Consecuencias de obedecer la voluntad de Dios

GRADOS DE COMPROMISO CON DIOS

Necesariamente la obediencia y la fe han de mantenerse unidas, pues la una depende de la otra. El destacado teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, afirmaba: «Es verdad que la obediencia y la fe deben estar separadas a causa de la justificación, pero esta separación no puede suprimir la unidad que existe entre ellas y que consiste en que la fe sólo se da en la obediencia, nunca sin ella, y en que la fe sólo es fe en el acto de la obediencia».

Después de lo hasta aquí expuesto, alguno se preguntará si a pesar de su falta de compromiso con el Señor y obediencia a la Palabra, se halla todavía amparado bajo la gracia especial de Dios. Para resolver esta duda, vamos a intentar aclarar algunos conceptos básicos en este apartado.

Volvamos al texto de referencia: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt. 6:33a). El cristiano puede buscar primero el Reino de Dios, o no buscarlo. Ahora bien, en el caso de tomar la decisión correcta, se requiere en el día a día proseguir adelante con un grado de entrega y compromiso hacia el Señor y su obra. En cierta manera, la intensidad con la que experimentamos la voluntad de Dios puede ser mayor o menor; nuestra andadura cristiana puede marchar con superior o inferior altura de consagración.

Permaneciendo en esta decisión (el buscar primero el reino de Dios), podremos vivir la voluntad de Dios con un nivel de compromiso generoso, o bien, en el lado contrario, mostrarse escaso. Nuestra vida espiritual puede permanecer fuerte, o en cambio revelarse débil. Cada cual elige seguir a Jesucristo con mayor o menor grado de renuncia: «El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará» (Mt. 10:39). ¿Con qué medida de egoísmo estoy viviendo? Cuanto más viva para mí, mayor es la pérdida de la vida de Cristo.

No deberíamos obviar las indicaciones de nuestro Señor: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:16). El cristiano puede caminar, en mayor o menor medida, conforme la voluntad de Dios. Sobre esta base, nos preguntamos, ¿qué tipo de fruto estoy produciendo? ¿Es un fruto pequeño y de pésima calidad, o por el contrario abundante y de buena calidad? En todo caso el fruto tendrá mayor o menor utilidad dependiendo del árbol que lo produzca. Un árbol saludable y robusto producirá buen fruto: «Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo» (Sal. 1:3). En cambio, creyentes cuyo desarrollo espiritual es mínimo, el fruto también se expresará mínimamente. Sea mayor o menor el fruto que logremos producir –por el poder del Espíritu Santo–, éste será proporcional al grado de compromiso con Dios y su Palabra.

En este punto, no son pocas las advertencias bíblicas: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gá. 6:7). El creyente que siembra muy poco para la vida espiritual, es de esperar que siegue muy poco. Aquel que siembra mala calidad de grano, segará mala calidad de cosecha: «Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará» (2 Co. 9:6). Luego, un compromiso débil con Dios y su Palabra, producirá como consecuencia una vida cristiana débil, carente de la necesaria fortaleza interior. De la misma manera, la pobre disposición de amor a Dios, resultará en una pobre efectividad ministerial. La fórmula que contiene la causa y el efecto, parece sencilla: «Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros» (Stg. 4:8).

Nuestro gran Maestro declaró: «Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt. 6:14). Observamos aquí que la medida del favor divino hacia nosotros, es correspondiente a la medida de nuestro favor hacia los demás. A saber, si con nuestra actitud de indiferencia logramos ignorar a nuestros hermanos, o bien obramos con espíritu de rencor ante alguna ofensa, no pretendamos entonces recibir las mejores atenciones de nuestro Padre celestial.

«Conforme vuestra fe os sea hecho» (Mt. 9:29). Según esta afirmación bíblica, dependiendo de nuestra fe, que por otra parte recibimos por gracia, así será la medida de bendición destinada. En otras palabras, Dios aplicará su voluntad especial a nuestra vida, en función del grado de confianza en Él y en su Palabra: «Pero pida con fe no dudando nada; porque el que duda es semejante a la ola del mar… No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor» (Stg. 1:6,7). ¿Vemos aquí la voluntad de Dios condicional? Hemos de preguntarnos, ¿cómo se muestra nuestra confianza en Dios? débil o fuerte, pequeña o abundante… Para fortalecer la fe recibida de Dios, hemos de estar abiertos a escuchar su voz: «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17). ¿Notamos la relación que existe entre las diversas condiciones divinas? Sepamos que la buena intervención del Espíritu en nuestra vida, será proporcional al grado de fe que profesemos; y al tiempo, esta fe también proporcional al grado de nuestro amor y entrega a su Palabra.

Consideremos cuál sea nuestra medida de amor práctico hacia el prójimo. La condición bíblica es la siguiente: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros» (1 Jn. 4:12). Podríamos inferir del texto que, si nuestro aprecio al prójimo se muestra ausente, tampoco el amor divino permanecerá en nosotros. La voluntad condicional del Señor es: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn. 15:10). Una muestra de amor escasa, por ende, provendrá de una escasa relación con Dios y su Palabra. De forma inversa, el amor divino se perfeccionará en la medida que decidimos ponerlo en práctica. La condición bíblica es de carácter vital: «El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn. 4:16). Así que, somos permanentes receptores del amor de Dios, cuando nos disponemos voluntariamente a amarle a Él; amor que naturalmente deberá reflejarse en el prójimo. Una vez más la consecuencia bíblica se repite: «Con la medida con que medís, os será medido» (Mt. 7:2).

Comprendamos bien lo anteriormente expuesto, porque podemos vivir dentro de la voluntad de Dios, y sin embargo hacerlo con un mínimo grado de fidelidad. La propia Escritura exhorta a no vivir conforme a la carne: «Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne» (Ro. 8:12). Aquí, parece oportuno revisar nuestra vida de entrega hacia Dios, como hacia los demás, realizando al tiempo un sincero análisis de conciencia: «La ciencia del prudente está en entender su camino» (Pr. 14:8).

Nos preguntamos, cada uno, por el nivel de compromiso en relación con Dios y su Palabra; compromiso con la evangelización, con la iglesia, con la familia, con la sociedad, con nuestros bienes terrenales, etc. ¿En qué grado se halla usted? Si en grado mayor, dígalo con humildad, si en grado menor, con pesar en el corazón.

Aunque el desarrollo espiritual en el creyente puede ser más o menos acelerado, siempre la voluntad de Dios conlleva crecimiento; y si no hay crecimiento, se produce el efecto contrario: decrecimiento. Vamos hacia arriba o hacia abajo, avanzamos o retrocedemos, subimos o bajamos de grado: «El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mt. 12:30).

Vivir con una medida reducida de entrega, conlleva experimentar la buena voluntad de Dios con medida reducida. En el sentido opuesto, vivir la voluntad de Dios en grado supremo, conlleva recibir las bendiciones también en grado supremo: «Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Ro. 8:13). Según las palabras del apóstol dirigidas a los creyentes en Roma, y perfectamente aplicables para nosotros hoy, revelan que la vida cristiana conlleva, en sí mismo, un estado espiritual de acercamiento a Dios (vida), o de alejamiento de Dios (muerte).

Podemos aceptar, además, que el Señor se relacione con cada uno en particular, dependiendo del estado de comunión con Él y de consagración. Y así serán las bendiciones espirituales recibidas; muy pobres, si nuestro compromiso es pobre, pero vida abundante, si abundante es nuestra entrega. Reproducimos nuevamente el texto sagrado: «El que siembra generosamente, generosamente también segará» (2 Co. 9:6). Comprendamos bien, porque los efectos benéficos de la siega generosa se contemplan esencialmente en el ámbito espiritual, pues los bienes terrenales por sí mismos no poseen ningún valor espiritual.

Por otro lado, es muy frecuente la típica excusa de que todos pecamos y fallamos, y así el Señor entiende nuestras debilidades. Es verdad, el Señor nos comprende más que nadie. Pero, entonces, ¿para qué sirven sus recomendaciones bíblicas, o qué sentido tiene el llamamiento a la santidad? Si bien Dios nos da los mandamientos, también las fuerzas para poder cumplirlos. Recordemos que David pecó gravemente, y aun siguiendo dentro de la voluntad de Dios, tuvo que sufrir las propias consecuencias de su mala acción; consecuencias previstas por Dios. Mucha tristeza le causó la rebelión de su propio hijo Absalón. De forma paralela Sansón no gustó de las bendiciones celestiales por desobedecer el mandato divino, descubriendo su secreto a la persistente Dalila. Así como ocurrió con Sansón a causa de su desobediencia, puede ser que muchos creyentes en rebeldía se hallen «ciegos» y arrastrando «piedras de molino». La amonestación es de parte del Dios justo: «Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras» (Jer. 17:10).

Siguiendo con la misma idea, el cristiano puede vivir por un tiempo en grado mínimo, y todavía hallarse dentro de la voluntad de Dios; hasta que, de persistir en el declive espiritual, irremediablemente llegará a perder la especial gracia de Dios. Bien pudo en su tiempo haber tomado la decisión de vivir con espíritu de entrega y abnegación personal. Pero, con el transcurrir de los años, se dejó llevar por los deseos terrenales del viejo hombre y, arrastrado por el pecado, se fue apagando espiritualmente. Ello generó un marcado retroceso en su vida cristiana; no hizo caso de la recomendación bíblica: «Para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» (1 P. 4:2).

El modelo de la iglesia de Laodicea, en El Apocalipsis, es vivo ejemplo… para en ningún modo copiarlo. Esta iglesia de finales del primer siglo vivía bajo la buena y agradable voluntad de Dios, hasta que la «tibieza» se instaló en el corazón de sus miembros, dando paso a un proceso de lamentable decadencia espiritual. Con el tiempo se descubrió en la iglesia un grado extremadamente escaso de relación con Cristo y su Palabra, llegando a tal punto que finalmente el mismo Señor se encuentra llamando a la puerta de sus corazones. Habían dejado al Salvador fuera de la vida cristiana: «un cristianismo sin Cristo». ¿Cómo es posible tal descarrío…? El estado de comodidad y relajación espiritual había llegado a su límite. Y el Señor, por medio del apóstol Juan, les tuvo que amonestar duramente. Desde luego no dejaron de realizar, en sus fuerzas, actividades eclesiales; pero, a tenor del pasaje bíblico, prescindían de la gracia divina por creerse autosuficientes, y por lo tanto su relación con Dios era prácticamente nula. Se había convertido en una iglesia eclesio-céntrica: el yo, me, mi, presidía la dinámica religiosa de esta singular congregación.

A veces ocurre que el cristiano permanece estancado por un largo tiempo en altura mínima de compromiso con Dios, hasta que llega un momento en que el Señor, harto de paciencia, realiza una llamada de atención (lo hizo con la iglesia de Laodicea). La advertencia de Cristo es para ayer y para hoy. Así cita el texto bíblico: «¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (He. 2:3).

No pensemos que Dios rechaza a sus verdaderos hijos. Por el contrario, su amor incondicional permanece inalterable. En esa relación paterno-filial, el Padre siempre mantiene un cuidado especial y misericordioso hacia su pueblo: «No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados» (Sal. 103:10). Nuestro Pastor es perdonador, paciente y bueno, y como cita Isaías 46:4, «nos soporta hasta las canas».

Aunque Dios es infinitamente misericordioso, también es infinitamente justo, así que no puede mirar de reojo cuando el cristiano peca. El Creador ha constituido sus mandamientos condicionales, con las bendiciones o perjuicios provenientes de su cumplimiento o incumplimiento. Es decir, al obrar del cristiano le sigue la consecuencia propia; es la ley natural de la siembra y la siega.

No estamos enseñando aquí que todo llamado creyente, que vive en la carne, sea un cristiano nacido de nuevo. Sin ninguna intención de juzgar, pero aquel que vive apartado de la vida cristiana en forma permanente, sin discernir sus propios errores, o carente de amor a Dios y a los demás, es muy probable que nunca haya conocido al Salvador, es decir, que no sea realmente cristiano: «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Jn. 4:8). Aun con las impresiones más correctas, no hemos de concluir de antemano; dejemos crecer la cizaña juntamente con el trigo, aconsejó el Señor, Mateo 13:30.

Resumiendo lo dicho, todo cristiano a la final dará cuenta de lo bueno que haya hecho en esta vida (viviendo conforme al Espíritu), o bien de lo malo (viviendo conforme a la carne): «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Co. 5:10).

Consecuencias de transgredir la voluntad de Dios

  • En este mundo

Una vez inmerso en el proceso de frialdad espiritual mencionado, con el tiempo el creyente puede llegar al extremo de encontrarse fuera de la voluntad divina, en el sentido general, no en el sentido permisivo ya previsto por Dios. Fue el mismo apóstol Pablo, el que con temor y temblor se puso como ejemplo: «No sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Co. 9:27). La lección se brinda sola: O seguimos confiando en Dios y creciendo en grado de comunión con Él, o incluso habiendo comenzado el camino, bien podemos retroceder. «Mas el justo vivirá por fe. Y si retrocediere, no agradará a mi alma» (He. 10:38).

Las consecuencias de vivir bajo el desagrado de Dios, se revelan negativamente. Una de ellas es que la «gracia especial» deja de amparar al creyente, y en buena medida ya no es receptor del auxilio celestial, en el sentido mencionado. En este problema, la Escritura no advierte en vano: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios» (He. 12:15). Es el motivo por el que la rutina se apropia del creyente apartado de la gracia divina, y así las cosas del Señor le son una carga fastidiosa. El Espíritu Santo se entristece, y por ello no da señales evidentes de fruto espiritual: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Ef. 4.30). Así es como el gozo se apaga y llega a convertirse en permanente descontento, o lo que es peor, en raíz de amargura. A la vez, el Señor priva de luz espiritual a aquel que rechaza su oferta de gracia: «Vendré a ti, y quitaré tu candelero» (Ap. 2:5).

Dios es luz, y el cristiano que no mantiene comunión con Él, por ende no recibe su luz, ni para entender la Palabra, ni para iluminar a los demás. No es sorprendente que pierda toda visión espiritual, al igual que una vela cuya llama se desvanece. De esta forma también su ministerio resultará del todo ineficaz: «Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él» (1 Co. 3:17). Tal cristiano ha roto la comunión con su Salvador, y por consiguiente se hace inútil para la obra. Por ello no logra disfrutar de la vida espiritual con genuina satisfacción. Y, sin apenas distinguir bien, el poder de Dios se retira del escenario ministerial, porque «si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da» (1 P. 4:11).

Es verdad que tales cristianos pueden seguir leyendo la Biblia, orando, cantando ¡Señor te amo!, procurando sus ofrendas… Pero, la realidad intencional de su corazón es otra distinta. Es lo que podríamos denominar «paradoja farisaica», con la que Jesús tuvo que enfrentarse: «Porque vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad» (Lc. 11:39).

Sin duda que el hijo desobediente sigue siendo hijo: ayer, hoy y mañana, por lo que no pierde su condición adoptiva designada por el Padre. Si bien, acorde con los datos bíblicos, de seguir en rebeldía podría perder algo muy preciado: la comunión con Dios; además de los efectos benéficos derivados de esa comunión espiritual. De la siguiente forma el Señor lo expresó a su iglesia: «Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Ap. 3:16). Tal y como ocurrió en aquel tiempo, es probable que también hoy algunos creyentes sean vomitados de la boca de Jesús. Pensemos en ello, pues no son tiempos mejores los presentes, los cuales caminan sin retorno hacia la Apostasía: «Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos» (He. 2:1).

Es cierto que todos caemos y fallamos muchas veces, según 1 Juan 1:8. Sin embargo, una cosa es caer y arrepentirse (a renglón seguido Dios te levanta), y otra distinta es permanecer caído por largo tiempo. En este último sentido, la historia revela vidas de cristianos que a lo largo de su trayectoria han mostrado un claro «antes» y un «después» en su vida personal. No son pocos los que llevan años apartados de la comunión con Dios. Otros, pese a seguir en el sistema eclesial, mantienen una actitud de terquedad, con el consiguiente estado de insatisfacción; no aprenden. En otros, apenas se logra percibir la acción del Espíritu Santo en su ministerio cristiano. Algunos recibieron una prueba decisiva de parte de Dios, y no estuvieron dispuestos a aceptarla; se dejaron llevar por la necesidad personal y no entregaron a su hijo Isaac (metafóricamente hablando). Con el descarrío de ciertos creyentes, se puede notar que el semblante ya no es el mismo. El gozo desapareció de un día para otro, y la frescura del Espíritu se marchitó por el fuerte sol de la prueba… Por otra parte, a ciertos líderes se les sube tanto el cargo eclesial a la cabeza, que con el tiempo se vuelven casi irreconocibles; una especie de enajenación mental se apodera de sus mentes. Ya lo advirtió el Señor a su pueblo: «Para que no se vuelvan a la locura» (Sal. 85:8).

Huelga decir como autor, que expreso mis conclusiones hacia el pueblo de Dios sin ánimo de juicio, y con la debida comprensión; y sobre todo con gran debilidad personal, pues no soy yo mejor que otros. Por lo demás, aun permaneciendo en la realidad bíblica expuesta, que nadie descalifique ni menosprecie a su hermano. ¡Si alguien está libre de pecado, ya sabe lo que tiene que hacer…! en referencia a Juan 8:7. Como siempre, hay lugar para el arrepentimiento y la restauración espiritual, pues nuestro buen Dios espera, cual padre paciente, al regreso del hijo pródigo.

  • En la eternidad

Aunque no en el mismo sentido que el incrédulo, el creyente pasará por el juicio de Dios (Tribunal de Cristo), para dar buena cuenta de sus obras. Parece razonable que el Juez justo pida cuentas a todos, incluido a los cristianos. Ya lo avisaba el escritor del antiguo libro de Eclesiastés: «Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala» (Ec. 12:14).

Pensando en las consecuencias eternas para el cristiano que no persevera en la voluntad de Dios, nos atrevemos a decir que consistirá básicamente en la pérdida de bendiciones celestiales. Podríamos considerar por ejemplo: El reconocimiento del mismo Señor; los grados de felicidad; los cargos en las funciones del reino de Dios; la mayor cercanía con Jesús; o la participación de la gloria divina, entre otros varios… Todo ello se definirá en el llamado Tribunal de Cristo, como ya hemos indicado. No lo confundamos con el gran juicio del Trono Blanco, donde la humanidad perdida será juzgada por sus obras, no determinando así el grado de bendiciones, sino de condenación eterna.

Y partiendo de esta evaluación final en el haber de cada cristiano, reconocemos lamentablemente que toda labor realizada fuera de la voluntad de Dios, no llevará fruto para la eternidad. Igualmente ocurre que la falta de entrega y servicio a Dios, repercutirá, como hemos mencionado, en la pérdida de muchas bendiciones celestiales: «Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo» (2 Jn. 1:8).

El profeta Juan, gran visionario del futuro, advirtió a los creyentes de la época: «Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados» (1 Jn. 2:28). Podemos predecir, conforme al texto leído, que todo cristiano que no sirvió fielmente en este mundo –en mayor o menor medida–, en el futuro encuentro con Cristo experimentará de alguna manera cierto pesar momentáneo, por haber descuidado la voluntad de su Señor.

Llegados hasta aquí, podemos concluir que todo aquel cuya vida cristiana se caracteriza por una falta de entrega y compromiso con Dios, en forma permanente, en el día de su partida a la Patria celestial nada de valor podrá llevarse que tenga utilidad para la eternidad: «Será salvo como por fuego» (1 Co. 3:15), afirma la Escritura. Será salvo, pero como si un fuego le obligara a dejar su hogar de forma repentina… Y en esa acción inmediata se salva él mismo, pero no le acompañará recompensa en el día final: «La obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará» (1 Co. 3.13). Por eso hemos de preguntarnos, ¿dónde estamos edificando? sobre madera, heno, hojarasca (cosas que el fuego no resistirá), o bien edificamos sobre oro, plata, y piedras preciosas, según 1 Corintios 3:12.

Consecuencias de practicar la voluntad de Dios

  • En este mundo

Una vez examinadas las consecuencias negativas de transgredir la voluntad de Dios, también en el sentido contrario se descubren consecuencias favorables. Los efectos positivos de andar según los proyectos celestiales son varios. Y si bien pueden ser de carácter material, principalmente éstos se revelan en el orden espiritual, pues nuestra vida aquí constituye en todo una inversión para la eternidad.

Más allá de las bendiciones materiales, que podamos o no recibir en este tiempo, los resultados se experimentan principalmente en el alma. Y sus extraordinarios efectos, se descubren de muy diversas formas en el ámbito espiritual. Señalamos, por ejemplo, la maravillosa experiencia interna que supone el crecimiento espiritual, o la transformación progresiva del carácter cristiano. Destacando a la vez las dimensiones profundas y enriquecedoras que constituye el adquirir sabiduría e inteligencia espiritual. O la plena satisfacción interna lograda con el tiempo, que sobreviene en la madurez personal, en la serenidad interior, o en la estabilidad espiritual. Son todos rasgos de vida cristiana que incorpora la buena voluntad de Dios; que lejos de ser desagradable, fastidiosa, o aburrida, se muestra en último término siempre agradable: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:8).

A todo ello le acompaña el fruto del Espíritu, que es generado en el alma del creyente fiel: amor, gozo, paz… Y con todo el bienestar espiritual recibido, no parece extraño que se cumpla el texto bíblico: «Se alegrará el justo en Jehová, y confiará en él» (Sal. 64:10). Con tan magnífica condición habita todo siervo de Dios, yendo con paso firme y seguro hacia la eternidad. Y en tanto camina por este complicado e imprevisible mundo, al mismo tiempo le acompaña una grata sensación interior de que «todas las cosas le ayudan a bien», Romanos 8:28, y por lo tanto su perspectiva futura permanece en todo momento positiva. El gran predicador británico George Whitefield, recomendó la fórmula cristiana, diciendo: «Pelea la buena batalla de la fe, y Dios te dará bendiciones espirituales».

Hechas estas precisiones, necesitamos recalcar una y otra vez, que toda retribución divina, sea en este mundo como en el venidero, procede de la abundante gracia de Dios. Nada merecemos, como ya venimos insistiendo. Nuestros esfuerzos personales son aceptables solamente en los esfuerzos de Cristo, en su obra expiatoria… Es por gentileza divina que nuestro Padre se dispone a retribuir en proporción a lo que el cristiano sembrare. Y esto es favor celestial, oportunidad concedida por Dios mismo; además de que todos nuestros logros son hechos con la ayuda y el poder de lo Alto, y no cabe atisbo de gloria alguna para el hombre. Hoy, como ayer, la oferta divina sigue mostrándose por pura gracia, y como es de esperar, toda la gloria es y será para Dios. Sentimiento de ineptitud, o insuficiencia personal, son los que deben prevalecer en nuestras conciencias. Por ello, una vez terminada la labor, nuestro Señor nos indica el título honorífico que hemos de atribuirnos: «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos» (Lc. 17:10).

  • En la eternidad

¿Podemos imaginar el acontecer diario sin esperanza de futuro? La verdad, nuestro peregrinaje no tendría mucho sentido. Incluso llegado el momento de pasar por el umbral de la muerte, el texto bíblico declara: «Mas el justo en su muerte tiene esperanza» (Pr. 14:32). La esperanza de una eternidad con Cristo, y nuestra plena confianza en su Palabra, es lo que añade fortaleza espiritual para proseguir en la búsqueda diaria del reino de Dios.

«Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor… porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13). Una vez traspasada la puerta oscura de la muerte, el hijo de Dios es acompañado a la eternidad con todo el equipaje de su labor realizada en este mundo, para ser retribuido en el cielo. Sobre esto, L. Berkhof hace la siguiente observación: «También es evidente según la Escritura, que habrá grados de bendición en el cielo, Dn. 12:3, II Co. 9:6 Nuestras buenas obras serán la medida de nuestra recompensa de gracia, aunque no la merezcan. Sin embargo, y a pesar de todo esto, el gozo de cada individuo será perfecto y pleno».                   

Las puertas del Reino celestial se abrirán con toda holgura para el creyente fiel, siendo recibido por el mismo Rey de reyes y Señor de señores: «Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección… Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2P.1:10,11).

Además de ello, extraordinarias moradas celestiales esperan ser habitadas por los hijos de Dios. Jesucristo fue a prepararlas: «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn. 14:2). ¿Serán todas las moradas iguales, o serán conformadas dependiendo del grado de fidelidad de cada uno…? Junto con las moradas celestiales, los tesoros recibidos en la tierra e invertidos en el cielo, serán guardados para aquel día glorioso. Así lo recomendó el buen Maestro: «Haceos tesoros en el cielo» (Mt. 6:20). Esos mismos tesoros que logramos invertir en el banco celestial, serán entonces devueltos con mayor esplendor y validez, para que el cristiano fiel los disfrute en forma eterna. Todo servicio a Dios, hecho con nuestros bienes, incluidas las carencias temporales en el presente, repercutirá en gloriosas acumulaciones celestiales.

Pero, no pensemos tanto en las recompensas, sino en el gozo que supondrá el permanecer por siempre en la presencia de Dios. Es lo que comparativamente enseña la parábola del siervo fiel: «Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mt. 25:21).

Muchos bienes recibirán los felices habitantes del futuro Reino de los cielos. La medida de bendición será justa; a mayor grado de esfuerzo y disposición, mayor bien recibiremos. Gran galardón para aquellos que también grande ha sido el compromiso con su Señor. Es lo prometido para los fieles hijos de Dios: «Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos» (Mt. 5:12). Pensemos con inteligencia, porque las aflicciones de este mundo pronto pasan, pero las bendiciones eternas no tienen fin.

Sea mucha o poca la labor del siervo fiel, no será olvidada por su Señor: «He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra» (Ap. 22.12). Nótese en el texto que el galardón no resulta del mérito propio, pues Jesús lo ganó en la Cruz por derecho propio: «mi galardón». En ningún caso el cristiano será merecedor del bien, por muy fiel que se comporte… Aun con todo y ello, la extraordinaria gracia divina se mostrará en aquel día ofreciendo recompensa por la obra que cada uno en particular haya realizado: «Entonces pagará a cada uno conforme a sus obras» (Mt. 16:27).

No serán pocas las ocasiones en las que cumplir con la voluntad de Dios demandará un cierto grado de sufrimiento. Sin embargo, toda aflicción anclada en la fe de Cristo Jesús, al fin se encontrará revestida de gloria eterna: «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Ti. 2:12). La eternidad más cerca de Cristo, con mayor participación de su gloria, será la recompensa de aquellos que han pagado el precio de la vida cristiana, para el servicio de Dios y de su iglesia: «Manifestados con él en gloria» (Col. 3:4).

CONCLUSIÓN

Hasta aquí la presente reflexión sobre la voluntad de Dios. En nuestra mano está el conocerla, creerla, amarla, vivirla y proclamarla.

Pienso que ahora sería el momento adecuado para considerar cuál sea nuestra posición frente al mensaje expuesto en las páginas de este libro. Y bien podemos comenzar respondiendo a la siguiente pregunta: ¿En verdad tengo un corazón dispuesto para cumplir con la voluntad de Dios, o estoy descuidando labor tan importante?

Reiteramos la enseñanza, porque en la medida que nos dispongamos a cumplir con la voluntad general de Dios, Él aplicará su especial voluntad en nuestra vida. Motivo por el cual no debemos preocuparnos excesivamente por el futuro en esta tierra, pues en la intención del Dios todopoderoso está el añadir todo aquello que necesitamos. Además, estemos seguros de que el cuidado, la guía y dirección de nuestro buen Padre celestial, está garantizada para todo el que desee, con sinceridad de corazón, hacer su voluntad.

Recordemos que para alcanzar las bendiciones celestiales, hemos de entregarnos a Dios en forma sincera, y mantener así una buena relación con Él, a través de la lectura de la Palabra y la oración, principalmente. Con tal entrega, y en dependencia del Espíritu Santo, estaremos preparados para evaluar nuestra relación con el entorno (familia, trabajo, iglesia, economía, circunstancias personales), y con nosotros mismos (nuestro mundo interior), considerando los elementos en conjunto para así poder confirmar el cumplimento de la voluntad de Dios, tanto general como especial.

La prueba, incluida las aflicciones, vendrán. Pese a todo desconcierto, no desistamos en la búsqueda permanente del Reino de Dios y su justicia. Es menester tomar una decisión firme y seguir avanzando, ya que todo creyente fiel posee las extraordinarias fuerzas, nacientes del Espíritu, para poder desempeñar aquellas labores planificadas por el Creador desde antes de la fundación del mundo.

Y frente a las buenas o aparentemente malas previsiones futuras, habremos de aceptar lo establecido por el sabio Dios, porque en último término su voluntad se muestra altamente satisfactoria: «la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Ro. 12:2). Es agradable y perfecta porque forma un todo con los designios del cielo para la tierra, que son planificados en perfección, toda vez que son para nuestro provecho personal.

Las bendiciones de vivir según los planes establecidos por el Señor son incalculables, y no pensemos que sólo serán descubiertas –esas bendiciones– con esplendor en la eternidad, sino que además todo creyente las puede recibir y experimentar ya en esta vida temporal. «Hay bendiciones sobre la cabeza del justo» (Pr. 10:6) Y tales bendiciones, más allá de los bienes materiales que podamos o no recibir, se obtienen de la poderosa intervención del Espíritu Santo en el corazón del cristiano fiel, llenándolo de plenitud espiritual, completo significado, y propósito eterno…

Hacemos bien en fijar nuestra mirada en Cristo, en su ejemplo, y proseguir la carrera, que con guía firme y segura llegaremos a la meta, a nuestra morada celestial, la cual está preparando nuestro Salvador; hasta que regrese con poder y gloria, que por cierto, no tardará mucho. Y mientras vivamos en este mundo temporal, la promesa se mantiene expectante con el influjo de la eternidad: «Porque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; Él nos guiará aun más allá de la muerte» (Sal. 48:14).

Examinemos con solicitud cuál sea nuestra relación con Dios, con el entorno que nos rodea, y con nosotros mismos. Y comprobemos así en qué grado estamos cumpliendo con los mandatos celestiales… Si en esa comprobación, descubrimos que nos hallamos en grado mínimo, o tal vez nulo, entonces hay tiempo para acudir al Buen Pastor con espíritu arrepentido.

En esta consideración, puede ocurrir que alguien revise su vida y piense que es demasiado tarde, que no es digno del amor divino, o que tal vez se encuentre fuera de la voluntad de Dios… Bien, el hecho sólo de plantearlo ya es un gran paso, por lo que todavía hay esperanza. Así pues, si algún hermano reconoce que está descuidando su vida espiritual, y siente pesar en su alma, no dude de que ahora sea el momento preciso para acudir al Señor. Sus brazos llenos de amor siguen abiertos para perdonar y restaurar a todo aquel que, con sinceridad de corazón, desee recibir el oportuno socorro. El texto bíblico asegura que «al corazón contrito y humillado no despreciarás, tú, oh Dios» (Sal. 51:17). Sirva esta oración como ejemplo de arrepentimiento y entrega: ¡Padre celestial, acudo a ti arrepentido, para pedirte perdón por no apreciar mi relación contigo, por descuidar tu Palabra, por no tener presente la importancia de la oración. Perdóname por desatender a mis hermanos en la fe, como en verdad debería hacerlo; por no desarrollar mi vida espiritual, ni disponer mis dones para el servicio de tu pueblo. Perdóname por no apreciar la evangelización como debiera; por descuidar tus enseñanzas; por no creer que hayas creado un plan especial para mi vida; por haber perdido muchas bendiciones… A partir de ahora te entrego mi corazón, mi vida y circunstancias, para que todo lo uses conforme a tu buena voluntad. Dame fuerzas para poder cumplir con tus propósitos en mi vida diaria. ¡En el nombre del Señor Jesús!

Por lo demás, el final de los tiempos se halla a las puertas, y los acontecimientos actuales apuntan a un inminente regreso de nuestro Señor Jesucristo para buscar a su amada Iglesia. Pueden ser pocos los años que restan (podría ser hoy mismo). ¿Qué vamos a decir en el momento de nuestro encuentro con Cristo? ¿Cuál habrá sido nuestro grado de entrega y servicio? ¿Cuál nuestra medida de amor al Salvador?

La declaración bíblica que resume la conversión del apóstol Pablo, es modelo suficiente para sin más demora tomar hoy la decisión que de seguro cambiará el resto de nuestras vidas: «Señor, qué quieres que yo haga» (Hch. 9:6)..

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