Consecuencias de obedecer la voluntad de Dios

GRADOS DE COMPROMISO CON DIOS

Necesariamente la obediencia y la fe han de mantenerse unidas, pues la una depende de la otra. El destacado teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, afirmaba: «Es verdad que la obediencia y la fe deben estar separadas a causa de la justificación, pero esta separación no puede suprimir la unidad que existe entre ellas y que consiste en que la fe sólo se da en la obediencia, nunca sin ella, y en que la fe sólo es fe en el acto de la obediencia».

Después de lo hasta aquí expuesto, alguno se preguntará si a pesar de su falta de compromiso con el Señor y obediencia a la Palabra, se halla todavía amparado bajo la voluntad de Dios. Para resolver esta duda, vamos a intentar aclarar algunos conceptos básicos en este apartado.

Volvamos al texto de referencia: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt. 6:33a). El cristiano puede buscar primero el Reino de Dios, o no buscarlo. Ahora bien, en caso de tomar la decisión acertada, se requiere añadir un grado de entrega y compromiso con el Señor y con su obra. En cierta manera, la intensidad con la que experimentamos la voluntad de Dios puede ser mayor o menor; nuestra andadura cristiana puede marchar con superior o inferior altura de consagración. En esta decisión, podemos vivir la voluntad de Dios con un nivel de compromiso escaso, o bien, en el lado contrario, mostrarse muy generoso. Nuestra vida espiritual puede permanecer fuerte, o en cambio revelarse muy débil. Cada cual elige seguir a Jesucristo con mayor o menor grado de renuncia: «El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará» (Mt. 10:39). ¿Con qué medida de egoísmo estoy viviendo? Cuanto más viva para mí, mayor será la pérdida de la vida de Cristo.

No deberíamos obviar las indicaciones de nuestro Señor: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:16). El cristiano puede caminar, en mayor o menor medida, conforme la voluntad de Dios. Sobre esta base, nos preguntamos, ¿qué tipo de fruto estoy produciendo? ¿Es un fruto pequeño y de pésima calidad, o por el contrario abundante y de buena calidad? En todo caso el fruto tendrá mayor o menor utilidad, dependiendo del árbol que lo produzca. Un árbol saludable y robusto producirá buen fruto: «Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo» (Sal. 1:3). En cambio, creyentes cuyo desarrollo espiritual es mínimo, el fruto también se expresará mínimamente. Sea mayor o menor el fruto que logremos dar –por el poder del Espíritu Santo–, éste siempre será proporcional al grado de compromiso con Dios y su Palabra.

En este punto, no son pocas las advertencias del apóstol a la Iglesia primitiva: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gá. 6:7). El creyente que siembra muy poco para su vida espiritual, también segará muy poco. Aquel que siembra mala calidad de grano, segará mala calidad de cosecha: «Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará» (2 Co. 9:6). Luego, un compromiso débil con Dios y su Palabra, producirá como consecuencia una vida cristiana débil, carente de la necesaria fortaleza interior. De la misma manera, la pobre disposición de amor a Dios resultará en una pobre efectividad ministerial. La fórmula bíblica que contiene la causa y el efecto, parece sencilla: «Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros» (Stg. 4:8).

Nuestro gran Maestro declaró: «Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt. 6:5). Observamos aquí que la medida de favor divino hacia los creyentes, es correspondiente a la medida de nuestro favor hacia los demás. A saber, si con nuestra actitud de indiferencia logramos ignorar a nuestros hermanos, o bien no obramos con espíritu de perdón ante alguna ofensa, no pretendamos entonces recibir las mejores atenciones de nuestro Padre celestial. «Conforme vuestra fe os sea hecho» (Mt. 9:29). Según esta afirmación bíblica, dependiendo de nuestra fe, que por otra parte recibimos por gracia, así será la medida de bendición destinada. En otras palabras, Dios destina y aplica su voluntad especial en nuestra vida, en función del grado de confianza en Él y su Palabra. «Pero pida con fe no dudando nada» (Stg. 1:6). «No piense que quien tal haga que recibirá cosa alguna del Señor» (Stg. 1:17). ¿Vemos aquí la voluntad de Dios condicional? Hemos de preguntarnos, ¿cómo se muestra nuestra confianza en Dios? débil o fuerte, pequeña o abundante… Para fortalecer la fe recibida de Dios, hemos de estar abiertos a escuchar su voz: «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17). ¿Notamos la relación que existe entre las diversas condiciones divinas? Sepamos que la benéfica intervención del Espíritu en nuestra vida, será proporcional al grado de fe que profesamos; y al tiempo, ésta resultará proporcional al grado de nuestro amor y entrega a su Palabra.

Consideremos también cuál sea nuestra medida de amor práctico hacia el prójimo. La condición bíblica es la siguiente: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros» (1 Jn. 4:12). Podríamos inferir del texto que, si nuestro aprecio al prójimo se muestra ausente, tampoco el amor divino permanecerá en nosotros. «No hay mayor desprecio que no hacer aprecio», cita el refrán castellano. La voluntad condicional del Señor es concluyente: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (1 Jn. 15:10). Una muestra de amor escasa, por ende, resultará de una escasa relación con Dios y su Palabra. En cambio, el amor divino se perfeccionará en la medida que decidimos ponerlo en práctica. La condición bíblica es de carácter vital: «El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn. 4:16). Así que, somos permanentes receptores del amor de Dios, cuando nos disponemos voluntariamente a amarle a Él; amor que naturalmente deberá reflejarse en el prójimo. Una vez más la consecuencia bíblica se repite: «Con la medida con que medís, os será medido» (Mt. 7:2).

Comprendamos bien lo hasta aquí expuesto, porque podemos vivir dentro de la voluntad general de Dios, y sin embargo hacerlo con un mínimo grado de compromiso. El apóstol Pablo insta al creyente a no vivir conforme a la carne: «Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne» (Ro. 8:12).

Aquí, parece oportuno revisar nuestra vida de entrega hacia Dios, como hacia los demás, realizando al tiempo un sincero análisis de conciencia. «La ciencia del prudente está en entender su camino» (Pr. 14:8). Nos preguntamos, cada uno, por el nivel de compromiso en relación a nuestra comunión con Dios y su Palabra. Compromiso con la evangelización, con la iglesia, con la familia, con la sociedad, con nuestros bienes terrenales, etc. ¿En qué grado se halla usted? Si en grado mayor, dígalo con humildad; si en grado menor, con pesar en el corazón.

Aunque el desarrollo espiritual en el creyente puede ser más o menos acelerado, siempre la voluntad de Dios implica crecimiento; y si no hay crecimiento, por el contrario hay decrecimiento. Vamos hacia arriba o hacia abajo; avanzamos o retrocedemos; subimos o bajamos de grado: «El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mt. 12:30). Vivir con una medida reducida de entrega, conlleva experimentar la buena y agradable voluntad de Dios también con medida reducida. En el sentido inverso, vivir la voluntad de Dios en grado supremo, supone recibir las bendiciones también en grado supremo.

«Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Ro. 8:13). Según las palabras del apóstol dirigidas a los creyentes en Roma, y perfectamente aplicables para nosotros hoy, revelan que la vida cristiana puede manifestarse en estado espiritual de acercamiento a Dios (vida), o de alejamiento de Dios (muerte). Podemos aceptar, además, que el Señor actúe con cada uno en particular, dependiendo del estado de comunión con Él y de consagración. Y así serán las bendiciones espirituales recibidas: muy escasas, si nuestro compromiso es escaso, pero vida abundante, si nuestra entrega también lo es. Reiteramos el texto bíblico: «El que siembra generosamente, generosamente también segará» (2 Co. 9:6). Comprendamos bien, porque las consecuencias se contemplan más bien en el ámbito espiritual, pues los bienes terrenales no poseen ningún valor en la eternidad. Resulta llamativo, pero hay creyentes muy poco comprometidos con Dios, que gozan de buena salud y abundantes bienes materiales. Y por el contrario, creyentes fieles, que viven acompañados de carencias materiales y diferentes tipos de aflicciones. Así que, toda situación personal dependerá, como venimos indicando, de la voluntad especial de Dios para cada hijo suyo.

Por otro lado, es muy frecuente la típica excusa de que todos pecamos y fallamos, y así el Señor entiende nuestras debilidades. Es verdad, el Señor nos comprende más que nadie. Pero, entonces, ¿para qué sirven sus recomendaciones bíblicas, o qué sentido tiene el llamamiento a la santidad? Si bien Dios nos da los mandamientos, también las fuerzas para poder cumplirlos. Recordemos que David pecó gravemente, y aunque siguió dentro de los planes divinos, tuvo que sufrir las propias consecuencias de su mala acción; consecuencias previstas por Dios. Recordemos que mucha tristeza le causó la rebelión de su propio hijo Absalón. De forma paralela, Sansón no gustó de las bendiciones celestiales en su vida terrenal, por desobedecer el mandato divino, descubriendo su secreto a la persistente Dalila. Así como ocurrió con Sansón a causa de su desobediencia, puede ser que muchos creyentes en rebeldía, hoy se hallen en igual situación. La amonestación es de parte del Dios justo: «Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras» (Jer. 17:10).

Siguiendo con la misma idea, el cristiano puede vivir por un tiempo en grado mínimo de compromiso, y todavía hallarse dentro de la voluntad de Dios; hasta que, de persistir en el declive espiritual, irremediablemente llegará a perder la especial gracia de Dios. Bien pudo en su tiempo haber tomado la decisión de vivir con espíritu de entrega y abnegación personal. Sin embargo, con el transcurrir de los años se dejó llevar por los deseos terrenales del viejo hombre y, arrastrado por el pecado, se fue apagando espiritualmente. Ello generó, como resultado, un lamentable retroceso en su vida cristiana; no hizo caso de la recomendación bíblica: «Para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» (1 P. 4:2).

El modelo de la iglesia en Laodicea, en El Apocalipsis, es vivo ejemplo… para en ningún modo copiarlo. Esta iglesia de finales del primer siglo vivía bajo la buena y agradable voluntad de Dios, hasta que la «tibieza» se instaló en el corazón de sus miembros, dando paso a un proceso de lamentable decadencia espiritual. Con el tiempo se descubrió en la iglesia un grado mínimo de relación con Cristo y su Palabra, llegando a tal punto que finalmente el mismo Señor se encuentra llamando a la puerta de sus corazones. Habían dejado al Salvador fuera de la vida cristiana: un «cristianismo sin Cristo». ¿Cómo es posible tal descarrío…? El estado de comodidad y relajación espiritual había llegado a su límite. Y el Señor, por medio del apóstol Juan, les tuvo que amonestar duramente. Desde luego que no dejaron de realizar, en sus fuerzas, actividades eclesiales; pero según el pasaje bíblico prescindían de la gracia divina por creerse autosuficientes, y por lo tanto su relación con Dios era prácticamente nula. Se había convertido en una iglesia eclesio-céntrica: el yo, me, mi, presidía la dinámica religiosa de esta particular congregación.

A veces ocurre que el cristiano permanece estancado por un largo tiempo, en altura mínima de compromiso con Dios; hasta que llega un momento en que el Señor, harto de paciencia, realiza una llamada de atención (lo hizo en la iglesia de Laodicea). La advertencia de Cristo es para ayer, y también para hoy. Así cita el texto bíblico: «¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (He. 2:3). No pensemos que Dios rechaza a sus verdaderos hijos; por el contrario, su amor incondicional permanece inalterable. En esa relación paterno-filial, el Padre siempre mantiene una atención misericordiosa con su pueblo: «No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados» (Sal. 103:10). Nuestro Pastor es perdonador, paciente y bueno, y como cita Isaías 46:4, «nos soporta hasta las canas». Él es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo, así que no puede mirar de reojo cuando el cristiano peca, y por ello ha establecido promesas condicionales, con las bendiciones consecuentes al cumplimiento de éstas. Es decir, al obrar del cristiano le sigue la consecuencia propia. Es la ley natural de la siembra y la siega. Dios no se aleja del hombre, el hombre se aleja de Dios.

No estamos enseñando aquí que todo llamado creyente, que vive en la carne, sea un cristiano nacido de nuevo. Sin ánimo de juzgar, pero aquel que vive apartado de Dios de forma permanente, habiendo apostatado de la doctrina fundamental, sin discernir sus propios errores, o carente del amor divino, es muy probable que nunca haya conocido a Dios, es decir, que no sea realmente cristiano. «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Jn. 4:8). En cualquier caso, hacemos bien en no juzgar de antemano; dejemos crecer la cizaña juntamente con el trigo, aconsejó nuestro Señor, Mateo 13:30.

Resumiendo lo dicho, todo creyente a la final dará cuenta de lo bueno que haya hecho en esta vida (viviendo conforme al Espíritu), o bien de lo malo que haya hecho (viviendo conforme a la carne): «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Co. 5:10).

CONSECUENCIAS DE TRASNGREDIR LA VOLUNTAD DE DIOS

En esta vida presente

Una vez inmerso en el proceso de frialdad espiritual mencionado, con el tiempo el creyente puede llegar al extremo de encontrarse fuera de la voluntad divina, en el sentido general, no en el sentido permisivo, ya previsto por Dios. Fue el mismo apóstol Pablo el que, con temor y temblor, se puso como ejemplo de debilidad: «No sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Co. 9:27). La lección se brinda sola. O seguimos confiando en Dios y creciendo en grado de comunión con Él, o aun habiendo comenzado el camino, bien podemos retroceder. «Mas el justo vivirá por fe. Y si retrocediere, no agradará a mi alma» (He. 10:38). Las consecuencias de vivir bajo el desagrado de Dios, se revelan negativamente. Una de ellas es que la «gracia especial» deja de amparar al creyente, en su forma condicional, y en buena medida ya no es receptor de sus bendiciones celestiales, en el sentido mencionado. En esto, la Escritura no advierte en vano: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios» (He. 12:15). Éste es motivo por el cual toda rutina se apropia del creyente apartado de Dios, y las cosas del Señor le son una verdadera carga. El Espíritu Santo se entristece, y por ello no da señales evidentes de fruto espiritual: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Ef. 4.30). Así es como el gozo se apaga, y llega a convertirse en permanente descontento, o lo que es peor, en raíz de amargura. A la vez, en este proceso de alejamiento, el Señor priva de luz espiritual a aquel que rechaza su oferta de gracia: «Vendré a ti, y quitaré tu candelero» (Ap. 2:5). Dios es luz, y el cristiano que no mantiene comunión con Él, por ende no recibe su luz, ni para entender la Palabra, ni para iluminar a los demás; no resulta sorprendente que pierda toda visión espiritual, al igual que una vela cuya llama se desvanece. De esta forma también su ministerio resultará del todo ineficaz: «Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él» (1 Co. 3:17). Tal cristiano ha roto la comunión con su Salvador, y por consiguiente se hace inútil para la obra; por ello no logra disfrutar de la vida espiritual con genuina satisfacción. Y, sin apenas distinguir, el poder de Dios se retira del escenario ministerial, porque «si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da» (1 P. 4:11).

Las secuelas de encontrarse fuera de los propósitos divinos son verdaderamente tristes. Es verdad que tales cristianos pueden seguir leyendo la Biblia, orando, cantando ¡Señor te amo!, procurando sus ofrendas… Pero, la realidad intencional de su corazón es otra distinta. Es la llamada paradoja farisaica con la que Jesús tuvo que enfrentarse: «Porque vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad» (Lc. 11:39).

Por otro lado, el hijo, aun desobediente, sigue siendo hijo: ayer, hoy y mañana, por lo que no pierde su condición de hijo adoptado establecida por el Padre. Aunque, según los datos bíblicos, de seguir en rebeldía podría perder algo muy preciado: la comunión con Dios; además de los efectos benéficos derivados de esa comunión espiritual. De la siguiente forma el Señor lo expresó a su iglesia: «Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Ap. 3:16). Tal y como ocurrió en aquel tiempo, parece probable que también hoy algunos creyentes sean vomitados de la boca de Jesús. Pensemos en ello, pues no son tiempos mejores los presentes, los cuales caminan sin retorno hacia la Apostasía. «Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos» (He. 2:1).

Es cierto que todos caemos y fallamos muchas veces, según 1 Juan 1:8. Sin embargo, una cosa es caer y arrepentirse (a renglón seguido Dios nos levanta), y otra distinta es permanecer caído por largo tiempo. En este último sentido, la historia nos muestra la trayectoria de creyentes que han mostrado un claro «antes» y un «después» en su vida personal. No son pocos los que llevan años apartados de la vida espiritual. Otros, pese a seguir en el sistema eclesial, mantienen una actitud de terquedad, con el consiguiente estado de insatisfacción: no aprenden. En otros no se logra distinguir la acción del Espíritu Santo; transcurren absorbidos por los entretenimientos de este mundo pasajero. Algunos recibieron una prueba decisiva de parte de Dios, y no estuvieron dispuestos a aceptarla: se dejaron llevar por la necesidad personal (no entregaron a su hijo Isaac). Igualmente, con el descarrío de ciertos creyentes, el semblante ya no es el mismo, el gozo desaparece de un día para otro, la frescura del Espíritu se marchita por el fuerte sol de la prueba… Además, a ciertos líderes se les sube tanto el cargo eclesial a la cabeza, que con el tiempo se vuelven casi irreconocibles; una especie de enajenación mental se apodera de sus mentes. Ya lo advirtió en Señor a su pueblo: «Para que no se vuelvan a la locura» (Sal. 85:8).

Ante lo mencionado, huelga decir que ningún cristiano es mejor que otro. Pues aun siendo realistas, y permaneciendo en la voluntad de Dios, no hacemos bien en descalificar ni menospreciar a ningún hermano en particular. ¡Nadie está libre de pecado…!! cita Juan 8:7. Y, como siempre hay lugar para el arrepentimiento y la restauración espiritual, nuestro buen Dios espera, cual padre paciente, al regreso del hijo pródigo.

En la eternidad

«Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes» (Lc. 12:47). Que nadie se inquiete por el texto, porque en la morada de Dios nadie va a recibir azotes (en el sentido literal). Ahora bien, cabe entresacar la enseñanza del presente versículo, porque si no aplicamos compromiso en nuestra vida cristiana, las bendiciones que perderemos serán de carácter perdurable. Por eso hemos de preguntarnos, dónde estamos edificando: sobre madera, heno, hojarasca (cosas que el fuego no resistirá), o bien edificamos sobre oro, plata, y piedras preciosas, según consta en 1 Corintios 3:11-15.

Aunque no en el mismo sentido que el incrédulo, el cristiano pasará por el juicio de Dios (Tribunal de Cristo), para como creyente dar cuenta de todas sus obras. A este respecto el profesor L. Berkhof expone: «Los hombres serán juzgados por “toda palabra ociosa” Mt. 12:36, y por “toda cosa secreta”, Ro. 2:16; I Co. 4:5, y no hay indicación alguna de que esto se limite a los impíos». Parece justo que Dios pida cuentas a todos, incluido a los cristianos. Ya lo avisaba el escritor del antiguo libro de Eclesiastés. «Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala» (Ec. 12:14).

Asimismo, todo el fruto de nuestro trabajo, hecho fuera de la voluntad de Dios, no será productivo en la eternidad: «Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo» (2 Jn. 2:8). Galardón completo o galardón incompleto. ¿De qué depende? Claro está, de nuestro margen de obediencia a la voluntad divina. A servicio pobre, recompensa pobre. La obediencia a Dios con medida pequeña, equivale en la eternidad a galardones también otorgados con medida pequeña.

Examinado en el sentido material, nos preguntamos si sirve de algo atesorar para este mundo, si en la eternidad no vamos a poder disfrutar de los bienes terrenales acumulados. Todo se va a quedar aquí. Bien sabemos los cristianos que la salvación está garantizada por gracia. Sin embargo, el creyente que no ha sido fiel (valga la expresión) nada de valor podrá llevarse de este mundo que tenga utilidad para la eternidad. «Será salvo como por fuego» (1 Co. 3:15). Será salvo, pero como si un fuego le obligara a dejar su hogar de forma repentina, y como resultado se salva él mismo, pero no le acompañará recompensa en el día final: «La obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará» (1 Co. 3.13).

El profeta Juan, gran visionario del futuro, advierte a los creyentes de la época: «Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados» (1 Jn. 2:28). Podemos predecir, según el texto leído, que el cristiano que no sirvió fielmente en este mundo, en el futuro encuentro con Cristo experimentará de alguna manera cierto rubor en el rostro, por haber descuidado la voluntad de su Señor.

CONSECUENCIAS DE PRACTICAR LAVOLUNTAD DE DIOS

En esta vida presente

Una vez examinadas las consecuencias negativas de no someterse a la voluntad de Dios, en el sentido opuesto también se descubren consecuencias favorables. Los efectos positivos de andar según los proyectos celestiales son varios, y si bien pueden ser decarácter material, principalmente éstos se revelan en el orden espiritual, puesto que nuestra vida aquí constituye en todo una inversión para la eternidad.

Más allá de las bendiciones materiales, que podamos o no recibir en este tiempo, los resultados se experimentan en el alma, y sus maravillosos efectos se descubren de muy diversas formas en el ámbito espiritual. Citamos algunos, como por ejemplo: crecimiento espiritual, transformación de carácter, serenidad interior, tranquilidad de conciencia, estabilidad emocional, efectividad ministerial, entre otros muchos… A todo ello se añade el fruto del Espíritu, que es generado en el alma del creyente fiel: amor, gozo, paz… Por tal razón se afirma que el cristiano irá «de poder en poder» (Sal. 84:7). Así, con todo el bienestar recibido, no parece extraño que se cumpla el texto bíblico: «Se alegrará el justo en Jehová, y confiará en él» (Sal. 64:10). Con tan magnífica condición habita todo siervo de Dios, yendo con paso firme y seguro hacia la eternidad: «Mas el justo en su muerte tiene esperanza» (Pr. 14:32). Y en tanto camina por este complicado e imprevisible mundo, al tiempo le acompaña una grata sensación interior de que «todas las cosas le ayudan a bien», Romanos 8:28, y por lo tanto su perspectiva futura permanece en todo momento positiva. Podríamos mencionar aquí muchos otros aspectos de carácter provechoso para el cristiano comprometido con su Señor.

El gran predicador británico George Whitefield, también recomendó la fórmula cristiana, diciendo: «Pelea la buena batalla de la fe, y Dios te dará bendiciones espirituales». Así es, «hay bendiciones sobre la cabeza del justo» (Pr. 10:6), atestigua la Escritura.

Ahora bien, hechas estas precisiones, cabe señalar que toda retribución divina, sea en este mundo como en el venidero, es resultado de la abundante gracia de Dios, y en ningún caso constituye la recompensa a nuestros méritos propios. Nada merecemos, como venimos insistiendo. Nuestros esfuerzos personales son aceptables solamente en los esfuerzos de Cristo, en su obra expiatoria… No es por otra causa, sino sólo por gentileza divina, que nuestro Padre se dispone a retribuir según el cristiano sembrare. Y esto es favor celestial, oportunidad concedida por Dios mismo; además de que todos nuestros logros son hechos con la ayuda y el poder de lo Alto, y no cabe atisbo de gloria alguna para el hombre.

Hoy, como ayer, la oferta divina sigue mostrándose por pura gracia, y como es de esperar toda la gloria es y será para Dios. Sentimiento de ineptitud, o insuficiencia personal, son los que deben prevalecer en nuestras conciencias. Por ello, una vez terminada la labor, nuestro Señor nos indica el título honorífico que hemos de atribuirnos: «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos» (Lc. 17:10).

En la eternidad

¿Podemos imaginar el acontecer diario sin esperanza de futuro? La verdad, el transitar por esta vida sin esperanza, no tiene ningún sentido. En esto, nuestra absoluta confianza en Dios y esperanza de eternidad con Cristo, es lo que provee de fortaleza a todo creyente fiel. «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor… porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:8). Una vez traspasado el umbral de la muerte, el hijo de Dios es acompañado a la eternidad con todo el equipaje de su labor realizada en este mundo, para ser retribuido en el Cielo. «Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección… Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 2:10,11). Las puertas del Reino celestial se abrirán de par en par, con toda holgura para el creyente fiel, siendo recibido por el mismo Rey de reyes y Señor de señores. Así es como lo predijo el Gran Maestro a sus discípulos: «Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mt. 25:21). L. Berkhof, hace la siguiente observación: «También es evidente según la Escritura, que habrá grados de bendición en el cielo, Dn. 12:3, II Co. 9:6 Nuestras buenas obras serán la medida de nuestra recompensa de gracia, aunque no la merezcan. Sin embargo, y a pesar de todo esto, el gozo de cada individuo será perfecto y pleno». Además de ello, extraordinarias moradas celestiales esperan ser habitadas por los hijos de Dios. Jesucristo fue a prepararlas: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn. 14:2). ¿Serán todas las moradas iguales? O, dependiendo de la fidelidad de cada creyente, así será la grandeza de la residencia en el Cielo… De lo que no hay duda, es que junto con las moradas celestiales, los tesoros concebidos en la Tierra e invertidos en el Cielo, serán guardados para aquel día glorioso: «Haceos tesoros en el cielo» (Mt. 6:20). Esos mismos tesoros que logramos invertir en el banco celestial, serán entonces devueltos con mayor rentabilidad y esplendor, para que el cristiano fiel los disfrute en forma eterna. Todo servicio a Dios, hecho con nuestros bienes, aun con carencias temporales en el presente, resultará en gloriosas acumulaciones celestiales.

Sea mucha o poca la labor del siervo fiel, no será olvidada por su Señor. «He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra» (Ap. 22.12). Nótese además en el texto que el galardón no es mérito nuestro, pues Jesús lo ganó en la Cruz por derecho propio: «mi galardón». Como venimos indicando, en ningún caso el cristiano será merecedor del bien, por muy fiel que se comporte. Pese a ello, la extraordinaria gracia divina se muestra ofreciendo recompensas por la obra que cada uno en particular haya realizado. «Entonces pagará a cada uno conforme a sus obras» (Mt. 16:26). También esto, aparte de gracia, es voluntad de Dios. Muchos bienes recibirán los felices habitantes del futuro Reino de los cielos. La medida de bendición será justa: a mayor grado de esfuerzo y disposición, mayor bien recibiremos. Gran galardón para aquellos que también grande ha sido el compromiso con su Señor. Es lo prometido para los fieles hijos de Dios: «Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mt. 5:12). Pensemos con inteligencia, porque las aflicciones de este mundo pronto pasan, pero las bendiciones espirituales no tienen fin. Convencido estaba el mártir de la fe, Dietrich Bonhoeffer: «El tiempo es breve. La eternidad larga. Es un periodo de decisión. El que se mantenga firme en la palabra y la confesión de su fe, verá que Jesús le defiende en la hora del juicio».

Cumplir la voluntad del Señor requiere un cierto grado de sufrimiento, en mayor o menor medida. Sin embargo, toda aflicción anclada en la fe de Cristo Jesús, se encuentra revestida de gloria eterna: «Si sufrimos con él también reinaremos con él» (2 Ti. 2:12). En fin, la Eternidad más cerca de Cristo, y con mayor participación de su gloria, será la recompensa de aquellos que han pagado el precio de la vida cristiana, para el servicio de Dios y de su Iglesia: «Manifestados con él en gloria» (Col. 3:49).

CONCLUSIÓN

Hasta aquí la presente reflexión sobre la voluntad de Dios. En nuestra mano está el creerla, conocerla, amarla, vivirla y proclamarla. Si verdaderamente somos hijos de Dios, habremos de concluir, cada uno personalmente, con la siguiente pregunta: ¿Andamos según los designios de nuestro buen Padre celestial? o estamos descuidando labor tan importante…

Reiteramos la enseñanza, porque en la medida que nos dispongamos a cumplir con la voluntad general de Dios, Él aplicará su especial voluntad en nuestra vida. Por ello, no cabe preocuparse excesivamente por el futuro en esta tierra, descuidando el presente de los planes divinos, pues en los propósitos del Todopoderoso está el añadir todo aquello que necesitamos.

Recordemos que para alcanzar las bendiciones celestiales, hemos de entregarnos a Dios en forma sincera y mantener así buena relación con Él, a través de la Palabra y la oración, principalmente. Tal entrega nos llevará a evaluar adecuadamente nuestra relación con el entorno (familia, trabajo, iglesia, economía, circunstancias personales), y con nosotros mismos (nuestro mundo interior), considerando los elementos en conjunto para así poder confirmar el cumplimento de la voluntad de Dios, tanto general como especial.

La prueba, incluida las aflicciones, vendrán. Pero, con todo y ello, no desistamos en la permanente búsqueda del Reino de Dios y su justicia. Es menester seguir luchando, ya que el creyente fiel posee las extraordinarias fuerzas nacientes del Espíritu, para poder desempeñar aquellas labores determinadas por el Creador desde antes de la fundación del mundo.

A pesar de las previsiones futuras que pudieran contener diversas pruebas, habremos de aceptar lo previamente establecido por el sabio Dios para nuestra vida particular, porque en último término su voluntad resulta agradable y perfecta: «Para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Ro. 12:2). Es agradable y perfecta porque forma de un todo con los propósitos eternos del Cielo, que son planificados en perfección; toda vez que son para nuestro beneficio personal.

Las bendiciones de vivir según los planes establecidos por el Señor son incalculables; y no pensemos que sólo serán descubiertas con esplendor en la eternidad, sino que además todo creyente las puede recibir y experimentar ya en esta vida temporal. Y tales bendiciones, más allá de los bienes materiales que podamos o no recibir, se obtienen de la poderosa intervención del Espíritu Santo en el corazón del cristiano fiel. Éste es llenado de gozo y paz, de plenitud espiritual, de completo significado y propósito eterno. Entonces, resulta provechoso para nuestra alma, el apreciar las ricas bendiciones que se derivan de andar en los caminos del Señor; bendiciones en este mundo, y también en el venidero. Fijemos nuestra mirada en Cristo, en su ejemplo, y prosigamos la carrera, que con guía firme y segura llegaremos a la meta, a nuestra morada celestial, la cual está preparando nuestro Salvador, hasta que regrese con poder y gloria; que por cierto, no tardará mucho.

Examinemos con solicitud cuál sea nuestra relación con Dios, con el entorno que nos rodea, y también con nosotros mismos; y comprobemos en qué grado estamos cumpliendo con los designios celestiales… Si descubrimos, pues, que nos hallamos en grado mínimo, entonces hay tiempo para acudir al Buen Pastor con espíritu arrepentido. En esto, puede ocurrir que alguien revise su vida y piense que es demasiado tarde, que no es digno del amor divino, o que tal vez se encuentre fuera de la voluntad general de Dios… Bien, el hecho sólo de plantearlo ya es un gran paso, porque todavía hay esperanza. Así pues, si algún hermano reconoce que está descuidando su vida espiritual, y siente pesar en el corazón, es el momento preciso para acudir al Señor. Sus brazos llenos de amor siguen abiertos para perdonar y restaurar a todo aquel que con sinceridad de corazón desee recibir el oportuno socorro. Sirva esta oración como ejemplo: ¡Padre celestial, perdóname por no apreciar mi relación contigo; por descuidar tu Palabra; por no tener presente la importancia de la oración. Perdóname por desatender a mis hermanos en la fe como en verdad debería hacerlo; por no desarrollar mi vida espiritual, ni disponer mis dones para el servicio de tu pueblo. Perdóname por no apreciar la evangelización según el mandato de Cristo; por descuidar tus enseñanzas; por no creer que hayas preparado un propósito especial para mi vida; por haber perdido muchas bendiciones… A partir de ahora te entrego mi corazón, mi vida y circunstancias, para que todo lo uses conforme a tu buena voluntad. Dame fuerzas para poder cumplir con tus planes en mi vida diaria. ¡En el nombre del Señor Jesús!

La realidad es que el final de los tiempos se halla a las puertas, y los acontecimientos actuales apuntan a una inminente venida de nuestro Señor Jesucristo para buscar a su querida Iglesia. Son pocos los años que nos restan (podría ser hoy mismo). Luego, ¿qué excusas pondremos en el momento de nuestro encuentro con Cristo? ¿Cuál habrá sido nuestro grado de entrega y servicio? ¿Cuál nuestra medida de amor al Salvador?

La declaración bíblica que resume la conversión del apóstol Pablo, es modelo suficiente para sin más demora tomar hoy la decisión que de seguro cambiará el resto de nuestras vidas: «Señor, qué quieres que yo haga» (Hch. 9:6).

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