La aceptación de la voluntad de Dios
Aceptar la voluntad de Dios, con independencia de nuestras circunstancias personales o predicciones futuras, constituye una decisión crucial en todo creyente. Por ello he querido dedicarle un capítulo aparte, pese a su corta extensión de contenido en comparación con otros capítulos.
Una vez el hijo de Dios logra mantener buena relación con su Padre, obteniendo plena convicción de la Palabra, de los acontecimientos, y de las impresiones del corazón, le restará el aceptar los planes divinos, sean cuales fueren, tanto presentes como futuros.
Podemos afirmar que uno de los motivos de nuestro fracaso, es la falta de aceptación. La aceptación de la voluntad de Dios en nuestro interior, conlleva la decisión voluntaria de recibir con valentía todo lo que viniere, sea bueno o aparentemente malo. Bien es cierto que tenemos que luchar por cambiar todo lo que a primera vista parezca malo o negativo, y hacer lo que buenamente esté en nuestra mano con tal intención. Ahora, de no poder cambiarlo, en ningún caso hemos de caer en la desesperación, porque Dios sabe bien lo que necesitamos, como venimos señalando. Así testificaba el apóstol a los gentiles: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Fil. 4:11).
Son muchas las ocasiones en que el cristiano pasa por adversidades, y a veces son observadas por nuestra percepción a modo de injusticia personal. Por ejemplo, en cuanto a la enfermedad o sufrimiento: ¿Por qué a mí? En cuanto a las privaciones: ¿Por qué a él/ella sí y a mí no? Desde una impresión superficial, pareciera que Dios está siendo injusto con el escenario de nuestra vida, y de manera consciente o inconsciente surge la negación y el descontento; no nos conformamos a la actual o nueva situación… Personalmente escuché a un miembro de una iglesia, en su oración, casi amenazar a Dios, debido a la dura prueba que estaba soportando y que al parecer no aceptaba. Como en este caso, algunos tal vez no amenacen, pero sea manifiesta o encubiertamente le echan la culpa a Dios, o se enfadan con Él. Esto ocurre por no comprender en su verdadera dimensión los decretos de Dios, ni tampoco su gracia benevolente, la cual sin merecerla, nos aporta ayuda en medio de la aflicción. Por eso, la recomendación bíblica es estar «contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré» (He. 13:5).
El que no acepta la voluntad proveniente del cielo, por muy oscura que pudiera parecer, es porque de alguna manera cree que tiene derecho a su propio bienestar, a recibir aquello que pide o reclama. Tal persona no entiende la gracia de Dios, porque a la vez no entiende la pecaminosidad humana. Los cristianos, pese a ser salvos, todavía somos culpables y merecedores del mal. Por lo que si tenemos derecho a algo, es a sufrir las consecuencias de nuestro pecado, y en ningún caso a recibir el bien… ¿Qué merecemos realmente…? Veamos, el criminal que ha cometido un homicidio, incluso cuando su delito sea justamente pagado, será siempre culpable por ese delito. El hecho de cumplir con la pena impuesta por el juez no lo convierte en inocente. Por ello, los cristianos, aun siendo redimidos por Dios, somos culpables, y si algo o mucho de bien recibimos, es sólo por gracia y a causa de la obra de Cristo, que asumió el pago de nuestra condena; motivo entonces de agradecimiento y no de queja.
La reflexión aquí se dirige a responder en parte a las preguntas iniciales, por si acaso alguien, ingenuamente, se cree merecedor de respuestas favorables por parte de Dios.
Decir sí a la providencia divina, en cualquier entorno, y por tenebroso que parezca, es asumir con toda confianza nuestra presente realidad, aceptando con humildad toda prueba que pudiera sobrevenir. De esta forma, hacemos nuestra la oración modélica de Jesús: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mt. 6:10).
De no aceptar cualquier situación de privación o carencia, ¿cómo entonces aplicaremos el salmo 23?: «El Señor es mi pastor, nada me faltará…». La expresión bíblica «nada me faltará», que también se traduce del hebreo por «nada me falta», es aceptar que en Dios lo tengo todo, y no hay absolutamente nada que me pueda faltar para llevar a cabo sus planes. Planes que, como venimos expresando, están preparados con anterioridad al tiempo y al espacio de nuestro mundo temporal.
Si damos por buena la llamada «teología de la prosperidad», practicada por algunas iglesias llamadas cristianas, la rica provisión de Dios para sus hijos, entraría en contradicción con la vida de pobreza y enfermedad que muchos cristianos han padecido a lo largo de la Historia. Ya mencionamos el caso de Lázaro como ejemplo paradigmático. La vida de Jesús, o del apóstol Pablo, también podría ser referencia de precariedad y tribulación. Pero, no hay contradicción, ya que nuestra mente humana interpreta las cosas con las gafas de la cultura que le rodea. Y, en nuestro caso, es la cultura del bienestar, incluida la extrema mentalidad materialista de nuestro Occidente cristianizado, cada día más alejado de Dios. La advertencia bíblica es esta: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8).
Aceptemos los acontecimientos de nuestro pasado, presente y futuro, como las partes representativas de la prueba, o dicho de otro modo, como el examen de nuestra vida. Unos exámenes vendrán de forma natural y no podremos evitarlos; habremos de aceptarlos de buen grado, y situarlos en manos de Dios para que Él se glorifique. Otros, serán la consecuencia de vivir una vida de fidelidad al servicio de nuestro Señor. Fue la advertencia de Pablo a Timoteo: «Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Tim. 3:12). El mismo Jesucristo ya lo predijo: «En el mundo tendréis aflicción» (Jn. 16:33). No podemos negarlo, la voluntad general de Dios supone mandamientos que en sí mismos conllevan pruebas, y a veces no pequeñas. La Escritura está repleta de ejemplos. Sin ir más lejos, predicar el Evangelio es un verdadero reto en nuestra cada vez más incrédula sociedad, y ello conlleva rechazo e incomprensión, y en los peores casos, la muerte.
Como es de esperar, en las pruebas se habrá de pagar un precio, sea privación, esfuerzo, sufrimiento, escasez, incertidumbre, o demás contratiempos… Por lo cual, antes de asentir con la cabeza y aceptar toda previsión futura, hemos de considerar el precio. En verdad no sabemos el precio que hemos de pagar en el futuro. Muchos son los creyentes fieles que a lo largo de la Historia han pagado con sus propias vidas a causa del testimonio cristiano. Leemos en el libro de Los Hechos que Esteban, en plena juventud, dio un magnífico testimonio a los líderes judíos del momento, asumiendo su particular examen con valentía. Ciertamente podría haberse librado de la muerte si su boca hubiera estado cerrada, pero… aceptó la prueba que le correspondía especialmente a él, y no le importó morir por el nombre de su Señor.
Pese a cualquier difícil pronóstico, nuestra confianza en Dios nos permite aceptar con optimismo todo lo que pudiera venir, porque no en vano descansamos en las manos del Todopoderoso. La actitud del apóstol Pablo fue de absoluta conformidad: «En todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad» (Fil. 4:2).
Es verdad que hay cristianos que prefieren evitar todo tipo de pruebas (algunas inevitables), aunque éstas sean por determinación divina, y se entiendan como la especial voluntad de Dios para sus vidas. Así es como después de haber recibido la luz del mandamiento, muchos escapan, tal como lo hizo Jonás, mirando hacia otro lado… Con todo, nadie puede ignorar lo determinado por el Creador, porque múltiples son las formas en las que revela a sus hijos cuál sea su voluntad. Por lo que, sea pequeña o grande la luz recibida de parte de Dios, no deberemos en ningún caso desecharla. «Andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas» (Jn. 12:35).
Sirva a modo de prueba el ejemplo del patriarca Abraham. Él entendió que debía entregar a su hijo Isaac, y que dicha petición era la voluntad divina para ese preciso momento. Trayendo, pues, el ejemplo a nuestros tiempos, algunos cristianos reciben la luz del mandamiento, pero en ningún modo están dispuestos a entregar aquello que más quieren: «sus hijos» (sea literal o metafórica la aplicación). No querer obedecer, es no querer pasar la prueba. Descubramos el panorama, porque son muchos hoy los que se auto engañan, y aun teniendo poca o mucha luz, hacen la vista gorda, resistiéndose a la voluntad de Dios. Y, para conseguir sus objetivos, prefieren luchar con las propias fuerzas en el cumplimiento de sus deseos. No parece extraño, como advirtió el Señor, que las tinieblas les atrapen.
Claro está que la futura voluntad de Dios probablemente no siempre será a mi medida, o como yo imagino, deseo y espero, según mis aparentes necesidades. C. H. Spurgeon, predicador y evangelista del siglo XIX, dijo: «Si hubiera una esquina donde yo tuviera la garantía divina de que trabajando como limpiabotas Dios podría ser más glorificado que lo es mientras doy testimonio ante una gran congregación, agradecería la información, y le obedecería». Este reconocido predicador decidió glorificar a Dios en su vida, y por lo tanto estaba dispuesto a aceptar cualquier propuesta proveniente del cielo. Ser limpiabotas o predicador de una gran iglesia, dependerá siempre de la providencia divina, que en cualquiera de los dos casos habremos de aceptar con humildad. No obramos con justicia cuando ocupamos un lugar que no nos corresponde, ya sea en la iglesia o en la vida cotidiana. A cada cristiano le corresponde su lugar, y así hemos de aceptarlo, dado que es el preparado por Dios para nosotros.
Agustín de Hipona, el más ilustre teólogo del siglo IV, confirmaba la enseñanza: «¡Qué bueno es Dios para los que no se lamentan, para aquellos que someten su voluntad a la divina, y no intentan acomodar la de Dios a la suya propia!». A decir verdad, existen deseos del corazón, peticiones, sentimientos, motivaciones, que son completamente lícitos y razonables, en relación con la salud, el hogar, el empleo, la familia etc. Ahora, puede ocurrir que muchos de esos deseos no concuerden con la voluntad de Dios; y aquí es donde se produce un repentino conflicto. A saber, la resolución de este conflicto pasa indudablemente por someter toda aparente desgracia a la voluntad especial de Dios, en acto de fe. En caso de no hacerlo, y con el sentimiento de no haber conseguido lo deseado, se podría crear un grave descontento interior, al que suele acompañarle la queja, y en los peores casos la amargura. Pablo le pidió al Señor que le quitase el aguijón en la carne (probablemente un defecto importante en la vista), pero la voluntad de Dios fue el permitir su particular aguijón con un propósito especial. «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co. 12:9). Como citaba el santo Job: «¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?» (Job 2:10). La pregunta aquí se presta en forma personal, y a cada uno en particular: Si el plan divino incluyera el cumplimiento de los peores presagios que pudieras imaginar, ¿aceparías con valentía y buena disposición tal destino de parte de Dios?
El pastor y defensor de los derechos humanos, Martin Luther King, manifestaba: «El propósito de la vida no es ser feliz, ni tampoco obtener placer y evitar el dolor, sino hacer la voluntad de Dios, venga lo que venga». Así es, la voluntad de Dios requiere de la aceptación interna y consciente de cualquier acontecimiento, presente o futuro, por muy sombrío que éste parezca. Y, en caso de no querer aceptar, consecuentemente estaríamos aplicando desconfianza en nuestro Padre, y a la vez menospreciando sus fieles promesas.
La rebeldía del creyente contra los planes celestiales es un síntoma bastante común en nuestro entorno cristiano, pensando en muchas ocasiones que al parecer Dios no es favorable a nuestras legítimas peticiones. Habremos de preguntar, pues, con qué motivaciones están hechas… La rebelión contra Dios no es más que el producto del lamento en el corazón, por ver que no han salido las cosas como esperábamos. Y esta actitud negativa no es más que el resultado de una visión egoísta, que se acompaña con una evidente falta de fe; lo que en tal caso deberíamos revisar.
El problema no es nuevo, ya ocurría con el antiguo pueblo de Israel. «Vosotros, que sois duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, resistís siempre al Espíritu Santo; como hicieron vuestros padres, así también hacéis vosotros». (Hch. 7:51). Lamentablemente la rebeldía, vista como acto de resistencia a la autoridad divina, constituye una constante en la historia de la Humanidad, incluyendo al pueblo de Dios, desgraciadamente.
LA VOLUNTAD DE DIOS Y EL SUFRIMIENTO
Los designios de Dios contienen elementos de misterio, que en muchas ocasiones no logramos comprender con claridad, incluido el sufrimiento. ¿Quién puede entender su propio camino? mucho menos entenderá el camino de Dios… En el libro Escogidos en Cristo, el autor J.M. Martínez, hace la siguiente analogía: «La providencia divina y su interacción de factores da lugar a muchos problemas, puesto que nosotros no vemos más que el revés del tapiz, el cual parece una confusión laberíntica de hilos multicolores, pero las Escrituras nos aseguran que el dibujo anverso es hermosísimo». Resulta significativa la ilustración, ya que viendo sólo el revés del tapiz, lleno de hilos enrevesados, no alcanzamos a contemplar el dibujo tan precioso que constituye nuestra vida en manos de Dios. Así ocurre con buena parte de lo predestinado por el cielo para todo cristiano, que a veces no llegamos a comprender con claridad.
Como indicamos al principio, el Todopoderoso ya sabe nuestro destino, y conforme a éste predetermina nuestras condiciones, sean físicas, psíquicas, circunstanciales, familiares, eclesiales, etc. De esta forma, prevemos que además en todas ellas habrá cierta dosis de sufrimiento, y como es de esperar, también planificado de antemano en el programa eterno de Dios.
Los planes divinos designados al creyente no transcurren exentos de aflicciones, tristezas, padecimientos, enfermedades… Y, aunque pudiéramos suponer que el sufrimiento en el cristiano es causa de algún pecado personal, en ocasiones ocurre precisamente al revés; es la aplicación especial del favor divino. El comentarista bíblico Matthew Henry cita al respecto: «Las aflicciones extraordinarias no son siempre el castigo de los pecados extraordinarios, sino que a veces son el padecimiento de las gracias extraordinarias».
Para el apóstol Pablo, su aguijón en la carne formaba parte de la voluntad de Dios. Y a buen seguro le constituyó dura prueba; prueba determinante que, con toda certeza, contribuyó para que su labor fuese todavía más eficiente. Así concluía: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co. 12:10).
Al parecer, la «escuela del dolor» enseña lecciones que en ninguna otra parte se pueden aprender; es la escuela de Dios. Reparemos en esta lección, porque las experiencias difíciles del creyente fiel, en manos de la divina providencia, no se hallan desprovistas de significado, sino que responden a un plan estratégicamente diseñado por el Creador. Es tal y como lo hace constar el teólogo británico, J.L. Packer: «La doctrina de la providencia les enseña a los cristianos que ellos nunca se encuentran a merced de unas fuerzas ciegas (la fortuna, el azar, la suerte, el destino), que todo cuanto les sucede se halla en los planes de Dios, y que cada suceso llega como una nueva convocación a confiar, obedecer y regocijarse, sabiendo que todo es para su bien espiritual y eterno».
Con arreglo a la providencia divina, consideramos que la prueba contribuye a la buena y necesaria transformación de carácter; un cambio de vida en dirección a imitar el modelo de Jesucristo. Con la prueba, el deseo por la eternidad se hace en nuestro corazón mucho más dinámico, y cómo no, también nos ayuda a desligarnos del presente mundo materialista, preparando nuestro corazón adecuadamente para el «más allá».
El propósito de la prueba aquí, se dirige a que seamos más conscientes del pecado, y de los estragos que ha hecho en este mundo perdido. Con esta conciencia podremos detectar mejor nuestros propios errores, y asimismo comprender con más tolerancia los del prójimo. La prueba nos proporciona elementos de madurez personal, y así es como nuestra visión espiritual se torna cada vez más profunda y cabal. Como resultado, vamos adquiriendo una mayor responsabilidad y sentido de nuestra labor cristiana, utilizada en la instrucción bíblica, servicio, comunión espiritual, santificación, predicación, evangelización…
De esta manera, todas las desdichas, a la postre, nos ayudarán a sentirnos débiles, y a no dar cabida al orgullo, para así depender de la absoluta gracia divina. Con la prueba nuestro ministerio cobrará una mayor calidad espiritual, y nuestra vida un verdadero significado de eternidad. «De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien» (1 P. 4:19).
Sepamos que el sufrimiento no proviene de la voluntad original de Dios; pero lo permite, lo incluye en su programa, y lo utiliza en bien de sus hijos. Y, por si fuera poco, además fija los límites necesarios para que no sobrepase la capacidad del cristiano en soportar las adversidades. En ningún caso Dios probará a sus hijos más allá de lo que puedan resistir. «Pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar» (1 Co. 10:13). «La voluntad de Dios no te llevará donde su gracia no te pueda sostener», citaba el misionero James Elliot, sin saber que su destino sería la pronta muerte a manos de una tribu indígena, junto con otros cuatro misioneros. Tales muertes parecían un sinsentido, hasta que buena parte de la tribu se convirtió al Señor gracias a la propia familia de los misioneros que prosiguieron con su labor evangelizadora. Tanto las muertes de los misioneros, como la conversión de los indígenas, ya estaban previstas por Dios.
Estemos seguros de que el Altísimo no nos dará una carga tan pesada que no logremos sobrellevar, y las dificultades serán proporcionales a las capacidades que Él buenamente nos quiera conceder. También esto es voluntad de Dios.
En definitiva, la prueba –incluidas las aflicciones– constituye parte del proyecto eterno de Dios para todo creyente en Cristo. Y por lo común, utiliza las circunstancias normales de la vida cotidiana, que en su debido tiempo las puede reconducir a modo de prueba. Las preguntas planteadas en el principio: la familia, el empleo, la formación, la salud, la iglesia, etc., pueden formar parte de la prueba. Todo ello son experiencias decisivas que ordenarán el rumbo de nuestra vida cristiana. El amor al Señor, así como nuestra fe en Él, han de ser probados.
«Porque mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal» (1 P. 3:17). Es de esperar que algunos cristianos, sabiendo que el porvenir en manos de Dios puede contener elementos de sufrimiento, opten por rebelarse y no querer aceptar cualquier perspectiva que parezca incierta. Estemos atentos, porque venga lo que viniere, sea lo que fuere, en ningún caso hemos de atemorizarnos; pues nuestro Padre celestial mantiene, en todo tiempo, un control riguroso sobre nuestras vidas. ¿Por qué entonces habríamos de desconfiar en Él? Pregunta similar fue la de nuestro Señor: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?» (Mt. 8:26).
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