El significado de la voluntad de Dios
¿Qué significa la voluntad de Dios? Seguramente no hay persona en la tierra capaz de responder con exactitud a tan importante pregunta. La mente humana es muy limitada en comparación con la mente de Dios, eterna e infinita; motivo para no alcanzar a comprender los propósitos celestiales en toda su magnitud. Como apuntaba el salmista: «Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender» (Sal. 139:6).
Al estudiar la voluntad de Dios en relación con el hombre, notamos que ésta mantiene un lazo estrecho con el término «predestinación». Esta palabra proviene del vocablo «proorizo», que según el texto griego se traduce por predeterminar, o señalar con antelación. Aparece en varias ocasiones en el Nuevo Testamento, y su enseñanza se halla impresa en toda la Biblia: «Jehová ha hecho lo que tenía determinado. Ha cumplido su palabra, la cual él había mandado desde tiempo antiguo» (Lm. 2:17).
Acerca de Cristo y su sacrificio habló el apóstol Pedro: «Ya destinado desde antes de la fundación del mundo…» (1P. 1:20). La Humanidad entera está sometida a un predestino, pues Dios «les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación» (Hch. 17:26). El cristiano ha sido predestinado por previo conocimiento de Dios, «porque a los que antes conoció, también los predestinó» (Ro. 8:29). Inclusive las buenas obras están preparadas con anterioridad, «las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10).
De tal manera podemos asegurar que nuestro pasado, presente y futuro, contiene un destino prefijado por el Creador que está pre-ordenado en los llamados decretos divinos. Por otra parte, Dios aplica lo que sucederá en la Historia bajo lo que llamamos hoy Providencia, derivado del término «providere», que significa «ver con antelación». Esta fue la convicción del salmista, en su oración a Dios: «Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes» (sal. 139:4). Y ello no significa solamente que Dios sabe lo que va a ocurrir, sino que lo determina bajo su infinita sabiduría, contemplando su voluntad en la Historia como un todo, sin atender a un pasado imprevisto o futuro incierto. Por eso, podemos decir que la «providencia divina» es la voluntad de Dios predestinada y administrada en la vida del ser humano; en la cual ha teniendo presente, claro está, todos los sucesos históricos, así como las decisiones personales que fuéramos a tomar, sean grandes o pequeñas. Recordemos aquí la petición a Dios que hizo el siervo de Abraham cuando buscaba esposa para Isaac: «Sea ésta la mujer que destinó Jehová para el hijo de mi señor» (Gn. 24:44). Subráyese la palabra «destinó».
La Confesión de Westminster, en el Cp.5, expone la doctrina de la providencia divina diciendo: «I. Dios, el Gran Creador de todo, sostiene, dirige, dispone, y gobierna a todas las criaturas, acciones y cosas, desde la más grande hasta la más pequeña, por su sabia y santa providencia, conforme a su presciencia infalible y al libre e inmutable consejo de su propia voluntad, para la alabanza de la gloria de su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia».
Para el Gran Diseñador, ningún acontecimiento ocurre por accidente. La vida no es producto del Azar, ni el Universo camina desprovisto de rumbo o destino. La Providencia anula la casualidad, y no hay nada que escape al conocimiento divino, ya que Dios mantiene el control absoluto de todas las cosas. «El Señor ha establecido su trono en el cielo; su reinado domina sobre todos» (Sal. 103:19). La Biblia contiene innumerables enseñanzas acerca de la providencia y soberanía de Dios, así como de su predestino… Al parecer, en su oración a Dios, los discípulos en Pentecostés así lo reconocieron: «Para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hch. 4:28).
Pese a toda dificultad de comprensión, podemos considerar la voluntad de Dios en sus diferentes variantes: soberana, eterna, universal, histórica, nacional, grupal, individual, absoluta, condicional, permisiva, y demás implicaciones prácticas. Vista la diversidad expuesta, percibimos que su estudio contempla muchas y variadas perspectivas. Como ya citamos, es la «multiforme gracia de Dios» (1 P. 4:10).
Entendemos que la voluntad de Dios es predestinada, pero a la vez tiene presente la libertad moral del individuo. En todo es perfecta, pero en su elaboración admitió la imperfección del pecado, ya que Dios, conociendo de antemano la rebelión humana, incluyó el en su proyecto el pecado y sus consecuencias. Por un lado, la voluntad de Dios es incondicional, por otro lado, también establece condiciones. Es verdad que permanece inmutable, aunque en su planificación, no pasó por alto las decisiones humanas…
Conforme a lo citado anteriormente, y para obtener una visión conjunta de la voluntad de Dios, hemos de unir los conceptos mencionados, ya que unos se complementan con los otros a fin de establecer los llamados decretos divinos. Porque, incluso los «aspectos permisivos» de Dios, fueron perfectamente ensamblados en sus planes, y como resultado decretados por ÉL. Este es el mensaje de la Escritura, ya que Dios es creador y director de la obra, el «que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11).
El Soberano actúa siempre conforme a su soberanía, y decreta bajo sus sabios e infinitos consejos. Siendo esto cierto, observamos además que la voluntad divina establece requisitos de obediencia de parte de Dios para todas las personas. En este aspecto, las Sagradas Escrituras contiene mandamientos, y el hombre es claramente responsable, por lo que obtendrá las bendiciones de su cumplimiento voluntario, o las consecuencias de su quebrantamiento voluntario. Saber y no obedecer, es una contradicción ya denunciada por nuestro Señor: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lc. 6:46).
El Diccionario de Teología, de E. F. Harrison, destaca dos importantes aspectos de la voluntad de Dios: «La voluntad decretada determina cualquier cosa que haya de suceder, mientras que su voluntad preceptiva declara cómo debería vivir el hombre». Examinado en este último sentido práctico, la voluntad preceptiva de Dios se convierte para nosotros hoy, en mandamientos, enseñanzas, recomendaciones, promesas, advertencias, es decir, todo ello la aplicación de los deseos celestiales, en el «aquí» y el «ahora»; lo que Dios quiere y lo que demanda. ¿Qué pide Dios de usted, qué pide de mí…? Vivir conforme a la voluntad del Creador, significa aceptar las condiciones establecidas en su santa Palabra, tanto en el ámbito de la «obediencia» como en el de «la conciencia».
Con esta orientación planteada, no pensemos en ningún momento que el hombre, aun siendo cristiano, posee la capacidad innata para desempeñar la voluntad de Dios. La Biblia afirma que a la naturaleza humana le es imposible entender lo espiritual, pues no percibe «las cosas que son del Espíritu de Dios, pues para él son locura» (1 Co. 2:14). Antes bien, solamente es posible entender y obedecer bajo la intervención del Espíritu de Cristo. Por lo que, si nuestra vida cristiana no permanece unida a Jesucristo, todo ello se hace tarea impracticable. «Separados de mí nada podéis hacer» (Jn. 15:5).
Efectivamente, los designios eternos de Dios se administran en el creyente únicamente a través de la obra, la Persona, y el poder de Jesucristo: «Conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ef. 3:1). Dios se complace en Cristo, y no en el hombre. Todo aquel que está unido a Cristo, por la conversión, es revestido diariamente de la gracia divina para caminar conforme a lo ordenado por el Creador. «Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia» (Ro. 11:6).
Enfaticemos la enseñanza, porque en ninguna manera el cristiano, con sus propias fuerzas, puede realizar la voluntad de Dios, ya que ésta se muestra santa, justa, y perfecta. Entonces, ¿por dónde va la idea? La idea se centra, primordialmente, en la «disposición del corazón». No hay obras humanas en el horizonte. Es cuestión de tomar una decisión personal, en sinceridad de corazón, sabiendo a la vez que nuestra naturaleza caída está completamente inhabilitada para servir a Dios. Y, con este sentimiento de incompetencia, habremos de orientar nuestra vida al servicio del Salvador; buscando su ayuda en todo momento, pues «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal. 46:1).
Comprendamos aquí que no se trata de «acción», sino de «actitud». Tampoco se trata de «obligación», sino de «voluntad». Con esta buena disposición, nuestro corazón debe alinearse con el de Dios, en un acto de confianza y sinceridad. Entonces estaremos preparados para andar el camino… De cualquier forma que lo examinemos, la determinación voluntaria y personal, hecha con el corazón, es requisito indispensable; determinación en la fe de Cristo, y para la obediencia a Dios. «Mi corazón está dispuesto, oh Dios» (Sal. 108:1), afirmaba el salmista.
Bien podemos afirmar que nuestro Señor no desea personas autómatas que obedezcan órdenes de forma mecánica, sin conciencia o disposición. Como bien citó nuestro Señor: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn. 7:17). Extraemos la primera parte del texto bíblico para formular la pregunta principal, que en ningún caso es ¿cómo puedo cumplir con…? sino, ¿quiero… hacer la voluntad de Dios? Prestemos atención, porque es nuestro «sincero deseo», inclinado hacia una entrega completa de nuestra vida a Dios, lo que permitirá ser receptores de su gracia especial.
Cumplir con la voluntad del Creador es la mayor dicha que el hombre pueda experimentar en su vida. Ahora, en la medida que emprendamos el camino de la obediencia a Dios, y el acatamiento de sus condiciones, nos daremos cuenta de que, paradójicamente, no podemos cumplir con las expectativas. Y así la intervención humana se convierte en mera intención, que como posibilidad también es habilitada por Dios, por lo que nada resulta en gloria personal. «Dios produce el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:13).
Aun con todo lo dicho, si buscamos diariamente refugio en la gracia de nuestro buen Señor, alcanzaremos las fuerzas que nos permitirán avanzar. Y aun siendo herramientas inútiles, en manos del Padre celestial podremos realizar muchas labores, a veces impensables, para la sola manifestación de su gloria, pues «lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios» (1 Co. 1:27). Renglones torcidos somos, y vacíos de propósito, donde el Gran Diseñador escribe su destino; y por cierto, escribe recto.
A continuación presentaremos dos aspectos importantes que debemos considerar por separado. Estos dos aspectos son la «voluntad general» de Dios y la «voluntad especial».
LA VOLUNTAD GENERAL DE DIOS
- En el conocimiento de Dios
Algunos se preguntan ¿Qué es lo que tengo «que hacer» para cumplir con la voluntad general de Dios? Esta pregunta podría ser malinterpretada, pues ofrece la sensación de que todo depende del cristiano, que la cuestión es «hacer» o «no hacer», y ése no es el camino. «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas» (Lc. 10: 41), fue la respuesta del Señor.
Si concebimos los preceptos divinos en términos de lo que el cristiano «tiene que hacer», fácilmente podríamos caer en el orgullo. La voluntad de Dios no es cristiano-céntrica o eclesio-céntrica, sino cristo-céntrica; se dirige hacia Cristo, no hacia el hombre. Es una vida encaminada a la «devoción» y no tanto a la «obligación». Por ello, el hacer la voluntad de Dios no se conforma exclusivamente al sentido del deber. El obedecer, el cumplir, el practicar… incluso haciéndolo de la mejor manera, por sí sólo no es válido. Todo ello ha de ir acompañado con las correctas motivaciones del corazón, las cuales no se conciben por sí mismas, sino que en cualquier caso derivan del conocimiento de Dios. «Conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os. 6:6), citaba el profeta Oseas.
Sabemos que a Dios se le conoce a través del arrepentimiento y la conversión, o también llamada «experiencia de la Salvación», ya que es el momento en que el Espíritu Santo llena con su presencia el corazón vacío del pecador arrepentido. A partir de esa experiencia sobrenatural, recibe la capacidad para seguir creciendo en el conocimiento de Dios, sea teórico como práctico. El conocimiento teórico lo encontramos esencialmente en la Biblia, ya que es la propia Revelación de Dios en forma escrita. Y añadimos el conocimiento experiencial, que lo encontramos en la aplicación práctica de ese conocimiento, en relación y puesta en marcha de nuestra comunión con Aquel que nos redimió. «En ti confiarán los que conocen tu nombre, Por cuanto tú, oh Jehová, no desamparaste a los que te buscaron» (Sal. 9:10).
Puesto que el Creador se ha dado a conocer a la Humanidad, su voluntad general no es otra que el ser humano le conozca. Fue el clamor de Dios hacia su antiguo pueblo: «Para que me conozcáis y creáis, y entendáis, que yo mismo soy; antes de mí no fue formado Dios, ni lo será después de mí» (Is. 43:10). Fijémonos bien, porque el conocimiento del Altísimo no se resume en nada más que el saber, poco o mucho, acerca de Dios; sino principalmente, y lo más importante, en experimentar la presencia de su Ser. Veamos la diferencia: Yo conozco al presidente de mi país, pero… realmente no le conozco, porque nunca he estado con él, ni formo parte de su familia o de sus íntimos más allegados; por lo que mi conocimiento es solamente un conocimiento teórico, no personal. El conocimiento de Dios, como la fe, se recibe a través de la relación personal con Él, espiritualmente hablando. «Para que me conozcáis y creáis», hemos leído en el versículo citado.
La declaración de Jesucristo resume el propósito de la vida que Dios imparte en el corazón del creyente: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). El texto bíblico resalta por sí mismo, pues la voluntad divina no se traduce en saber «acerca de Dios», sino en conocer «a Dios».
- En la glorificación de Dios
La finalidad primera y última de la voluntad general de Dios, tanto en el orden de la creación, como de la salvación, es la glorificación de su propio Ser. «Para gloria mía los creé, los formé, y los hice» (Is. 43:7).
Dar gloria a Dios significa ensalzar su Ser en reconocimiento de su grandeza, por lo que Él es (observando sus atributos) y por lo que ha hecho (observando su obra). De esta manera, en actitud constante de adoración, la vida del creyente debe aportar honor y buena reputación al nombre del Señor.
En cuanto a proyecto de vida cristiana, sólo Dios debe ser admirado y engrandecido. El juicio divino se mostró en la antigüedad precisamente porque «no le glorificaron ni le dieron gracias» (Ro. 1:21). También vemos en la Escritura que el rey Herodes fue herido por un ángel, «por cuanto no dio la gloria a Dios» (Hch. 12:23).
Así pues, hombre o mujer que habita en este mundo, y especialmente si es verdadero creyente, ha sido creado «para la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef. 1:6). Hacemos bien en recordar, con cierta frecuencia, que el objetivo fundamental de la voluntad de Dios, es su propia glorificación, pues como bien afirmó el Señor: «Y a otro no daré mi gloria» (Is. 42:8).
- En el orden natural
Nuestro Hacedor, en su infinito saber y poder, ha planificado y así desempeñado su soberana voluntad. «Todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos» (Sal. 135:6). Sea antes, como después de la Creación, en ningún momento Dios ha dejado de realizar sus deseos. De forma pre-ordenada, e incluida su voluntad permisiva, ayer como hoy sigue moviendo los hilos de la historia de la Humanidad, para que, en última instancia, se cumpla por completo su programa en la eternidad. Y con este fin utiliza el orden natural de las cosas que Él ha creado, bien sean llamadas materiales, emocionales o espirituales. Todo existe bajo la programación, el control, y la supervisión del todopoderoso Dios. En este sentido no iba desencaminada la frase del siempre recordado científico, Albert Einstein: «Dios no juega a los dados en el Universo».
La creación y el desarrollo de la Historia no resultan de ningún accidente fortuito. El Eterno sigue aplicando a través de los tiempos, y no de forma casual, todos y cada uno de sus planes celestiales. Y en esos magníficos planes, además incluye su abundante gracia, que se hace manifiesta a todos en forma general: «Hace llover sobre justos e injustos» (Mt. 5:45).
- En el orden de la salvación
«Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2:4). «Ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hch. 17:30). Destacamos de los dos textos bíblicos las palabras «quiere» y «manda», ya que expresan la voluntad general de Dios en forma condicional, y en el marco de la Redención. El hombre se haya camino a la perdición eterna, e indiscutiblemente necesita al Salvador. Así, el mayor propósito del Creador para con el ser humano, es llevar a cabo la sublime tarea de reconciliación con Él. Reconciliación que se efectúa a través de la cruz de Cristo, donde el pecador puede ser perdonado, salvado y restaurado. Fue el testimonio del mismo Señor Jesucristo: «Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero» (Jn. 6:40).
El glorioso mensaje del Evangelio representa la columna vertebral de la voluntad general de Dios, esto es, el plan de la Salvación que Dios ha provisto para la Humanidad desde antes que el mundo fuera creado.
Nuestro Señor planificó y ejecutó la obra de la Redención conforme sus soberanos decretos, y asimismo la completará sobre la base de sus fieles promesas. Dios es fiel y cumple lo que promete, pues «Dios no es hombre, para que mienta» (Nm. 23:19). En esta planificación de las promesas divinas, el orden de la salvación se concibe desde la eternidad con la formación de un pueblo predestinado por Dios, que sólo Él conoce, al que llamamos la «Iglesia de Jesucristo». A saber, toda persona que recibe la salvación en Cristo Jesús, ya ha sido incluida previamente en el programa eterno del gran Diseñador; creándole un futuro específico, en el cual ordenó su destino en función de su condición de salvo e hijo amado. «Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo» (Ef. 1:4).
- En el orden de la relación con Dios
La voluntad general de Dios consiste, una vez ha redimido al individuo y en posición de hijo nacido del Espíritu, en que mantenga permanentemente una buena relación con su Padre. Y, partiendo de ese particular encuentro espiritual, el recorrido del camino consistirá en conocerle a Él, amarle, adorarle, gozarse en Él, agradecerle, y complacerse en su presencia. Por ello el pecador que ha encontrado a Dios, ha encontrado el Sumo Bien. No se trata de hacer buenas obras para agradar a Dios, sino principalmente de «buscar a Dios», desear estar con Él, anhelar caminar junto a Él. «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal. 73:25). Es, en definitiva, disfrutar de Dios en el área de la fe y con verdadera devoción. Como expresaba el salmista: «Me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío» (Sal. 40:8).
Entendamos bien el pensamiento central, porque la voluntad de Dios no significa que «amemos el hacer su voluntad», sino que le amemos a Él; de lo contrario todo acto se convertiría en mera religión, identificada por el «hacer» y no por el «amor» a Dios, tal como desgraciadamente ha ocurrido y ocurre en gran parte de nuestra Cristiandad. Encontramos en la Biblia que el rey David, hombre experimentado en la misericordia divina, no concebía la relación con Dios en clave de «religión», sino de «relación»: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela…» (Sal. 63:1). Tener a Dios es tenerlo todo, y si no le tenemos a Él, nada tenemos.
Buscar la voluntad general de Dios, no es otra cosa que buscar a Dios: «Buscadme, y viviréis» (Am. 5:4). El que comprende bien la gracia celestial no buscará la obediencia al mandamiento por obligación, o siquiera recibir recompensa alguna. Si tengo a Dios, ¿qué recompensa quiero? pues lo tengo todo. «Todo es vuestro», dijo el apóstol Pablo a los corintios, 1 Corintios 3:22.
Vivir en Dios es vivir en plenitud, porque el Buen Pastor llena el alma sedienta, aporta refugio y descanso, y dirección segura en nuestro peregrinar diario. El símil se halla en la oveja que busca la protección del pastor, o los polluelos que se refugian bajo las alas de su protectora madre. Visto los efectos benéficos de nuestra relación con Dios, no parece nada extraño el empeño del profeta: «Con mi alma te he deseado en la noche» (Is. 26:9).
En el presente puede haber personas que estén dispuestas a cumplir la voluntad de Dios por temor, por miedo al castigo, y así vivan un cristianismo esclavizador que finalmente se hunde en el sinsabor de la vida… Contrariamente a esta actitud equívoca, el creyente bien instruido no obedecerá a su Señor por temor, sino por amor: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Jn. 4:18).
Ahora bien, es cierto que existe la enseñanza de un temor reverente a Dios, que es el principio de la sabiduría, como hace constar Proverbios 1:7. Dicho temor constituye el inicio de nuestra relación con Dios. Y es en esa relación espiritual donde comenzamos a saber cuál sea su buena voluntad para nuestra vida. Así resume la promesa bíblica: «¿Quién es el hombre que teme a Jehová? Él le enseñará el camino que ha de escoger» (Sal. 25:12). No obstante, si al temor de Dios le llamamos «miedo», bien puede clamar el creyente fiel con alta voz que ¡tiene miedo!… pero de defraudar a Dios, de olvidarse de Él; porque está tan unido al Salvador, tan bendecido, tan satisfecho, tan agradecido, que… ¡tiene miedo! miedo de pecar, de entristecer al que se lo ha dado todo, al que sufrió los terribles dolores de su pecado. Tiene miedo de alejarse de su voluntad; de traicionarle como Judas, por treinta monedas de plata. El cristiano fiel es tan bienaventurado al conocerle, que no soportaría faltarle el respeto. Vive tan impresionado por su inmenso amor, que tiene miedo de no corresponderle como debiera. Motivo por el que en todo busca a Dios para recibir la gracia necesaria, en la tarea de aplicar su voluntad en la forma más perfecta posible. Y, en esta búsqueda, es donde encuentra la verdadera paz, y las fuerzas necesarias para proseguir el camino.
¿Cuál es la voluntad general de Dios? Lejos de compromisos eclesiales u obligaciones religiosas, el mandamiento de Cristo se mantiene todavía presente: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mt. 12:30). Nos preguntamos, ¿hay algo más valioso que Dios? Si no buscas a Dios, entonces ¿qué buscas…?
- En el orden de la vida cristiana
En todas las áreas de nuestra existencia, recibimos del mismo Creador ayuda y dirección para desempeñar su voluntad. Y con la misma disposición, en el ámbito cristiano, Dios se encargará primordialmente en recuperar la imagen caída del hombre, o lo que es lo mismo, conformar al cristiano a la semejanza de su Señor. Esta es la meta que el Padre quiere alcanzar en todo hijo suyo. Ser como Jesucristo –en calidad humana–, es el deseo de Dios para cualquier creyente en cualquier lugar del mundo. Se trata, en suma, de que todos los acontecimientos, búsqueda de respuestas, decisiones, y demás pormenores, por parte del cristiano, sean encauzados hacia dicha finalidad: «También los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29).
Fue constante la preocupación del apóstol Pablo para con la iglesia: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19). Es menester afianzar nuestro pensamiento en el gran ideal cristiano, porque sin lugar a dudas los planes generales del Altísimo se administrarán bajo una determinada resolución: transformar al creyente conforme al modelo de Jesucristo.
Vista la voluntad de Dios con una orientación transformadora, hemos de preguntarnos si todo lo que gira alrededor nuestro: proyectos, circunstancias, personas, así como las motivaciones internas del corazón: anhelos, deseos, etc., están cooperando para la glorificación de Dios y para la formación del carácter de Cristo en nosotros.
Existen otros muchos aspectos de la voluntad general de Dios que requerirían un volumen aparte. Bien podríamos destacar, por ejemplo, nuestra responsabilidad evangelizadora y la transmisión de la enseñanza bíblica, pues la voluntad de Dios es que, cumpliendo con el mandato de Jesús, hagamos discípulos a todas las naciones, según cita Mateo 28:19. Igualmente, los designios generales del Creador se han revelado en forma escrita, y es en la Biblia donde encontraremos todas las directrices en cuanto al orden de la vida cristiana, relativo a las relaciones eclesiales, espirituales, familiares, sociales, testimoniales, etc.
LA VOLUNTAD ESPECIAL DE DIOS
- El destino del creyente y del incrédulo
El Señor recomendó en forma condicional: «Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz» (Jn. 12:36). En proporción a la luz espiritual recibida en la conciencia, bien podemos reconocer que cada individuo es responsable delante de Dios, y no tendrá excusa en la eternidad. «Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado» (Jn. 15:22). La Palabra de Cristo será la que juzgará a todo aquel que rechace su oferta de salvación. De manera que está en juego el estado final: salvación o condenación. El hombre es claramente responsable por su pecado, y en ningún caso tendrá excusa en el día final. «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Ro. 1:20).
Nuestro mundo conserva una conciencia de Dios, porque Él «ha puesto eternidad en el corazón del hombre» (Ec. 3:11), y de alguna forma el ser humano sabe que tiene un compromiso delante de su Creador, e inevitablemente tendrá que rendir cuentas… Frente a esta realidad futura, muchos prefieren evadir su responsabilidad temporal en aras de asumir la eterna. De cualquier forma que lo veamos, los textos bíblicos apuntan hacia una verdadera responsabilidad humana: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Jn. 3:36). «El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero» (Jn. 12:48). «Rechazar» la palabra de Cristo, o «rehusar» creer en Él, supone una decisión consciente y voluntaria, en relación a la voluntad de Dios. Por lo que, en función de la decisión interior tomada en el ámbito de la conciencia (con mayor o menor luz conferida por el Espíritu), le corresponderá entonces a cada persona –sea creyente o incrédulo –vivir su periodo de vida en la Historia; y éste es preparado de antemano por Dios, para en el caso de ser incrédulo, estipular su grado de condenación (mayor o menor), o de ser creyente, su grado de bendición eterna (mayor o menor). A partir de aquí se determinará el particular futuro predestinado para cada cual, aplicado en el devenir de su paso por este mundo. Y a este procedimiento divino le llamamos «la voluntad especial de Dios».
Con esta resuelta impresión de futuro, comprendemos que la vida terrenal constituye la «prueba determinante» (en el lugar y momento de la Historia) dispuesta por Dios para cada individuo. Los resultados de dicha prueba configurarán en buena medida el estado final de todo hombre o mujer en la eternidad… Seguramente el fallecimiento de los no nacidos es un gran misterio, e incluso los niños que no poseen capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal. Para despejar esta duda, algunos se aferran a las palabras del Señor cuando dijo: «Dejad a los niños venid a mí… porque de los tales es el reino de los cielos» (Mr. 10:14). Aunque el texto no se refiere exclusivamente a bebés o niños de corta edad, podemos entender que los niños tienen un acercamiento especial en el reino de Dios. Sin embargo, no hay respuestas absolutas para los misterios celestes. Pese a todo desconcierto e incomprensión, en este asunto u otros, haremos bien en responder con la mayor claridad bíblica posible.
En la epístola a los Romanos se nos plantea un argumento muy discutido, pero que nos servirá para ilustrar el tema que estamos tratando. «¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria» (Ro. 9:22,23). El texto leído refleja el problema del antiguo pueblo de Israel y su programa histórico-salvífico (como nación), que comprendía creyentes e incrédulos… Siguiendo la enseñanza del propio contexto histórico, extraemos un principio bíblico suficientemente preciso: «Él (Dios) preparó de antemano». Reflexionemos aquí, porque Dios prepara los escenarios donde reunió entonces, y reúne hoy, a los cristianos y no cristianos, en la proporción que estima oportuno. Por ejemplo, los países o regiones donde la presencia de cristianos es mínima, es porque esos países o regiones están destinados generalmente a todos aquellos vasos preparados para destrucción –según cita el texto leído–, incluyendo en tal caso la presencia de creyentes como evidencia testimonial. Así sucedió (y sucede) con las religiones, culturas, pueblos, y algunas épocas de la Historia donde apenas hubo testimonio bíblico (pueblos idólatras de la Antigüedad, época medieval de oscurantismo espiritual, etc.).
Me pregunto personalmente: ¿Qué hubiera ocurrido si «por casualidad» un servidor hubiera nacido en el pueblo de mi tatarabuelo, situado en la España profunda del siglo XVIII, sin testimonio evangélico alguno, que yo sepa? Seguramente mi vida cristiana se hubiera reducido a dar testimonio de mi fe, y acto seguido la muerte segura a manos de la Inquisición. ¡Gloria a Dios! si así hubiera tenido que ser.
Por lo común, pienso que casos de cristianos solitarios (que viven su cristianismo en soledad) no han sido abundantes en la Historia, y generalmente asumían un propósito de excepcionalidad en los planes divinos. De todos modos, visto desde su desarrollo histórico, Dios prepara, reúne, y dirige a la comunidad de cristianos, dado que representa el Cuerpo de Cristo, sean pocos o numerosos. Así como también ha preparado y reunido a los incrédulos, clasificados por países, pueblos, religiones, culturas, y momentos de la historia humana. Con esto quiero decir que los acontecimientos históricos, aplicados para cada individuo, en relación con la salvación o condenación, fueron ordenados por manos del Hacedor (históricamente hablando).
La Historia, sea general o individual, fue escrita en el libro de Dios antes de que ésta se desarrollase. Hasta el mismo código genético de cada persona fue trazado por el Creador. Así lo hace constar el salmista: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139 16). El mismo profeta Jeremías es objeto de aclaración: «Antes que te formase en el vientre te conocí» (Jer. 1:5).
Nos preguntamos, además, desde nuestra diversificada Cristiandad, ¿por qué en nuestra época de grandes movimientos evangélicos y fácil difusión bíblica, miles de cristianos abarrotan iglesias apóstatas, carentes del amor divino? La respuesta parece concisa: Porque este es su destino; Dios mismo los ha juntado, agrupado en… No nos engañemos por las apariencias, pues habría que saber cuál es la intención de aquel que está satisfecho con una religión muerta. En cualquier forma, el Omnisciente conoce perfectamente los corazones, y por ello cada uno es predestinado en función de su verdadera disposición interior: «Pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1º S. 6:7). Cada persona está «donde» debe y «como» debe estar respecto a la voluntad especial de Dios, dependiendo de cuales sean sus intereses personales, «porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Mt. 6:21). En el día final nadie podrá decirle a Dios que vivió injustamente en el momento y lugar equivocado, o que padeció en esta vida pasajera sin sentido o propósito alguno. El Señor no es injusto o arbitrario con esta desdichada Humanidad. «Para él no hay acepción (diferencia) de personas» (Ef. 6:19).
Por lo dicho hasta aquí, podemos concluir que cada uno está en el hoy, y estará en el mañana, en la época y lugar que le corresponde; comprendiendo que el Eterno prepara y planifica todo destino, teniendo presente las propias motivaciones humanas, que bien conoce de antemano. Así le ha placido en su soberanía, y aplicado en su providencia.
Todas las cosas creadas, como sucesos históricos o circunstancias personales, es decir, desde lo más ínfimo relativo a la materia o al espíritu, hasta lo más grande e infinito del Universo, se mantiene en estrecha vinculación con el Ser supremo llamado Dios, y por consiguiente con su voluntad decretada. No puede ser de otra manera. Ya citaba el poeta inglés William Blake: «Aquél que ve al infinito en todas las cosas, ve a Dios».
En cierta medida el hombre, teniendo una conciencia moral, es sabedor de que Dios es Rey soberano, y en consecuencia tiene el deber de conocerle, obedecerle y servirle. Pero, por desgracia, muchos no quieren enfrentarse a tan importante requisito. En la parábola de los talentos, el siervo que recibió un talento tuvo miedo a la responsabilidad que conllevaría el invertir lo entregado por su señor, o el precio que tendría que pagar en esta vida para administrar lo que reconocía no era suyo; y en su propia decisión prefirió enterrar el talento: «Señor, te conocía que eres hombre duro… por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra» (Mt. 25:4,5). De igual manera, hoy en día los intereses terrenales –escondidos en la tierra– son los que prevalecen; sean intereses económicos, familiares, profesionales, sociales, e inclusive eclesiales o ministeriales, y que, definitivamente, suponen el rumbo que cada uno en particular desea seguir.
El escritor y predicador estadounidense, A W Tozer, hace la siguiente mención: «Los hombres son libres para tomar sus propias decisiones morales, pero también están bajo necesidad de rendir cuentas a Dios por esas decisiones. Eso los hace tanto libres como responsables, porque están destinados a presentarse ante el juicio y rendir cuentas de las obras hechas mientras estaban en el cuerpo».
Pensemos con claridad, porque ninguna de las decisiones humanas, sean correctas o no, toman de improvisto y por sorpresa a Aquel que lo sabe todo. No olvidemos que uno de los atributos de Dios es su omnisciencia. Y podemos inferir, desde la razón bíblica, que ha tenido en mente al ser humano en sus futuras decisiones a la hora de diseñar cualquier destino, sea para el creyente como para el incrédulo. Como dice la Escritura: «vasos de ira preparados para la destrucción…y vasos de misericordia preparados para su gloria» (Ro. 9:22-23).
- El predestino de los hijos de Dios
La voluntad de Dios para cada cristiano, en particular, se halla contemplada en lo que llamamos «la predestinación». Acerca de los hijos de Dios, la Biblia declara: «En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1:5). Nótese la expresión «de su voluntad», ya que ésta se manifiesta principalmente en la «predestinación». Razón por la cual el Padre celestial quiere llevar a cabo su perfecto plan en cada hijo suyo, incluyendo asimismo todos los aspectos esenciales de la vida cotidiana, según las preguntas inicialmente planteadas.
He de aclarar aquí que no me refiero tanto a la predestinación en relación con la salvación o condenación eterna, sino más bien al destino de vida creado por Dios para cada cristiano, según su «providencia»; término que, como ya hemos visto, significa «ver de antemano».
Sobre el tema de la predestinación para salvación o condenación, no vamos a entrar en detalle. El término «predestinación» para nosotros asume el concepto de tiempo cronológico, y sabemos que el Creador del Universo no está supeditado al tiempo. De manera que en la predestinación está presente la caída del hombre, la muerte de Cristo, la condenación del incrédulo, la salvación del creyente, y nuestra responsabilidad humana. Son realidades en tiempo presente para el Creador, vistas como un todo, desde antes que el mundo fuese. Es difícil de entender, mucho más de explicar…
Volviendo a nuestra temporalidad, y a tenor de las enseñanzas bíblicas, podemos asegurar que el Todopoderoso ha creado un destino particular para cada creyente, asignado en esta vida terrenal y transitoria; desde el país de nacimiento, la familia que no ha escogido, su aspecto físico, sus dones, virtudes… hasta la fecha de su partida a la Patria celestial. El cristiano, como tal, se halla incluido en un programa minuciosamente planificado por Dios desde la eternidad. Sus circunstancias actuales (sean cuales fueren) no son producto de la casualidad, sino que responden a un propósito celestial muy determinado. Así parece apoyarlo J.L. Packer, en su libro Conociendo a Dios: «¿Tiene Dios un plan individual para cada uno? Por cierto que sí: Dios tiene un “designio eterno” (literalmente “plan para las edades”), un designio… para realizarlo en la plenitud de los tiempos, en consonancia con lo cual realiza todo conforme a la decisión de su voluntad». Recapacitemos sobre tan maravillosa enseñanza, porque no sólo resulta de utilidad teórica o práctica, sino que constituye motivo de máximo regocijo, pues en la predestinación es donde el creyente fiel, en cualquier circunstancia que se encuentre, halla un completo y eficaz descanso espiritual. Es la voluntad especial de Dios.
Descubramos los grandes personajes de la Biblia, y cómo Dios cumplió su especial propósito en todos ellos. Destacamos la vida y obra del señor Jesucristo, como el núcleo de la predestinación: «A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hch. 2:23). Traemos a la memoria además la vida de Noé y su proyecto con el Arca; el cumplimiento de la promesa de Dios con Abraham, angustiado por no tener hijos; Moisés y su renuncia a ser llamado hijo del Faraón; David, a punto de ser eliminado por Saúl; José, entregado por sus hermanos y encarcelado en Egipto; Juan el bautista, y su labor precursora del Mesías… Y así podríamos seguir con otros ejemplos relativos a la voluntad especial de Dios… De igual forma que con los modelos bíblicos citados, los planes celestiales se han de ejecutar en la vida del creyente que confía en su Señor, y en la mayoría de las veces sin apenas notar el proceder invisible de su intervención divina.
Conviene recordar que los cristianos no andamos carentes de rumbo o destino. Todo lo contrario, existe un propósito que cada cual personalmente habrá de cumplir: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Es verdad que hay un sentido general del texto leído (obras de carácter general), aunque también es verdad que su aplicación contiene un sentido marcadamente individual. Por ejemplo, para que entendamos la enseñanza: Si la Escritura afirma que «cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros» (1 P. 4:10), será porque ese don es otorgado conjuntamente con el ministerio específico; de forma contraria, tal don no se podría ejercer, por lo que sería un dicho absurdo en manos de un Dios razonable.
El teólogo y predicador del siglo XIX, Benjamín B. Warfield, realiza la siguiente mención sobre la voluntad de Dios: «Es el mismo nervio de la doctrina que cada individuo de la enorme multitud que constituye la gran hueste del pueblo de Dios, y que está ilustrando el carácter de Cristo en la nueva vida, ahora vivida en la fuerza del Hijo de Dios, ha sido el objeto particular desde la eternidad de la consideración divina y que ahora está cumpliendo el destino elevado designado por Él desde la fundación del mundo». Así que, marchando con buena disposición hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios, y confiando en sus fieles promesas, podemos esperar que el Buen Pastor nos guíe y ayude a desarrollar el destino tan elevado designado por Él. Pablo, siendo consciente de su particular predestinación, se presenta a la iglesia como «apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios» (Ef. 1:1). Siglos antes, y en esta misma línea de pensamiento, el salmista afirmaba en su corazón: «Jehová cumplirá su propósito en mí» (Sal. 138:8).
- Dios conoce de antemano nuestras decisiones
«Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dijo Jehová» (Jer. 29:11). Es del todo apropiado admitir que nuestra vida futura se construya, en buena medida, sobre la base de todas las decisiones que Dios sabe que vamos a tomar. Con esto no pretendo decir que Dios, en una especie de espíritu servil, esté obligado a sujetar su voluntad a nuestras decisiones personales. Sin embargo, parece tener bastante sentido que en los designios del Creador, y bajo su eterna sabiduría, tuviera presente todos los aspectos prácticos de la existencia humana, aplicada a la responsabilidad particular de cada individuo, sea creyente o incrédulo.
Juzguemos bien la frase «Dios sabe con antelación». La Biblia está escrita para el hombre, por lo que se revela con expresiones del lenguaje humano, a fin de que entendamos el proceder de Dios contemplado desde nuestro espacio-tiempo. La omnisciencia divina va mucho más allá, pues no está sujeta a la limitación del tiempo, como ya venimos apuntando. Para Dios, el pasado o futuro también es presente: «Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2 P. 3:8). Y en esta atemporalidad es donde «vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas» (Mt. 6:32). Dios ya «sabe lo que va a ocurrir», por lo que en términos bíblicos leídos, «sabe lo que necesitamos». En cierta manera podemos advertir que Dios crea un destino específico en función de las necesidades que Él ya sabe de antemano, y también de las decisiones que tomaremos, que corresponden a las intenciones albergadas en el corazón de cada persona. En este sentido general, Dios respeta nuestras voluntades antes de nacer, porque para él ya son presentes. De no ser así, la predestinación de vida se convertiría en programación automática. El pensador cristiano CS Lewis, escribía en forma irónica: «Existen dos clases de personas. Aquellos que le dicen a Dios: Que se haga tu voluntad; y aquellos a quien Dios les dice: Muy bien, que se haga como usted quiera».
Indudablemente, El Eterno predetermina los tiempos según su sola autoridad, y sitúa los límites del proceso histórico bajo su absoluta soberanía. Pero, dicho esto, magnánimo es Dios, que en su soberanía y gran amor, no ha querido ser indiferente a la libertad moral de cada individuo. Con esta orientación, notamos que Dios planificó la muerte de Cristo antes de la fundación del mundo, porque precisamente sabía que el hombre pecaría voluntariamente contra sus mandamientos. Y es en función de esta errónea decisión humana, que dispuso el rumbo de la Historia. «Ya destinado (el sacrifico de Cristo) desde antes de la fundación del mundo» (1ª P. 1:20).
Volviendo a la Confesión Westminster, Cap. 5:2, leemos: «Aunque con respecto a la presciencia y decreto de Dios, quien es la primera, todas las cosas sucederán inmutable e infaliblemente, (1) sin embargo, por la misma providencia las ha ordenado de tal manera, que sucederán conforme a la naturaleza de las causas secundarias, sea necesaria, libre o contingentemente». Veamos, pues, el ejemplo en la prueba de José en Egipto. La causa primaria fue por decreto divino, para salvar de la hambruna a la familia de Abraham. Y en esta causa primera decretada, se incluye la causa secundaria, es decir, que José sea vendido por sus hermanos. Dios tenía previstas las dos causas, y por ende también las dos decretadas. Estas fueron las palabras de José a sus hermanos: «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien» (Gn. 50:20).
Hagamos un inciso para explicar que en cuanto a la dirección de Dios sobre lo que ya está predestinado, hemos de saber que en cierto sentido el Espíritu Santo no determina si hemos de comer manzanas rojas o verdes, si hemos de comprar un lapicero azul o marrón. En este enfoque ordinario, hay ciertos aspectos de la vida que no poseen repercusiones eternas, y si bien es Dios quien controla todo detalle, muchos no conllevan un carácter de predestino específico, y como tal carecen de importancia.
Visto desde la voluntad especial de Dios, podemos admitir que Aquel que todo lo sabe y todo lo puede, construya un entorno histórico, social, familiar, profesional, eclesial, etc., que represente el camino preparado para cada creyente, teniendo en cuenta previamente y desde la eternidad, el futuro grado de compromiso y obediencia a su Palabra. Es desde este enfoque, que todas las buenas obras del cristiano están preparadas de antemano, según consta en Efesios 2:10. Por lo demás, si el creyente peca, o dicho de otro modo, «siembra para la carne», asimismo el predestino incluirá las consecuencias de su pecado, «segando corrupción», como cita Gálatas 6:8. Pese a todo, la misericordia divina se muestra segura, y por ello, las posibilidades de perdón y restauración espiritual permanecen inalterables: «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta» (Is. 1:18).
- Comprendiendo el destino del creyente
Algunos podrían ver la postura aquí planteada como absolutamente fatalista, suponiendo que hemos de resignarnos estoicamente ante cualquier situación. Esta no es la idea. No solamente es lícito, sino que también necesario, cambiar los acontecimientos que favorezcan nuestra vida aquí en la tierra, y así no quebranten la ley de Dios. Estamos llamados a cambiar para bien nuestra vida, y a colaborar en lo posible para mejorar la vida de los demás. Pero, atendamos bien, porque sabemos que esos cambios efectuados, en decisión propia o ajena, ya estaban previstos por Dios, y por consiguiente forman parte de su predestino. Ciertamente, el Todopoderoso interviene con anterioridad planificando nuestra futura vida, para que todas nuestras decisiones, sin excepción alguna, contribuyan a su plan final. De lo contrario sería contradictoria la promesa bíblica para el cristiano fiel: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8:28).
La enseñanza no reside en que Dios tiene un plan para mí, y dicho plan fracasará si no lo cumplo, dado que entonces Él no lo puede aplicar. En ninguna manera los planes del Creador se frustrarán si descuidamos el hacer su voluntad. El Omnipresente no pierde el tiempo creando un destino que el hombre no va a poder cumplir, ni queda defraudado por la rebeldía humana. En cuanto al cristiano, las bendiciones resultantes de practicar la voluntad de Dios, están preparadas –en Cristo– para aquellos que las van a recibir, dependiendo del grado de disposición, consagración y buena voluntad.
En definitiva, el Padre celestial planifica el porvenir teniendo en cuenta de antemano nuestras decisiones futuras, para así proporcionarnos un destino adecuado a éstas. Y en todo ello, naturalmente, se halla la absoluta gracia divina, de principio a fin. De manera que, las bendiciones de nuestra fidelidad a Dios (bendiciones básicamente espirituales) y las consecuencias de nuestro pecado, bien sean temporales o eternas, estaban especialmente previstas por Dios. La Escritura así lo hace notar: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó…» (Ro. 8:29).
Jonás desobedeció el mandamiento, pero Dios lo sabía, por eso le predestinó un gran pez: «Pero Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás» (Jon. 1:7). El destino para Jonás estaba conformado según la decisión que él tomaría, y que no sorprendió a Dios.
Igualmente Sansón no tenía otro destino que la piedra de molino, preparada por Dios, porque sabía la errónea decisión que iba a tomar. Planificado y profetizado fue el episodio de la traición de Jesús, las treinta monedas de plata, el campo y la horca donde se desarrolló el fatídico final de Judas Iscariote; fue éste el designio, que además una profecía, creado por el Eterno conforme a su voluntad permisiva, no así originaria; porque Dios no genera lo malo, sino que más bien lo incorpora en su predestino como consecuencia propia. En relación al tema, la Biblia contiene innumerables predicciones escritas para momentos específicos y personas determinadas; y todas ellas se cumplieron sin excepción. A esto le llamamos la «voluntad especial de Dios». Ejemplo claro lo encontramos en las cientos de profecías cumplidas acerca de la persona y obra de Jesucristo.
El teólogo y reformador francés Jean Calvin, dijo: «La voluntad de Dios es la causa primera y dueña de todas las cosas, porque nada se hace sin su mandato o permisión». La voluntad de Dios decretada, vista desde el predestino histórico y personal, contiene un componente permisivo, que aun no conviniendo con los deseos originales de Dios, sí constituyen la puesta en marcha de un plan que respeta nuestras futuras decisiones (dentro de los límites dispuestos por Dios, claro está). Decisiones previstas bajo su permiso y a la vez bajo su absoluto control. En efecto, el Soberano ha decretado su voluntad permisiva, pero al mismo tiempo le añade los límites y las condiciones para que el mal no sobrepase los linderos por Él mismo establecidos, ni tampoco logren quebrar sus proyectos, sino más bien para que en toda situación contribuyan al cumplimiento de éstos. En el caso del creyente fiel, también los males cooperarán en beneficio suyo.
El relato del rico y Lázaro, presentado por el Señor Jesucristo, resulta clarificador. Aunque en el evangelio se muestra a modo de parábola, podemos considerar como fiel su veracidad histórica: «Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado» (Lc. 16:25). Lázaro recibió males en su vida, y con toda seguridad éstos fueron dispuestos por Dios con antelación a su nacimiento. Había un propósito de orden eterno. De hecho el escenario final fue altamente revelador. Podía haber sido un buen final para el rico, pero decidió voluntariamente no compartir sus bienes con el necesitado; y también esta injusticia estaba prevista por Dios.
Como bien se infiere en el relato bíblico, el pecado del rico no fue en sí las riquezas, sino más bien el no querer compartirlas. Seguramente pensaba que sus bienes terrenales eran suyos y buenamente merecidos, que no providencia divina; y con ello mostraba su indiferencia a la voluntad de Dios, quien nos manda amar a nuestro prójimo en forma práctica. Tal insensibilidad hacia la necesidad ajena, no hacía más que evidenciar su incredulidad y desobediencia hacia los mandamientos divinos: «Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra» (Dt. 15:11). Por tanto, el rico se condenó por no haber creído en la Palabra de Dios, y su vida egoísta fue consecuente con su incredulidad. ¡Qué importaba la eternidad! Lo que al parecer le interesaba era vivir el presente lo mejor posible (no es otra la mentalidad de hoy). Dios ya conocía sus decisiones, y en tal conocimiento lo predestinó bajo su propia responsabilidad, procurándole un examen que debía superar, que es el amor al bienestar material: «Raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Ti. 6:10). Finalmente las riquezas fueron solamente una prueba, que en cierta manera demuestra que el hombre es egoísta por naturaleza.
Alguien podría preguntarse: Entonces, aquel que es pobre, que padece necesidad, o que sufre injusticias en este mundo, ¿está destinado por Dios para tal propósito? Debemos afirmar la respuesta con un rotundo «sí». «¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?» (Lam. 3:37). Puede parecer confuso, pero en cualquiera de sus formas el sufrimiento contiene, en manos de Dios, y para todo creyente fiel, una dimensión gloriosa que a la vez profundamente transformadora. Comprendamos bien que la pobreza o riqueza no suponen por sí mismas un bien o un mal; sólo es algo temporal que el hombre administra para la eternidad. La carta de Santiago se muestra muy enfática al respecto: «Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman? Pero vosotros habéis afrentado al pobre» (Stg. 2:4-6). Esta declaración no supone que la pobreza sea voluntad original de Dios, sino más bien una elección divina para algunos, con el objeto de ser probados; utilizando esa pobreza material en beneficio de la riqueza espiritual. Igualmente, toda carencia en este mundo constituye una prueba para el cristiano, pues estamos llamados a compartir nuestros bienes con aquellos que lo necesitan: «En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir» (Hch. 20:35).
Dicho esto, no creamos en ningún modo que los valores eternos se construyen con dinero. Más rico fue Lázaro (riqueza espiritual) que el propio rico; y para tal estado contribuyó, paradójicamente, su pobreza material.
Como bien sabemos la vida del creyente no se halla exenta de pruebas, y algunas de ellas se muestran en forma de grandes penalidades, como le ocurrió a Lázaro. Pero, todas las aflicciones, en manos de Dios, contienen siempre propósitos victoriosos. El teólogo y novelista C.S. Lewis, resalta la excelencia de las pruebas diciendo: «Las dificultades preparan a personas comunes para destinos extraordinarios». A veces, hasta los destinos extraordinarios son preparados por Dios a través de las dificultades, sean de carácter económico, familiar, eclesial, o de otra índole.
Definitivamente, la pobreza en este mundo, así como las demás injusticias humanas, son medidas con las que Dios prueba al hombre, que también al creyente; para que con la prueba completada, finalmente se determine el estado de nuestra eternidad. Y ese futuro estado corresponderá, en aquel día sin fin, con nuestras decisiones tomadas en el «hoy temporal», conforme a la voluntad de Dios. El sabio predicador, analizando las injusticias de la vida, exponía la enseñanza: «Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe…» (Ec. 3:18).
En esto, reflexionemos con espíritu bíblico, porque lo que hagamos de bien en la vida, sea mérito o buena obra, sea disposición u obediencia, no merece retribución alguna de parte de Dios hacia el hombre. No necesitamos ahondar mucho en el problema del pecado, para ver que todas nuestras buenas obras son hechas en imperfección, pues siervos inútiles somos, Lucas 17:10. Ahora bien, pese a nuestra gran deficiencia, Dios mismo ha determinado premiar la buena disposición del creyente a través de los méritos de Cristo. Como prometió el Maestro en Mateo 10:42, ni un vaso de agua ofrecido en el nombre de Jesús a uno de sus discípulos, carecerá de recompensa. Esta recompensa en ningún caso supone mérito propio o justicia humana, sino benevolencia divina.
Llegados a este punto, a continuación estableceremos la diferencia entre la voluntad de Dios general y la especial, utilizando como base el conocido texto bíblico de Mateo 6:33.
TEXTO BÍBLICO DE REFERENCIA: Mateo 6:33
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt. 6:33a). Esta parte del versículo expresa cuál es la «voluntad general» de Dios para todo creyente. Dicho mandamiento dado por el Señor Jesús, significa que los deseos del soberano Dios han de ser motivo y propósito de nuestra existencia, por encima de todo lo demás, e inclusive de nuestras necesidades particulares… Es oportuno preguntarnos si existen deseos propios que en nuestro corazón se sobrepongan a los deseos de Dios. En este análisis, resultaría lógico aceptar que si no logramos ofrecer en todo el primer lugar a Dios y a su Palabra, no podemos esperar entonces que Él, pasando por alto nuestra indiferencia, responda con su bendición a todas nuestras necesidades.
«Y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6:33b). La segunda parte de este versículo (la promesa) es el resultado de la primera (el mandamiento condicional), es decir, de buscar el «reino de Dios» en primer lugar (su voluntad general). La expresión «todas estas cosas» se relaciona con las respuestas a las preguntas que formulábamos anteriormente, y que pertenecen a las necesidades de la vida cotidiana (la voluntad de Dios especial). En esto, el eminente teólogo holandés, L. Berkhof, parece concluir acertadamente: «Debe decirse que constituye un concepto antibíblico de Dios, decir que Él no se ocupa ni puede ocuparse de los detalles de la vida, que no puede responder a la oración, que no puede ayudar en los apuros e intervenir milagrosamente a favor del hombre… La Biblia enseña que hasta los más pequeños detalles de la vida tienen lugar en el orden divino».
Teniendo presente que todas las promesas bíblicas permanecen fieles y verdaderas, estamos convencidos de que El Eterno suplirá, como así lo promete, lo que de antemano sabe que necesitamos (no lo que nosotros creemos necesitar). Por ello, no haríamos bien si intentáramos conseguir «todas estas cosas» por nuestra propia cuenta y riesgo, antes que esperar en Dios y buscar su Reino en primer lugar. En tal caso, «todas estas cosas», siendo muchas o pocas, a la verdad no irán acompañadas de la bendición especial de lo Alto.
Recordemos que el cristiano fiel no vive por cuenta propia, sino por la de Dios. En ocasiones sucede que el creyente no busca la voluntad divina, sino más bien que ésta se adapte a su voluntad, alejándose así del mandato de Jesús: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Jn. 15:7).
No parece conveniente acudir a Dios para buscar su aprobación celestial en decisiones que ya hemos tomado, sin haber consultado previamente con Él. En todo caso, lo correcto es buscar la conformidad divina antes de tomar cualquier decisión que sea relevante. Santiago concluyó apropiadamente en su epístola: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto y aquello» (Stg. 4:15).
«No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?» (Mt. 6:31). Aquí podemos seguir incluyendo todas las preguntas anteriormente citadas… Si en todo momento buscamos el desempeño de la voluntad de Dios, entonces habremos de confiar en el control minucioso que Él mantiene sobre nuestras necesidades. Es, precisamente, la confianza en sus promesas lo que nos permitirá habitar tranquilos, sin preocuparnos desmedidamente. «Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (Mt. 10:31).
Así pues, en la medida que nuestro corazón se disponga a cumplir con la voluntad general de Dios, se irá añadiendo todo aquello que precisamos para nuestra vida diaria. Solamente hemos de procurar poner en práctica la voluntad de Dios (siempre con su ayuda), que bien se encargará Él de aplicar en nosotros su especial y perfecta voluntad.
Distingamos bien el conocimiento anticipado del Altísimo, ya que por lo general no nos va a proveer de todo aquello que nosotros deseamos o pedimos; sino, en cualquier caso, de lo que Él sabe que realmente necesitamos. Y, bien podemos afirmar, que toda bendición añadida siempre guardará una estrecha relación con su voluntad general; y esa voluntad, en su concepción original, posee una marcada «perspectiva de eternidad».
Hoy más que nunca, y descubriendo cómo se aceleran los tiempos del fin, nos sentimos motivados a contemplar la vida con unos anteojos de largo alcance: «Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col. 3:2). Al fin y al cabo, el propósito más importante que debemos perseguir, es el estado final de nuestra eternidad con Cristo.
Uno de los problemas fundamentales de la esencia humana es «no saber esperar». Y como somos impacientes por naturaleza, a veces queremos adelantarnos a las previsiones divinas. Y por ello, algunos espíritus impulsivos no están dispuestos a esperar los tiempos ordenados por Dios, tomando por contra decisiones fuera de su voluntad. La recomendación bíblica no se presta confusa: «Pacientemente esperé en Jehová. Y se inclinó a mí, y oyó mi clamor» (Salmo 40:1). J.L. Packer, hablando sobre la providencia divina, apunta a este importante factor: «Falta de disposición para esperar. “Espera en Jehová” es uno de los estribillos constante en los Salmos –consejo necesario porque frecuentemente Dios nos hace esperar–. Él no tiene tanto apuro como nosotros, y su modo de proceder es el de no darnos más de lo que necesitamos para el tiempo presente, o lo que necesitamos como guía para dar un paso a la vez. Cuando estemos en duda sigamos esperando en Jehová y no hagamos nada. Cuando sea necesario, la luz necesaria vendrá».
Por otra parte, entendemos que el Padre celestial no cubre las necesidades de todos por igual, dado que sus proyectos, en este mundo, son diferentes para cada hijo suyo; por lo que, parece razonable que a cada cuál le aplique una medida distinta.
Alcanzamos a reconocer en el texto de Mateo 6:33, que «todas estas cosas» (necesidades cubiertas) no son «finalidad» en sí mismas, sino los «medios» que Dios utiliza para llevar a cabo la misión encomendada; la cual, como hemos citado, contiene una acentuada proyección de eternidad. Ante la pregunta de sus discípulos, «Jesús les dijo: Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (Jn. 4:34). Nos preguntamos, ¿no debería ser ésta nuestra mayor aspiración en la vida?
Teniendo en cuenta la propia libertad humana (valga la expresión), el creyente puede buscar en primer lugar, o no, el reino de Dios y su justicia; es una decisión personal. Decisión tan importante marcará la diferencia entre vivir dentro o fuera de su voluntad. Consideremos aquí la determinación de Moisés: «Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado» (He. 11:25). Aun no siendo el mismo escenario que el de Moisés, igualmente cada uno habrá de elegir.
Sobre el tema, no fue diferente la enseñanza de nuestro Maestro: «Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc. 9:23). «El que quiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn. 7:17). Subráyese de estos versículos la palabra «quiere»; el que quiere, si alguno quiere… Dios no impone sus mandamientos, ni obliga a nadie que no desee obedecerlos; por el contrario, respeta las decisiones tomadas… El llamamiento antiguo del Señor para con su pueblo fue en todo similar: «Y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40). Parafraseando la frase conocida del poeta, podríamos decir: «Querer o no querer, esa es la cuestión». Como cualquier decisión en la vida, «querer» o «no querer», en el sentido mencionado, constituye una prueba de amor a Dios.
Por otro lado, cumplir con los planes divinos no representa para el hombre vivir en estado de perfección o impecabilidad absoluta. Desgraciadamente el cristiano todavía queda sujeto a la influencia de su naturaleza caída… La idea principal, en este asunto, va siempre encaminada hacia disponer nuestra voluntad en dirección a la de Dios. El que es Omnisciente ve la intención del corazón y no tanto la actividad propia. Somos y seremos insuficientes en hacer nada aceptable para Dios. Por eso, necesitamos la gracia y el poder de nuestro Señor, pues hemos de reconocer que sólo Él puede hacer su obra en, con, y a través de nosotros.
En esto, como en todo, la gracia de Dios se muestra de forma completa, porque tampoco merecemos que Él responda con su rica bendición a nuestra obediencia, por muy fiel que ésta se manifieste. Es decir, la remuneración a nuestro buen obrar es posible porque así le ha placido a Dios en su benevolencia, y al mismo tiempo determinado por gracia: «Y si por gracia, ya no es por obras» (Ro. 11:6).
Visto lo visto, no impacientemos el alma buscando cuál sea la especial voluntad de Dios en todos los temas que atañen a la vida cotidiana (no os afanéis). Nuestra preocupación debe ser, fundamentalmente, la de buscar el reino de Dios y su justicia. Al tiempo determinado, el Buen Pastor añadirá todas las demás cosas, o dicho de otro modo, cumplirá con su voluntad específica, tanto en nuestra vida general, como en nuestras circunstancias personales.
¿POR QUÉ CUMPLIR CON LA VOLUNTAD DE DIOS?
La respuesta sería tan sencilla como decir que Dios es soberano, y por lo tanto el que manda. No ignorando esta premisa bíblica, también como Padre bondadoso desea lo mejor para sus hijos, y por ello sus mandamientos no son fastidiosos, conllevando siempre resultados benéficos para el ser humano, mayormente para aquellos que son receptores de su amor divino. De igual forma esto es una concesión que el Padre ha otorgado a sus hijos, para que seamos sus colaboradores. «Porque nosotros somos colaboradores de Dios» (1 Co. 3:9).
Aquí hemos de precisar bien, porque para que podamos desempeñar lo encomendado por el Creador, es necesario mantener unas motivaciones correctas, como venimos enfatizando. Toda decisión tiene su razón de ser. De modo que, las «motivaciones del corazón» son las que dispondrán nuestra vida a favor o en contra de la buena voluntad de Dios.
Por lo general no hemos de obedecer a Dios para…, sino principalmente por… No para alcanzar la salvación, naturalmente, ni tampoco para ser merecedores del favor celestial. Si alguno piensa que es merecedor de algo, aun con la mejor disposición, no piensa bien. El Padre sólo tiene su complacencia en el Hijo, según Marcos 1:11, y por ello todas sus bendiciones nos vienen a través de Cristo (sobre la base de su obra en la Cruz).
Motivos y disposición para cumplir con los designios de Dios
- Por agradecimiento
Los cristianos somos poseedores de la preciosa verdad del Evangelio. Y estamos tan agradecidos a Dios por su gracia, amor, y por todos los beneficios de su salvación, que no parece existir otra opción pertinente que no sea la de buscar el cumplimiento de su voluntad. «Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios» (1 Te. 5:18).
Agradecemos al Señor por los beneficios materiales y espirituales. Agradecemos a Dios por su amor, por la muerte de Cristo, por la Salvación, por el perdón de los pecados, por la vida eterna, por el Espíritu Santo que nos ha dado, por la condición de hijos de Dios, por la iglesia, por los dones, por su cuidado, por su bondad, por su dirección, por su protección, por la esperanza que tenemos, por la eternidad que nos espera, y un largo etc. ¡Hay tantos motivos por los cuales agradecer a nuestro buen Padre Dios!
- Porque glorifica a Dios
Los proyectos celestiales, siendo eternos, han de llevarse a cabo en este mundo temporal. Y todos los proyectos contienen un propósito sublime, el de adorar y glorificar a nuestro Padre celestial. «Glorificad, pues, a Dios» (1 Co. 6:20). Glorificamos al Señor por lo que Él es, principalmente en sus atribuciones divinas, y por lo que ha hecho, hace, y de seguro hará en nuestras vidas.
Alabar y enaltecer el nombre de Dios, en la obra de Jesucristo, es el motor que no sólo debe impulsar nuestros labios, sino también nuestros hechos… Está claro que el buscar su voluntad en ninguna manera ha de repercutir en la glorificación personal, pues «a Él sea la gloria por los siglos» (Ro. 11:36).
- Porque no nos pertenecemos
El creyente verdadero ha sido comprado por Dios, y no es dueño de su vida. Ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, y también de un terrible destino final: el infierno. «Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:19,20). Luego, si fuimos comprados, es porque alguien pagó el precio. La muerte de su querido Hijo, Jesucristo, es el precio que el Padre pagó para poder redimirnos; motivo suficiente para sentirnos deudores. Gracias a la muerte de Cristo (y a su resurrección) muchos pecadores han sido rescatados, que no es poca cosa.
Verdad es, los cristianos recibimos en forma gratuita la salvación, pero ¡cuán grande fue el costo que Dios pagó por ella…! De manera que somos suyos, le pertenecemos. Y, por tan hermosa condición de redimidos, nuestra responsabilidad como cristianos es administrar, con diligencia y buena voluntad, los deseos de nuestro Señor, o dicho de otro modo, de nuestro Dueño.
- Porque es para nuestro bien
«Y sabemos que a los que aman a Dios (la motivación correcta), todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28). En la conversión, el pecador convertido en cristiano ha recibido el gran amor de Dios, el cuál le habilita de forma adecuada para poder amarle. Como resultado, todo lo que acontece en su vida –previa condición amar a Dios–, va a colaborar para su bien, Romanos 8:28. Un bien en el hoy terrenal: «todo lo que hará prosperará» (Sal. 1:3), y lo más relevante, un bien eterno: «entra en el gozo de tu Señor» (Mt. 25:21). Es verdad, no hay nada en este mundo que traiga tanta satisfacción al alma humana, que vivir conforme a la voluntad de Dios, pues ello aporta vida y vida en abundancia. Es la oferta de nuestro Señor: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10).
- Porque posee una proyección eterna
Nos preguntamos, a través del sentido común, ¿qué importancia conlleva el vivir ochenta o noventa años en este mundo lleno de sinsabores, si lo comparamos con toda una eternidad repleta de satisfacciones? «Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece» (Stg. 4:14). Conscientes de la transitoriedad de la vida, corta y efímera, habremos de caminar estrechamente unidos con la eternidad que nos espera. Vivir el hoy con sentido del mañana, es buena medida para no desviar el significado de nuestro paso por este mundo.
Comprobemos nuestro caminar diario, porque el grado de nuestro sometimiento a la voluntad de Dios en el «hoy», marcará nuestro destino final en el «mañana». El estado de privilegio y gozo en los cielos nuevos y tierra nueva, así como nuestra cercanía con Jesús y participación de su gloria, va a depender, con todo, de nuestra labor en este mundo; o mejor dicho, de la labor que Dios haga a través nuestro, porque en todas las cosas habrá de acompañarnos su gran poder e inagotable gracia.
A tenor de lo comentado en el texto bíblico de referencia, no parece razonable preocuparse demasiado (afanarse) por los avatares de la vida cotidiana, ya sea empleo, posición económica, estabilidad familiar, enfermedad o salud… Todo ello es como nada si lo contemplamos con los ojos del futuro. «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18). Con esta visión expectante camina el cristiano fiel, convencido de que la promesa del Señor no tardará mucho en hacerse realidad: «He aquí, vengo pronto, y mi galardón conmigo» (Ap. 22:12).
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