Introducción – La realidad de Dios

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Debido a la imagen tan desfigurada que presenta nuestra Cristiandad en estos últimos tiempos, se hace cada vez más difícil descubrir la verdad de lo que significa ser cristiano. Si bien las causas de esta deformación son muchas y diversas, entre ellas cabe resaltar las que se derivan de una deficiente y a veces inadecuada formación bíblica y doctrinal. Puesto que la mente del hombre es altamente olvidadiza, con el transcurrir de los años logramos descuidar las enseñanzas más sobresalientes de la fe. Y con el tiempo, adquirimos una configuración muy lejana de aquellos razonamientos bíblicos más esenciales. A decir verdad, nos olvidamos demasiado pronto de los fundamentos de la Salvación, y en ocasiones complicamos nuestra existencia cristiana con extrañas formas de entender la Palabra de Dios.

Por tales motivos ha sido elaborado el presente trabajo, donde se resume explícitamente aquellas pruebas que determinan la autenticidad del cristiano en nuestro ambiguo mundo cristianizado; presentando así los aspectos más relevantes que envuelven el pasado, presente y futuro del verdadero creyente, y destacando el privilegiado estado espiritual que éste posee al ser una nueva creación de Dios…

Como es lógico no se desarrollarán todos los conceptos teológicos susceptibles, pues no es objeto de la presente obra. Existen innumerables ensayos de teología que tratan de forma amplia cada uno de los temas aquí señalados. La finalidad, si bien, es mostrar un compendio de las grandes verdades espirituales que se desprenden de la propia Escritura Sagrada, las cuales nos ayudarán a comprender mejor la maravillosa y sublime posición que el cristiano ha adquirido en Cristo Jesús. Siendo más conscientes de nuestra identidad espiritual, sin duda nos permitirá vivir la experiencia de la conversión a Dios con mayor convicción evangélica. Por ello, se hace indispensable obtener una visión generalizada, pero a la vez precisa, acerca de los argumentos bíblicos que identifican al cristiano como tal.

Es necesario considerar el panorama tan especial de nuestro actual cristianismo, porque la simulación parece ser demasiado perfecta. Así, todo aquel que asuma la condición de cristiano y por lo tanto participante del reino de Cristo, le corresponde discernir, en la medida de lo posible, aquellos errores que permiten a nuestra Cristiandad mostrarse tan confusa. De la misma forma se extiende esta invitación a toda persona que aun sin identificarse como cristiano, desee buscar la «verdad absoluta» en este mundo de gran diversidad religiosa. En nuestro tiempo son muchos los que se denominan cristianos, es cierto, pero algunos no poseen verdadera conciencia del significado de este hermoso título que se atribuyen a sí mismos. En esta corriente de seudo cristianismo, podemos prever la falsedad que nos rodea en buena parte de nuestros círculos más cristianizados. Sin ir más lejos, hoy algunos predican acerca de la fe, aunque luego muy poca fe logran manifestar en su vida cotidiana; las formas exteriores se relucen muy eclesiales, si bien, en el fondo de su alma parecen no haber encontrado a Cristo. Son muchos los que presumen de conocer la Biblia, sin embargo, son pocos los que desconocen al mismo Dios que la inspiró. Otros, en esta misma línea, alcanzan un gran nivel de formación teológica, pero a la vez les falta el amor del buen Pastor. La verdad es que innumerables son las personas que profesan ser cristianas, pero en realidad muchas de ellas puede que no lo sean.

Dicho esto, no nos concierne juzgar la intención del corazón de ningún individuo, sea éste creyente o incrédulo. Como bien se sabe el trigo y la cizaña deben crecer juntos (Mt. 13:30). Y si a alguien debemos juzgar, que sea cada uno a sí mismo.

Admitiendo esta premisa, no obstante, en lo que respecta al sentido de nuestra vida aquí en la tierra, también nos interesa distinguir, con el mayor atino posible, lo que se determina falso de aquello que se presume verdadero.

En definitiva, hacemos bien en reconsiderar nuestra posición delante de Dios, y valorar adecuadamente el alcance de nuestro compromiso cristiano. Porque, descubriendo las palabras de la Revelación bíblica, podemos asegurar que todo aquel que no tiene a Cristo en su corazón, de ningún modo puede llamarse cristiano.

«Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Juan 5:11,12).

La realidad de Dios

LA EXISTENCIA DE UN SER SUPREMO

En primer lugar consideraremos la relación que existe entre el cristiano y la realidad de Dios. Como es de suponer no intentaremos aquí demostrar la existencia de Dios. En esto, todas las personas estamos dotadas con un testimonio interno que ha sido impreso en nuestra conciencia. Y no puede ignorarse, pues Dios ha puesto eternidad en el corazón del hombre, según cita la Biblia en Eclesiastés 3:11; y por si fuera poco, éste disfruta del acceso directo a un inmenso y palpable testimonio externo por parte del Creador, comenzando con la excelente expresión de la propia Naturaleza que nos rodea. Así cita el sagrado texto: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal. 19:1).

Es verdad que la existencia de Dios no puede demostrarse en forma visible, pero lo cierto es que tampoco puede negarse. Siendo así, la generalidad de las pruebas deducibles científicamente, y los argumentos fundamentados en la lógica y la razón humana, apuntan con toda determinación a la presencia de un Ser supremo que ha creado todas las cosas. Además, ante las evidencias, tampoco podemos relacionar su existencia con cualquier ente impersonal o fuerza indeterminada, puesto que sus cualidades expresadas en la propia Creación, se asientan en lo que hoy se conoce como los rasgos de la personalidad: inteligencia, amor, lógica, orden, sabiduría, y otros varios. Por otra parte, si contemplamos con espíritu reflexivo la inmensidad del Universo que nos envuelve, no tendremos por menos que aceptar la intervención de una Inteligencia superior, la cual ha determinado las leyes de la física, y a la vez ha puesto orden, equilibrio, y movimiento constante a nuestro gigantesco espacio cósmico. Una simple mirada hacia las «alturas» nos bastará para apercibirnos de la grandeza e infinitud de nuestro colosal Universo, suministrando éste pruebas fehacientes de una Presencia magna que, entre los distintos actos creadores, ha obrado poderosamente en la formación de nuestro mundo estelar, proporcionando orientación y armonía en el funcionamiento de las estrellas, de los planetas, y demás astros.

Igualmente ocurre al considerar la materia en sus representaciones más simples, como pueden ser el átomo, las moléculas, y demás signos vitales, apreciando que tanto en la investigación del infinito, como en los más asombrosos géneros microscópicos de vida, se evidencian múltiples y admirables formas de existencia que irremediablemente nos llevan a pensar en un Diseñador grandioso y perfecto, cuya Creación no puede ser otra cosa que el fiel reflejo de su infinita sabiduría. Así, y no de otra manera, pareció haberlo concebido el apóstol Pablo: «Porque las cosas invisibles de él (Dios), su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo» (Ro. 1:20). No tenemos que ir muy lejos para convencernos de la perfecta creación de Dios. Solamente revisemos algún libro de anatomía humana, y nos sorprenderá ver las grandes maravillas de la complicada máquina (valga la expresión) que conforma el cuerpo humano. Con esta grata impresión, la oración del salmista a Dios no incluyó manual de anatomía para reconocer el prodigio de su propia evolución genética: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139:16). En esta exploración humana también notaremos, con igual o mayor asombro, la complejidad de la esfera emocional e instintiva del ser humano, así como el gran alcance de sus aspectos psicológicos y espirituales.

Es preciso abrir los ojos con verdadera amplitud mental, pues no parece conveniente desviar nuestra mirada ante las evidencias creadoras propias de un ser Omnipotente, y atribuir a la «casualidad» la grandiosidad de las pruebas visibles que alcanzamos a contemplar. Sepamos, en cualquier caso, que la llamada Generación espontánea, el producto de la Casualidad, o el capricho del Azar, son conclusiones que resultan científicamente insostenibles. Resolvamos con la lógica, pues de donde no existe previamente una fuerza sobrenatural, no puede surgir un estado natural y a la vez tan perfecto, como el que hallamos en el Universo. La Nada no puede engendrar nada. De todas maneras la mayoría de científicos honestos reconocen, en esta materia, la imposibilidad de que la vida se haya originado como un producto casual y repentino.

La verdad es que hay que tener mucha más fe para rechazar, que para aceptar la existencia de un Dios soberano que ha intervenido magistralmente en nuestra hermosa Creación. Pensar que somos resultado del Azar, que nuestro origen y destino es casual, y que más allá de la muerte no existe vida alguna, supone un planteamiento tan desatinado, que parece encerrar la incógnita de la vida en un puro absurdo. Humanamente hablando, se considera mucho más sensato creer que existe una Mano sabia y poderosa que ha originado nuestro mundo, y que asimismo lo sustenta y dirige, que aceptar ser el producto de la Nada, cuyo triste destino sigue siendo la Nada… Y aunque la conclusión expuesta pudiera parecer demasiado simple, es la que razonablemente continúa prevaleciendo inalterable por los siglos.

A saber, el hecho de que se hallen tantas expresiones religiosas en nuestra sociedad, nos indica al mismo tiempo que convive con nosotros la «conciencia universal» de una Realidad espiritual muy superior al hombre. Y esta conciencia, expresada a través de la Historia, se ha hecho manifiesta por millones de personas desde los albores de la Humanidad. Por otro lado, si admitimos la existencia de un Ser todopoderoso, alcanzaremos también a distinguir que Dios es ciertamente único: «Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí» (Is. 45:21). Esto nos lleva a comprender que la aceptación de la existencia de Dios, no significa en ningún modo la obtención de la verdad absoluta. Creer en alguien o en algo a quien atribuimos el nombre «Dios», sin la certeza de que sea el auténtico, representa finalmente creer en una vana y pasajera ilusión. Así, pues, si reconocemos la existencia de un solo Dios verdadero, por consecuencia lógica todo lo demás que se llame «dios» tendrá que ser definitivamente falso. El testimonio de Jesucristo acerca de la vida, remarca esta idea tan precisa: «Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero » (Jn. 17:3).

Visto el repaso general, podemos deducir que aquel que pretenda negar la existencia de un Creador, no está procurando más que la represión de su propia conciencia, y en cualquier caso cerrando el corazón ante las pruebas de un Dios de amor que se ha revelado a los hombres, principalmente por las cosas que se ven. Como bien afirma la Biblia, sólo el necio se resiste en creer esta verdad: «Dice el necio en su corazón: no hay Dios» (Sal. 14:1). Pese a la decisión de algunos por negar la presencia y obra de Dios en este mundo, el argumento que la historia de la Humanidad ha presentado, parece haberse encargado en demostrar lo contrario. Y si a ello le añadimos un testimonio especial, que es la Biblia (la Palabra de Dios escrita), nos sentiremos empujados a reconocer la existencia de un Ser supremo, que se ha dignado en mostrar las pruebas tangibles de su gloriosa presencia. Además, todo ello encuentra el punto álgido de manifestación divina en la persona de Jesucristo, quien es la Revelación expresa del mismo Dios hecho hombre.

En lo que a nuestro cristianizado mundo respecta, a menudo se da tan por supuesto la existencia de Dios, que a veces no conseguimos valorar la dimensión profunda y práctica que posee la intervención de nuestro Señor todopoderoso, eterno e infinito, en la vida y las circunstancias que acontecen al cristiano. Éste, con más razón, debe ser consciente cada día y en cada momento, de la presencia y grandeza del Dios vivo que es a la vez Creador, Sustentador y Fuente de vida.

El cristiano existe, sólo porque Dios existe.

LA CORRECTA CREENCIA EN DIOS

Tras lo expuesto anteriormente, podemos afirmar que la gran incógnita de la vida sólo puede hallar su respuesta en Dios. Pero, como hemos dicho, creer en la existencia de cualquier posibilidad que se llame «Dios», sin ser el único y verdadero, supone como resultado lógico aceptar y creer en cualquier dios falso. No se halla término medio: o se cree en el Dios verdadero (que posee existencia en sí mismo), o se cree en la presencia de cualquier dios ficticio fabricado por mano de hombre. ¿Cómo diferenciarlo? Principalmente por las pruebas de la Revelación natural en todo lo creado, a la que agregamos la Revelación especial, como veremos a continuación. En este mismo asunto, algunos aseguran que lo importante es creer, pero a mi manera –según afirman– o a la manera con la que me han enseñado… Quien declare tal cosa, probablemente no ha pensado que la mejor forma de creer en Dios, es haciéndolo conforme a las normas que rigen su voluntad. Parece ilógico querer arreglar un automóvil según nuestros métodos personales, si en tal caso desconocemos el funcionamiento de la mecánica; necesitamos, por lo menos, el manual de instrucciones. También se estima disparatado pretender vivir una ética cristiana a nuestra manera, cuando al mismo tiempo somos ignorantes de la doctrina de Cristo. Y si, tomando el ejemplo anterior, el fabricante ha dispuesto una guía de enseñanza para poder reparar el automóvil, de la misma forma también Dios ha preparado un libro de instrucciones para indicarnos cómo reparar los grandes desajustes de nuestro mundo actual. Bien se sabe que para el cristiano el libro de instrucciones es la Biblia, capaz de iluminar la mente y el corazón de cualquier persona que con sinceridad aprecie la buena y agradable voluntad de Dios. Convencido de ello estaba el salmista: «Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino» (Sal. 119:105).

Siguiendo con el mismo ejemplo, igualmente podemos mostrar gran fe en que el automóvil funcione; pero por mucha fe que se posea, éste no logrará circular si aún continúa estropeado. Tal clase de fe descubierta se construye sobre una evidente falsedad, y por consiguiente no resulta en ninguna manera efectiva. Nos preguntamos, pues, ¿dónde apoyamos nuestra fe? Indudablemente la fe es buena compañera, pero siempre y cuando se sustente en la verdad. Y damos por sentado que solamente esta verdad puede provenir del autor de la verdad, esto es, Dios. Destaquemos el modelo anterior expuesto, pues en muchas ocasiones las propuestas religiosas exigen una fe en ciertas doctrinas de correcta apariencia, pero que de ellas no se desprende la seguridad eterna, ni tampoco proporcionan respuestas certeras a las preguntas últimas sobre la vida.

Debemos afinar nuestra comprensión espiritual, porque creer no equivale a realizar un asentimiento con la cabeza. No se trata sólo de una presunción intelectual, sino más bien de conseguir un estado interior de seguridad basado en la Verdad absoluta. Y éste se hace posible cuando el hombre halla el verdadero significado de su existencia al obtener esa verdad en el Dios absoluto. Por eso, cada criatura necesita alcanzar, en la esfera del espíritu, un encuentro con su Hacedor. Y para que se produzca este encuentro vital, como es de esperar, la persona debe creer que Dios existe; pues sólo por la fe el hombre puede llegar a conocer al Creador, y de esta forma recibir los beneficios concedidos por su amor. «Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan» (He. 11:6). Lo cierto es que Dios es un Ser accesible y generoso, que en verdad desea ser conocido. Y ciertamente es posible conocerle, y asimismo experimentar su acción poderosa y benéfica… Aunque, por otra parte, el hombre no puede adquirir el conocimiento salvador de Dios por la sola investigación intelectual, pues Dios es infinito y su naturaleza divina trasciende a la propia mente humana. Es a través de la intervención especial de Dios, pues, que el Espíritu enciende la «luz» en la oscuridad de todo corazón sincero. El mismo Dios hace llegar su clara intención por medio de la Palabra escrita: «Para que me conozcáis y creáis, y entendáis que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios, ni lo será después de mí» (Is. 43:10). En lo que atañe a la vida del cristiano, éste no resulta un ser cándido, convencido por cualquier argumento doctrinal. Puede decirse que con el testimonio impreso en su propia conciencia, el creyente en Cristo ha recibido el conocimiento sobrenatural de Dios, ha distinguido la verdad absoluta en este mundo relativo, toda vez que ha experimentado la definitiva reconciliación con el Creador (2 Co. 5:20). Desde esta premisa planteada, tal persona no se ha convertido en cristiana por adherirse a una religión, sino a Dios mismo. «Yo, yo Jehová (la palabra «Jehová» es una transliteración del nombre hebreo de Dios, que significa El Eterno), y fuera de mí no hay quien salve» (Is. 43:11).

En resumidas cuentas, el cristiano es alguien que no solamente ha creído en la existencia de Dios, sino que como debe ser, además ha creído y aceptado su mensaje. Entonces, no basta sólo con creer en Dios, ya que como bien cita la Santa Biblia, «también los demonios creen» (Stg. 2:19). Así, toda persona que anhele conocer a Dios, no debería de creer únicamente en su existencia, sino también en su Revelación, pues de lo contrario daría igual creer o no creer… La verdad debe salir a luz, porque hay un mensaje de vida y esperanza para el ser humano, y así Dios lo ha revelado en su Palabra escrita, y en especial por medio de Jesucristo (aunque de ello hablaremos más adelante).

Concluimos con una definición de orden sencilla y general, afirmando que el cristiano es un ser que ha encontrado a Dios, el Creador y Salvador, a través de la fe. En consecuencia, ha comprobado los beneficios de su gracia, recibiendo el perdón y la salvación revelada en su Palabra fiel; y en esa nueva vida permanece junto a Dios, que se ha convertido en su Padre celestial. De esta manera, persuadido por su cariño paternal, llega a percibir la invisible presencia y confortable cercanía divina, ya que Dios está en él y él en Dios, de quien recibe una fructífera vida espiritual. Empujado por su amor, procura obedecerle en todo, porque se siente hijo querido y logra experimentarlo como Padre bueno. En esta relación fraternal, el cristiano alcanza la paz verdadera con Dios; y con tan placentera sensación procede en la vida diaria, convencido de su nueva y maravillosa condición espiritual. La conciencia de todo verdadero convertido a Dios, se une al sentir del apóstol de Jesucristo, el cual declaró con plena certeza: «Yo sé a quién he creído» (2 Ti. 1:12).

El cristiano no solamente ha creído en Dios, sino a Dios.

EL DIOS OLVIDADO

Gran parte de nuestro mundo, aun confesando su creencia en Dios, en la experiencia diaria demuestra un sobresaliente ateismo práctico. Y esta carencia real de fe a veces se convierte, paradójicamente, en una excesiva credulidad en todo aquello que no es precisamente la voluntad de Dios: las predicciones astrológicas, la santería, el tarot, y otros elementos esotéricos, resaltan el vacío existencial tan arraigado que alberga el corazón humano. Por lo general, Dios parece ser el gran Desconocido de nuestra sociedad actual (incluyendo a buena parte de nuestra Cristiandad, por cierto). La mayoría de los acontecimientos que nos rodean giran en torno a la figura humana, puesto que el hombre, en su afán de protagonismo, se ha hecho a sí mismo «dios». El egocentrismo parece ser el causante de que hayamos olvidado al Creador. Y el orgullo, como pecado dominante, ha sentado en el trono al «yo» y ha dejado a un lado cualquier posibilidad para la presencia divina. Con talante de incredulidad manifiesta, hemos reemplazado al Dios verdadero por un «dios» que nos satisfaga al momento las necesidades apremiantes de esta vida efímera. Pero muy poco o nada nos importan los asuntos que pertenecen a la eternidad. Esta malsana disposición ha provocado un grave materialismo, instaurando en nuestro siglo la época de «lo instantáneo»; por ello nos preocupa tan poco el futuro. Y este carácter de extrema autonomía, ha degenerado en un fatal «individualismo», en el que estamos todos inmersos. Somos autosuficientes y no necesitamos a nadie superior que nos diga lo que tenemos que hacer. Cada cual vive su vida en un claro libertinaje, ya que no parece existir autoridad suprema a quien finalmente debamos rendir cuentas. Con este panorama, Dios suele quedar abstraído de nuestro pensamiento, debido a que las alternativas que hoy se destacan para sustituir las bendiciones del cielo, son cada vez más variadas y no menos abundantes.

En la misma dirección, algunos defienden su ateísmo alegando que son demasiadas las ocupaciones que nos exige la vida para tener que pensar en Dios y en las serias implicaciones que conlleva los temas de carácter eterno. Pero dicha resolución se desmiente en la práctica, pues hallamos tiempo para todo, inclusive pasatiempos y entretenimientos varios, pero desgraciadamente no encontramos tiempo para reflexionar sobre los propósitos del mundo venidero… No parece ser así en la vida del verdadero creyente, pues la misma Escritura nos advierte que «los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios» (Sal. 9:17).

No pensemos mal, pues Dios no creó al ser humano para abandonarlo a su propia suerte. A pesar de que el hombre se haya olvidado de Dios, con todo y eso, Él no se ha olvidado del hombre. «Entended ahora esto, los que os olvidáis de Dios» (Sal. 50:22). Pese a nuestra indiferencia y alejamiento, todavía se sigue manifestando la maravillosa gracia divina.

Abordemos el tema desde un enfoque positivo, pues son muchos los que han conseguido recuperar la conciencia del Dios verdadero, al tiempo que una percepción adecuada de su presencia. Éstos son los cristianos genuinos, los cuales han sido reconciliados con Dios por medio de Cristo (de ahí la palabra «cristiano»). «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Jn. 14:6), declaró el mismo Jesucristo. Gracias a esta mediación, la comunión del cristiano con el Creador permite conservar de forma constante el pensamiento en Él; no siendo un pasado que se olvida fácilmente, sino en todo un presente, que es sustentado por la conexión espiritual que posibilita el Espíritu Santo. La presencia del Espíritu y su poder, ayudan al cristiano a mantener una conciencia permanente de la existencia de Dios y de su cercanía, y sobre todo y lo más importante, de su abundante e infinito amor.

Visto en el sentido opuesto, el incrédulo camina a espaldas de Dios (no así Dios de él), y con tal extravío vive ajeno a su voluntad. Y aunque igualmente es favorecido por la acción divina, que nos es común a todos: «llueve sobre justos e injustos» (Mt. 5:45), éste se sitúa fuera de la gracia especial que hace al hombre poseedor de innumerables y ricas bendiciones, las cuales han comenzado a ser aplicadas en el Reino que Jesús vino a instaurar: «He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10).

El hombre ha olvidado a Dios, pero Dios no ha olvidado al hombre.

¿POR QUÉ PERMITE DIOS EL MAL Y EL SUFRIMIENTO?

No se pretende aquí resolver tan alegremente el problema del mal. Sin embargo, es necesario aclarar algunos conceptos básicos que nos permitan obtener una visión apropiada sobre la intervención de Dios en relación con los acontecimientos históricos y temporales.

En el mundo

Son muchos los que se preguntan hoy, tal vez para defender su ilógico ateísmo o bien justificar su propia desconfianza: ¿Y qué culpa tiene el hombre de las desgracias de este mundo?

Nuestro punto de partida, para comprender el problema del mal, así como del sufrimiento en nuestro angustiado planeta, reside básicamente en que Dios hizo al hombre libre; y por esta razón tan sencilla, es responsable de su propia vida aquí en la tierra. En su origen, Dios concedió al ser humano todos los recursos necesarios para su completo bienestar, tanto físico como espiritual, además de la inteligencia suficiente para poder administrarse con ecuanimidad. Pese a las facultades recibidas, y haciendo uso de su libre albedrío, el hombre decidió rebelarse contra el Creador: «Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones» (Ec. 7:29). Y así fue como su maldad se hizo evidente, hasta los días de hoy. A partir de dicha rebelión, y por no tener presente la buena voluntad divina, se sucedieron los efectos de la nefasta administración humana… Los resultados negativos son muchos y graves. Cabe mencionar, por ejemplo, la tiranía política de algunos países, la corrupción y el abuso de poder, las injusticias sociales, o la pobreza tan extrema en gran parte de nuestro desdichado mundo; entre otras numerosas adversidades…

De cualquier forma el hombre hoy gobierna los bienes terrenales, y por lo tanto es responsable del bien o del mal. A este respecto, debemos reconocer que en cierta manera el ser humano goza de abundante provisión para que la Humanidad no pase hambre, y asimismo pueda liberarse en buena medida de las desgracias causadas por su propia indolencia. Pensemos bien, el pobre es pobre a causa de que muchos poderosos se han enriquecido injustamente, apropiándose de lo indebido. Igualmente también existen muchos ricos que no comparten, o no lo hacen como deberían, además de administrar mal las riquezas que poseen. Naturalmente de todo ello no podemos hacer culpable a Dios.

La conclusión parece ser manifiesta: muchas de las desgracias humanas resultan del manejo ilegítimo de los recursos existentes. Por consecuencia, la culpabilidad recae en el hombre, como parece evidente, y no en Dios. Así lo reconoce la confesión bíblica: «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:12). Si aceptamos que el ser humano ha sido creado en libertad, y con la capacidad para decidir voluntariamente, comprenderemos entonces que Dios no ha fabricado autómatas programados que le sirvan en perfección absoluta con el solo hecho de apretar un botón. El hombre no fue creado a modo de títere, sin voluntad propia, que colgado de un hilo es movido a disposición ajena. Percibamos bien la iniciativa de Dios, porque no puede practicarse el amor verdadero, si a la vez no existe la probabilidad de incurrir en desobediencia. El amor no es una opción obligada, sino que responde normalmente a la actitud voluntaria. Por esta razón debe existir la obediencia al mandamiento. Al fin y al cabo la vida representa un gran examen. Nuestro paso por esta tierra certificará la decisión de nuestro amor a Dios, que hoy se contempla como la prueba concluyente que en el mañana determinará nuestra eternidad. En caso de haber superado el examen, el amor será perfecto y ya no necesitará ser probado.

Definitivamente, Dios no es el autor de los males de este mundo. Antes bien, no sabemos de las desgracias que, en su misericordia, ha evitado por medio del control general que mantiene sobre la Historia. Debido a su gran amor, el mal es permitido de forma provisional, puesto que la voluntad del hombre es respetada en libertad. Con esta definición, la infinita paciencia de Dios se sigue mostrando a través de Jesucristo, por quien todavía hoy tenemos la oportunidad de poder conocerle. «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18).

¿Y qué de las catástrofes naturales, de las enfermedades congénitas…?

La mayoría de los desarreglos que la Humanidad experimenta, son provocados directamente por mano propia, y no de Dios. Y muchas otras causas que parecen ser indirectas, proceden principalmente de nuestra negligencia personal; como también la ciencia al presente parece estar demostrando. Todos tenemos parte de culpa en el proceso de la degradación humana, así como en los desajustes del Medio ambiente. De todas formas, debemos entender que el pecado de Adán alcanzó a la propia creación de Dios, la cual fue puesta al servicio del hombre. Por ello, también existen consecuencias indirectas de su rebelión, que afectó trágicamente a la propia Naturaleza. Éste es, básicamente, el motivo de las catástrofes naturales (terremotos, huracanes, volcanes en erupción, sequías, inundaciones, etc.), así como de diversas enfermedades causadas por malformaciones congénitas, plagas, virus, y otras calamidades que el hombre no puede llegar a controlar en su totalidad… Al igual que el ser humano, también la Creación está disconforme, esperando ser finalmente liberada.

Todos los trastornos serios que nuestra bella Naturaleza experimenta, son muestra evidente de que no anda bien, de que algo ha fallado en su propósito original. Su propia imperfección nos señala la cara amarga de una creación insatisfecha, que gime angustiosamente esperando el día de la Redención (Ro. 8:22). Se ha cometido una injusticia con la creación de Dios… pero el cristiano espera la restauración final de todas las cosas. «Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P. 3:13).

¿Por qué no castiga Dios el pecado y la injusticia?

Si estuviera en nuestra mano el poder hacerlo, seguramente acabaríamos de una vez por todas con las injusticias de la vida. Pero no nos precipitemos, porque ¿quién se cree perfecto y no ha cometido nunca pecado? Empleando aquí la misma enseñanza de Jesús, nos preguntamos, ¿quién se atreve a arrojar la primera piedra? (Jn. 8:7). Es verdad, si nos examináramos atentamente, nos daríamos cuenta de que todos somos culpables, en mayor o menor grado, y merecemos ser castigados.

Con esta orientación planteada, aceptamos que la justicia de Dios es perfecta, y si Él tuviera que terminar con el más insignificante acto de injusticia, y hacer llegar su juicio a todos los rincones del planeta y sobre cualquier sombra de maldad, en estos precisos momentos su escarmiento caería sobre todo ser humano. Tengamos por seguro que nadie saldría indemne del peso de la justicia divina (servidor incluido). ¿Alcanzamos a vislumbrar las consecuencias? Indudablemente la Humanidad entera sería exterminada, pues nadie está exento de cometer error (éste es el sentido original de la palabra «pecado»). Por cierto, recordemos que Dios ya juzgó a la Humanidad enviando el Diluvio universal en los días de Noé, debido a la gran desobediencia e injusticia cometida por aquella corrupta civilización. Pero, al igual que hoy, observamos que también Dios ensanchó su misericordia ofreciendo la oportunidad de salvación. Pese a todo, las páginas de la Biblia revelan que nadie se dignó a creer el mensaje proclamado a través de Noé, sino solamente él y su familia, que por otra parte fueron los únicos que se salvaron del castigo universal.

Al considerar la santa Ley, nos damos cuenta de que si Dios tuviera que juzgar hoy las rebeliones de cada persona, ningún pecado, por más imperceptible que pudiera parecer, pasaría inadvertido a los ojos del Omnipresente. Entonces, ¿qué debemos pensar? Que Dios es amor, y lo muestra alargando el tiempo de su paciencia, para que así el hombre pueda volverse a Él. Nuestro Señor es paciente, y no quiere que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento, según hace constar su Palabra, en 2 Pedro 3:9.

Para entender (aunque parcialmente) el problema del mal y del sufrimiento humano, es necesario adquirir una visión eterna de los eventos temporales que acontecen a nuestro alrededor, manteniendo unos criterios de análisis según la «perspectiva general» de la Historia, y advirtiendo de esta manera que el mundo presente llegará ciertamente a su fin. Con este enfoque de eternidad, y haciendo uso de nuestra buena sensatez, debemos admitir (sin restar valor a los aspectos temporales) que lo que verdaderamente se considera importante, en última instancia, es resolver el dónde y cómo viviremos nuestra existencia eterna…

Pese al fracaso del hombre, Dios lo tenía todo preparado en su providencia, y por Jesucristo todavía hoy le sigue extendiendo la mano para levantarlo de la postración espiritual en la que se encuentra. La venida del Hijo de Dios facilita la solución al problema del mal, puesto que asumió en su propio ser el castigo de nuestro fracaso. Así es como la justicia de Dios se derramó en Jesucristo, quien pagó en la Cruz por la maldad del ser humano. Hoy, por la fe en esta obra expiatoria, cualquier individuo puede salvarse y por consiguiente llegar a ser cristiano; obteniendo, además, el discernimiento del bien y del mal en su dimensión correcta. Con esta nueva vida en Cristo, animada por Dios mismo, también se recibe la capacidad para procurar que las reglas del bien sean aplicadas; y así, dentro de lo posible, promover una sociedad más justa y perfecta.

Por lo demás, las previsiones futuras de nuestra Humanidad no son muy alentadoras. La maldad está creciendo hacia límites insospechados, y nuestro mundo se parece cada vez más a los días en los que vivió Noé. Pero, lo creamos o no, llegará el día (no muy lejano) en el que por fin la justicia del Altísimo recaerá sobre toda desobediencia; y completado el tiempo establecido por Dios, será recordado el clamor profético: «Sus pecados han llegado hasta el cielo» (Ap. 18:5). Todo hombre puede comprobar que Dios es misericordioso y comprensivo; y aunque al presente no logremos entender bien su manera de proceder, concluimos en que todavía hoy sigue permitiendo la maldad en el mundo. La intención es seguir alargando los años hasta el día del gran Juicio, pues así está escrito: «Él juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud» (Sal. 9:8).

En la vida del cristiano

No pensemos que el Creador se ha mantenido ocupado en las alturas, indiferente al dolor de sus criaturas. Al contrario, el Todopoderoso está más cerca de los que sufren, y en ninguna manera permanece impasible ante aquellos que se acercan a Él con espíritu contrito y humillado (Sal. 51:17). Dios es bueno, y no deja en momento alguno de ofrecer su consuelo a los que en Él confían (2 Co. 1:4). No es éste un sentimiento divino teórico, sino en todo práctico; con tal magnitud que el Dios eterno se identificó con el sufrimiento humano, haciéndose hombre en Jesucristo y padeciendo en su carne el castigo de nuestra desobediencia. La predicción profética se cumplió al pie de la letra: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Is. 63:9). Por tal identificación, Dios entiende como nadie el sufrimiento en su dimensión práctica, y con plena comprensión presta su ayuda a todo aquel que desee recibirla.

Gracias al sacrificio de Jesucristo (el Dios hecho hombre), el cristiano ha logrado acercarse al Creador, resolviendo para siempre su enemistad con Él y alcanzando la provisión de perdón y vida. Por ello, sólo el verdadero redimido tiene autoridad para llamar Padre a Dios, pues la conversión dispone de una cercanía tan considerable, que podríamos calificarla esencialmente de familiar. De esta manera el cristiano obtiene la seguridad de recibir los cuidados paternales de Dios, ya sea en momentos de completo bienestar, o de profunda aflicción. En esa relación paterno-filial, la providencia divina permite orientar la vida y circunstancias del cristiano en la dirección adecuada… Todo es encauzado en forma especial, y los acontecimientos que le sobrevienen se sitúan permanentemente bajo el control del Padre celestial. «¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» (Lc. 11:11).

Dicho esto, al igual que todo ser creado, tampoco el cristiano está exento de sufrir en este mundo las consecuencias del pecado. Pero, sin embargo, «la perspectiva» con la que vive el grave deterioro físico y espiritual de la Humanidad, es básicamente distinta a la del incrédulo. La dimensión con la que soporta los conflictos personales, familiares o sociales, tiene un sentido presente e igualmente un propósito eterno. El enfoque que posee del sufrimiento, de las enfermedades, de la pobreza, o de cualquier otra calamidad, adquiere un significado muy particular, dado que toda causa de padecimiento terrenal es guiada por Dios para su propio beneficio. Así reza la promesa bíblica: «A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8:28). Por lo visto, cada uno de los males que sufre el cristiano fiel, son ordenados por Dios para que éstos finalmente obtengan un efecto positivo. Muchos son contemplados a modo de prueba, la cual permite fortalecer el carácter, madurar el corazón, y sobre todo ejercitar la paciencia, tan necesaria en nuestros días. Todo ello también ayuda al cristiano para que pueda comprender, con mayor realismo, el sufrimiento ajeno. Con esta capacitación, su vida será más consistente, y el mensaje que proclame al mundo más acorde con el corazón y los propósitos de Dios para con esta desdichada generación.

Ciertamente, por muy duras que sean las pruebas, éstas siempre resultan de bendición para el creyente fiel. El tal vive en paz y gozoso, recibiendo constantemente el aliento y la esperanza que le brindan las promesas bíblicas, las cuales refuerzan su seguridad en Dios; y así es como en todo momento se ve cobijado por su protección celestial. Con esta condición tan especial, y aun en medio del sufrimiento, el hijo de Dios mira esperanzado hacia un futuro no muy lejano, donde ya no habrá injusticias, ni hambre, ni guerras, ni dolor… (Ap. 21:4).

Es preciso ajustar bien nuestro punto de vista sobre los asuntos que hemos tratado, porque al fin todo lo que ocurra en la Historia parece unirse para que providencialmente se cumplan los proyectos eternos de Dios.

Según esta visión última de las cosas, si queremos obtener un criterio correcto sobre las preguntas inicialmente planteadas, deberemos siempre concebir sus respuestas desde una perspectiva eterna. Con ello, el propósito de nuestras conclusiones personales podrá adquirir un sentido completo, un destino final, y una razón de ser. Es el mismo principio de lógica eterna que el Señor Jesucristo enseñó: «Porque, ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mt. 16:26).

El hombre ha desarrollado su maldad… Dios lo permite.

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