguo e inestable), sino por la fe. Según manifiesta la Escritura, la fe no es un sentimiento: es básicamente «convicción» y «certeza», como cita Hebreos 11:1.

Sobre lo dicho, observamos que la doctrina carismática extrema halla su seguridad en los sentimientos, en la experiencia, y en los fenómenos de tipo extraordinario; pero muy poco en la Biblia. Además, cuando el extremo carismático utiliza algún texto bíblico, lo hace casi siempre de una forma aislada; aunque luego se intente hacer coincidir el texto –de manera forzada– con la doctrina o práctica en cuestión.

Debe tenerse en cuenta que existen personas que van a los cultos evangélicos más bien a buscar experiencias animistas y trascendentales. Tanto es así, que en numerosas iglesias la enseñanza bíblica es materia de segundo orden. La Biblia es reemplazada por experiencias de tipo sentimental, y de tal manera queda relegada en el olvido. Y, esta discordancia cristiana, es muestra inequívoca de la gran contradicción espiritual en la que viven inmersos muchos creyentes. Al fin y al cabo podemos afirmar que la mayoría de los que difunden tales extremos, dirigen su objetivo hacia la búsqueda del placer y el bienestar personal; podría bien ser un derivado del llamado «hedonismo». Por ejemplo, la llamada Teología de la Prosperidad, que inunda de falsa esperanza el corazón del cándido asistente (además de quedarse con su dinero), es una evidencia palpable de esta propuesta cristiana. Y es cierto que la Teología de la Prosperidad funciona… sobre todo para los dirigentes, que llenan sus arcas hasta rebosar, aprovechándose del desconocimiento bíblico de algunos ingenuos; y lo que es aún más grave, también de su precariedad económica.

Como se puede prever, el tema en cuestión requiere un apartado especial. No obstante, para evitar demasiado comentario, solamente huelga destacar que la única verdad bíblica que está confirmada, en obediencia al Señor, es la prosperidad espiritual; no así la prosperidad económica, que, por supuesto, será aplicada en función de la providencia divina para cada creyente en particular.

Impresiones de una reunión carismática

Voy a compartir, a modo de comentario, la impresión que recibí acerca de una reunión carismática a la que tuve la oportunidad de asistir –entre otras varias–con el fin de anotar todo lo que ocurriría en su transcurso, y de esta manera obtener un criterio más experimental sobre tales prácticas.

La campaña evangelística que se anunciaba, prosiguió de la siguiente manera:

La reunión se inició con un elevado volumen de emotivos cánticos que, articulados bajo una gran instrumentación musical, imprimían un ritmo altamente pegadizo.

–Este preámbulo formaba parte de la preparación, y parecía tener un objetivo claro: empezar a remover las emociones del auditorio allí presente (servidor incluido). Cabe decir que en estas reuniones no es inusual observar cómo la gente acude con gran predisposición, impresionada por el acontecimiento, la música, y la presencia del esperado «pastor» evangelista; abiertos plenamente a recibir toda clase de influencias extrañas.

Estos cánticos eran aderezados con un sinfín de aplausos, voceríos y repeticiones constantes de palabras espiritualizadas. Entre las onomatopeyas desordenadas, se utilizaba el nombre de Jesús hasta la saciedad, el «amén» como una coletilla, y el «aleluya» para demostrar la súper espiritualidad del espectáculo. Así, notaba cómo las palabras intermitentes, repetidas machaconamente, unidas a la música estridente, parecían provocar un efecto de pre-hipnosis en los participantes. Entre tanto, escuchaba cómo en medio toda la algarabía, el nombre de Jesús resonaba de forma constante y repetitiva…

–Visto el asunto en su aspecto bíblico, desde la antigüedad la Escritura nos ordena: «No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano» (Ex. 20:7). Comprendamos que Jesús no es una palabra que se puede utilizar a nuestro capricho; es un nombre, el del gran Señor y Salvador, y por tanto requiere de nuestro máximo respeto. Él mismo ya nos advirtió: «No uséis vanas repeticiones» (Mt. 6:7).

A continuación se pasó la ofrenda (esto que no falte), para recoger dinero del auditorio. Esta costumbre parece ser requisito indispensable para la posterior bendición espiritual que el ofrendante recibirá por parte del ministrador, como respuesta a su generosidad. La condición establecía que cuanto más se ofrende, mayor sería la bendición de Dios.

–Aplicando el sentido de la ética, entendemos que en un «acto evangelístico» (ya sea en reuniones, maratones radiales o televisivos) no se debe pedir dinero, pues los visitantes (como yo) pueden pensar, y con toda razón, que esto no es otra cosa que un «sacadineros» (suelta el rollo y recoge el dinero); y en la Biblia no se observa, ni a Jesús ni a los apóstoles, ni a los primeros cristianos, pidiendo dinero en sus actos evangelísticos. En sentido opuesto, el apóstol Pablo, cuando tuvo la ocasión, trabajó para cubrir sus necesidades básicas, y a la vez compartir con las necesidades ajenas (véase Hch. 20:34, 1 Ts. 2:9, 2 Ts. 3:8). Y, cuando recogió las ofrendas para la obra del Señor, lo hizo «en las iglesias», con el objeto de llevarlas a otras necesitadas, como se observa en Romanos 15:31. En contraste con esta clara enseñanza, se puede advertir que la práctica de «pedir dinero» públicamente está muy arraigada en algunos sectores cristianos.

Y con esta vocación monetaria exhibida en público, se supone que el propio acto quedó descalificado por sí mismo. Sepamos que la bendición de Dios no se puede en ningún caso comprar. En esto, la conclusión de Pedro a Simón el mago resultó bastante definitiva: «Tu dinero perezca contigo» (Hch. 8:20).

Posteriormente se invitó a los jóvenes a recibir la bendición del Espíritu Santo, que al parecer se impartiría por medio del presunto pastor que estaba ministrando. Y tras insistir éste concienzudamente con gritos, voceríos y extravagancias varias, e imponiendo las manos en las frentes de los asistentes, ordenaba al Espíritu Santo, repitiendo obsesivamente que toque, toque y toque… El ochenta por ciento aproximadamente de los que salieron al estrado, cayeron derrumbados al suelo, como si de soldaditos de plomo se tratara.

–Francamente, la sensación que recibí es la de estar en un espectáculo donde las «marionetas» son manejadas a voluntad del «titiritero». Me causa cierta perplejidad ver a las personas derribadas por el suelo y privadas de su sano juicio (borrachos en el Espíritu –como suelen decir–), sin tener en cuenta el decoro cristiano, y ofreciendo una imagen desvirtuada del Cristianismo, cuando no patética. Resulta obvio que las Escrituras no presentan recomendaciones para hacer este tipo de prácticas desordenadas e irrespetuosas, que por otra parte no tienen sentido alguno, ni tampoco son para la edificación del creyente. Y si sirven para algo, en todo caso, es para confundir aún más a los presentes… Y menos mal que no le dio por arrojar la chaqueta y derrumbar así al personal, como si estuviera jugando a «los bolos» (aunque para el «pastor» debe resultar más divertido).

El pastor evangelista proseguía con su gran espectáculo, y ordenaba a todo el auditorio que hablara en lenguas. Y a las ordenanzas del líder, en obediencia absoluta, comenzaba la algarabía. Así fue como todos, o la mayoría de ellos, empezaron a exclamar con palabras ininteligibles y sonidos estrepitosos… Estas manifestaciones se produjeron en medio de un clima de confusión y desorden, que a mi juicio lo único que ocasionó fue una absurda sensación de extrañeza y ridiculez, la propia que recibe toda persona ajena a estos círculos.

–Tanto en el caso anterior (imposición de manos), como en el de hablar en lenguas, se llevó a cabo de una forma alborotada y bastante desorganizada. Y como bien podemos comprobar, el tumulto, el griterío y la excitación, contrastan en gran manera con la paz, la mansedumbre y serenidad que Dios imparte en el corazón de sus hijos, cuando existe verdadera comunión con Él.

Después el supuesto pastor, con la autoridad de un «emperador», incitó a los presentes para que reprendieran a Satanás y le ordenaran que se vaya.

–Volvemos a la misma cuestión. No existe esta malsana práctica entre los cristianos del primer siglo, ni se halla en la Biblia instrucciones explícitas para las iglesias (lo veremos en el capítulo 6, en la sección: Nuestra lucha contra el enemigo).

Tras una pausa musical, se daba comienzo a la correspondiente predicación del Evangelio; ciertamente esperada, al ser un acto evangelístico. Ésta, para no privarla del ambiente, se efectuó junto a una suculenta música de fondo, haciendo así la predicación más emotiva y trascendente.

–No era para menos, porque el contenido del mensaje carecía de sustancia alguna. El sermón, por llamarlo de alguna forma, era un compuesto de palabras infladas que sólo hacían énfasis en Satanás, enfermedades y liberación; adosadas al tiempo con gestos extravagantes más propios de un guardia de tráfico, que de un pacífico cristiano. Qué podemos decir… que no hubo predicación del Evangelio alguna.

Seguidamente realizó la generosa invitación para «aceptar a Jesús» (sin haber predicado el Evangelio). Como respuesta, la cuarta parte del auditorio, aproximadamente, salió al estrado para mostrar su decisión de «aceptar a Jesús».

–¡Eso sí que es eficacia!, pensarían algunos. Está claro que la mayoría, por no decir todos los que acudieron a la plataforma, pertenecían al «grupo». Parece ser buena costumbre el responder a la invitación evangelística; por un lado para motivar al inconverso en su decisión por Cristo –dicen–, y por el otro, porque muchos piensan que la salvación se pierde; entonces, cuantas más veces repitan la «función», más seguridad tendrán de su salvación.

A continuación el pastor comenzó a orar, y a hablar en «lenguas»… Al mismo tiempo, apreciaba cómo sus facciones emitían un alto grado de empecinamiento. Al parecer, los allí presentes iban a recibir en breve el don del Espíritu Santo a través de él.

–El cuadro que se dibujaba, en todo el proceso, no podía ser más ilustrativo.

10º Finalmente el acto terminaba con una invitación generosa para todo el que quisiera recibir la unción del Espíritu o segundo Bautismo. A la llamada salían más personas con el ávido deseo de calentarse en el ambiente de euforia emocional. El pastor volvió otra vez a hablar en lenguas y a repetir palabras, dando gritos y ordenando al Espíritu que toque, toque y toque, y ahora, ahora, ahora… Como si el Espíritu estuviera sordo, y para más infamia, bajo el sometimiento del autoritativo «pastor».

–Con esta escena tan dantesca, se recibe la triste impresión de que el Dios todopoderoso se ha convertido en un simple siervo, quedando a merced de las órdenes humanas. Sinceramente, resulta chocante observar a ciertos señores intentando manipular al Espíritu Santo, cuando en la práctica es el Espíritu quien debería de mantener control sobre todo aquel llamado pastor o líder cristiano; y en este caso bien podemos dudarlo, porque «si alguno no tiene al Espíritu de Cristo, no es de él» (Ro. 8:9).

Algunas consideraciones sobre el acto

Como bien pude contemplar, la reunión fue dirigida por un superfluo emocionalismo, a modo de distracción; motivado por la música alta, el escándalo, los sonidos extraños y el ímpetu irracional. Así que, el culto fue bastante completo, en cuanto a variedades carismáticas extremas se refiere.

De esta manera, si hacemos una comparación con los efectos que se producen en algunos grupos no cristianos, nos daremos cuenta de que estos actos se asemejan, en su esencia, a los festivales de Heavy Metal, a las danzas africanas, o a algunas sectas, cuyos ritmos y métodos provocan un gran estado de excitación. No es nada sorprendente, por tanto, que con todos estos procedimientos, las personas –que ya vienen predispuestas– sean vulnerables a cualquier clase de manipulación e influencia extraña.

Igualmente ocurre que, la melodía, el tono y el ritmo de la música, unido a las repeticiones constantes de palabras, inducen a la persona hacia una especie de alienación mental; la filosofía oriental lo denomina el efecto «mantra». Éstas resultan ser técnicas comunes de preparación muy apropiadas para persuadir y manipular las conciencias de los confiados asistentes.

Siguiendo el hilo de esta idea, se sabe que ciertos métodos aplicados alteran en gran manera el estado emocional de las personas. Y una vez se obtiene la conmoción, éstas quedan sin defensas, debido al cansancio físico y mental que se consigue ocasionar. Con este proceder se ejerce una mayor influencia sobre los presentes, y se alcanza a seducir la parte inconsciente de una manera más fácil y rápida. Posteriormente, y como consecuencia de todo ello, el grupo entero se integra en una especie de hipnosis colectiva. Es razonable pensar que, por tanto, muchos queden atrapados en una mentalidad fuertemente sectaria, y abiertos a toda clase de influencias doctrinales ajenas a la Palabra. En dirección contraria a estos hábitos, encontramos que el apóstol Pablo rechazó ciertos métodos meramente humanos; aunque él supiera cómo llevarlos a cabo: «Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría» (1 Co. 2:4). Visto desde una perspectiva humana, Pablo nunca intentó persuadir, convencer, conmover, cautivar, atraer o seducir, con sus formas de predicar. «Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica», afirmaba Santiago en sus escritos (Stg. 3:15).

Como se distingue en la Escritura, el Espíritu Santo no edifica de manera fantasmagórica a través de fórmulas de seducción, sino que utiliza principalmente la exposición de su Palabra, pues para ello ha sido inspirada por Dios. Y todos estos procedimientos son desechables (según los datos bíblicos) para la edificación del creyente, y todavía con mayor razón si hablamos de la evangelización del incrédulo.

Por otra parte, la impresión personal que recibí del líder no fue muy grata, que digamos. Sus gestos se hallaban impregnados de cierta soberbia, y la expresión de su rostro desprendía un evidente sentimiento de superioridad. Además, su discurso me pareció más propio de un agente comercial, que lo único que pretendía era vender artículos a buen precio. Y por lo que he podido apreciar, buena parte de líderes carismáticos poseen este mismo perfil, que en verdad muy poco se aviene al carácter manso y humilde que debe mostrar el verdadero siervo de Dios.

Indudablemente, la disposición de todo aquel que ha sido transformado por el Espíritu de Dios, es básicamente de insuficiencia personal. Bajo esta condición el Espíritu Santo puede trabajar, y no de otra manera, ya que de lo contrario se le ponen barreras que Él no desea franquear; porque su deseo es que el hombre colabore voluntariamente en la extensión del Reino de Dios, pero haciéndolo con respeto, con sensatez, con serenidad, y lo más importante: con humildad.

Tampoco se puede admitir, a juzgar por la enseñanza bíblica, que alguien pueda recibir la bendición del Espíritu, o la llamada «unción», a capricho de un individuo que se atribuye poderes especiales (que en la mayoría de los casos es un personaje distante y desconocido para los fieles que asisten al evento o congregación donde concurren). Esta práctica, en suma, constituye una falta de respeto a la tercera persona de la Trinidad.

También recuerdo que escuché el testimonio de dos mujeres católicas –según su declaración– que dijeron: –Hemos sentido el gozo del Espíritu Santo, comenzamos a reír, cayéndonos al suelo, y empezamos a hablar en lenguas. Fue una experiencia muy bonita, estamos muy contentas… Probablemente estas señoras eran católicas carismáticas que ya estaban familiarizadas con el ambiente. La verdad sea dicha, porque si el Espíritu hubiera tocado a estas ingenuas mujeres (como pretendía el pastor), en vez de provocarles cosquilleos en los pies, y causarles risas convulsivas y descontrol emocional, más bien les hubiera producido cierta vergüenza, al no contemplar la vida espiritual con la devoción y seriedad que se requiere.

Una vez terminado el acto, la sensación que había en el ambiente es la que se produce cuando finaliza una obra de teatro. La gente volvía a la normalidad (del estado de excitación), como si desfilaran por la salida de un cine tras realizar el pase de película. Desde luego, durante la reunión no ocurrió nada que pudiese resultar de beneficio espiritual, así como tampoco enseñanzas provechosas. Además, la completa ausencia de instrucción bíblica fue de lo más notorio. Ahora, eso sí, el nombre de Jesús fue repetido hasta el exceso. Al parecer, la costumbre de mencionar el nombre de Jesús de forma repetitiva, para que se produzca el milagro, es muy usual dentro de la doctrina carismática extrema. Con esta gran obstinación, y rayando la superstición, el siguiente autor declara: «Mas hay poder en el nombre de Jesús, hay autoridad en el nombre de Jesús. Al usar el nombre de Jesús en la batalla tienes que saber que Dios le ha dado autoridad sobre todo nombre. El nombre de Jesús nos abre las puertas del ámbito espiritual» (Héctor Torres, Derribemos fortalezas. Ed. Betania, 1993, 213).

Algunos pueden pensar que este culto fue bastante excepcional, si lo comparamos con otras reuniones en el terreno carismático. Sin embargo, por lo que he podido constatar en diferentes países, gran parte de estos elementos se encuentran presentes en la mayoría de eventos relacionados con el movimiento mencionado. Y puede parecer exagerado, pero éste es el cuadro que se pinta, por lo general, en muchas congregaciones carismáticas de nuestro mundo llamado evangélico. En lo que se refiere al extremo emocional, recogemos las palabras de la Dra. Rebecca Browm; que aunque personalmente no mantengo afinidad doctrinal con esta autora, reconozco que no va muy desencaminada en el dictamen que realiza: «Demasiados cristianos cometen el fatal error de pensar que el Espíritu Santo vendrá y “tomará el control de ellos” de modo que no sepan lo que hacen o que no se controlen a sí mismos. Únicamente los demonios hacen tal cosa. El Espíritu Santo siempre exige nuestra colaboración activa y consciente con su voluntad. Cada vez que rindamos el control de nosotros mismos, les habremos abierto la puerta a los demonios para que entren a dominarnos» (Rebecca Browm, Vasija para Honra.. Whitaker House, 1993, 120). En cuanto a esta declaración, y vista desde una postura psicológica, se entiende que muchas de las prácticas realizadas en éste ámbito pueden ser simples técnicas de manipulación psicológica (aunque para sus líderes sean desconocidas, profesionalmente hablando), y en principio resulten inocuas. Ahora bien, no podemos negar que si jugamos con aquello que reside en «lo oculto», y nos rendimos a ciertas experiencias espirituales carentes de base bíblica, estaremos de alguna forma abriendo la puerta de nuestra vida a los demonios, que harán lo posible por atrapar y encadenar a todo aquel que se disponga a practicar cualquier método extra-bíblico.

Resumiendo lo dicho, podemos afirmar que estos episodios carismáticos no los recoge la Biblia por ninguna parte que los busquemos. Sólo hay que darse un paseo «tranquilo» por el Nuevo Testamento, principalmente, y analizar cómo predicó Jesús, los apóstoles, los primeros cristianos, y cuáles son los procedimientos reflejados en la Escritura. Y si tenemos que aprender de los métodos de evangelización, éstos son los que el gran Maestro Jesucristo nos enseñó, quien primeramente respetó a sus seguidores, y en ningún caso intentó dominar la voluntad ajena: «Si alguno quiere (acto voluntario) venir en pos de mí» (Lc. 9:23).

Nuestro Señor predicó el Evangelio (en sus campañas y a modo individual) de forma serena, tranquila, pacífica y discreta. Y la gente se maravillaba, no por los espectáculos, sino por la propia predicación, que iba acompañada de su sabiduría, inteligencia, humildad, bondad, y sobre todo y lo más importante, del gran amor que mostraba por las almas.

Igualmente, si investigamos el modelo de predicación apostólica, no veremos otra cosa que no sea una exposición serena y razonable de las Escrituras; hecha con claridad, sencillez, respeto, tranquilidad, comprensión, y con lo más elemental: un profundo amor hacia las personas; y tenían como centro de su predicación a Jesucristo, no al Espíritu Santo. No se observan aquí los otros elementos aparentemente evangelísticos. Y si la Biblia no los enseña claramente, la verdad es que no tenemos más opción que descartarlos.

Todavía podemos añadir el ejemplo de aquellos primeros discípulos de Jesús, como paradigma de un cristianismo equilibrado; y sin duda alguna notaremos la ausencia de todos estos elementos extremos: superficialidad, emocionalismo, euforia irracional… Lo que sí encontramos es una verdadera praxis cristiana, esto es, una manera de vivir que refleje el carácter de Jesús y asimismo ponga en práctica sus enseñanzas.

Las palabras del predicador C.H. Spurgeon resumen, con suficiente precisión poética, lo hasta aquí expuesto: «No me agrada una religión que necesita o engendra personas exaltadas. Dadme una piedad que florezca sobre el Monte Calvario, y no sobre el volcán Vesubio».

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