El significado de la voluntad de Dios
¿Qué significa la voluntad de Dios? Seguramente no hay persona en la Tierra capaz de responder con exactitud a tan importante pregunta. La mente humana es muy limitada en relación con la mente de Dios, que es eterna e infinita; razón suficiente para no alcanzar a comprender los propósitos celestiales en toda su magnitud. Como decía el salmista: «Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí. Alto es, no lo puedo comprender» (Sal. 139:6).
Cabe señalar que el estudio de la voluntad de Dios mantiene un lazo estrecho con el término «predestinación». Esta palabra proviene del vocablo griego «pro-orizo», que según la concordancia griega Strong, significa pre-determinar, señalar con antelación. Aparece en varias ocasiones en el Nuevo Testamento, y su enseñanza se halla impresa en toda la Biblia: «Jehová ha hecho lo que tenía determinado. Ha cumplido su palabra, la cual él había mandado desde tiempo antiguo» (Lm. 2:17).
Acerca de Cristo y su sacrificio habla el apóstol Pedro: «Ya destinado desde antes de la fundación del mundo…» (1P. 1:20). Igualmente, la Humanidad entera está sometida a un predestino, pues Dios «les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación» (Hch. 17:26). También el cristiano ha sido predestinado por previo conocimiento de Dios: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó» (Ro. 8:29). Inclusive las buenas obras están preparadas con anterioridad, «las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). De tal manera podemos decir que Dios lo ha predestinado todo. El pasado, presente y futuro, contiene un destino prefijado por el Creador, que está pre-ordenado en los llamados decretos divinos. La aseveración bíblica resulta definitiva: «Porque lo determinado se cumplirá» (Dn. 11:6).
Por otro lado, Dios aplica lo que sucederá en el tiempo y en la Historia, bajo lo que llamamos hoy Providencia, derivado del término «pro-videre», que significa «ver con antelación». «Pues aún no está la palaba en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes» (Sal. 139:4). Dios sabe lo que va a acontecer, pero también lo determina bajo su infinita sabiduría, contemplando su voluntad en la Historia como un todo, sin atender a un pasado o futuro incierto. Por eso, podemos afirmar que la Providencia divina es la práctica de su voluntad predestinada en la vida del ser humano, teniendo presente todos los sucesos históricos que van a ocurrir, así como los detalles personales o circunstanciales, sean éstos grandes o pequeños. Recordemos aquí la petición a Dios que hace el siervo de Abraham, en la búsqueda de esposa para Isaac: «Sea ésta la mujer que destinó Jehová para el hijo de mi señor» (Gn. 24:44).
La Confesión de Westminster, en el cap.5, expone la doctrina de la providencia divina diciendo: «I. Dios, el Gran Creador de todo, sostiene, dirige, dispone, y gobierna a todas las criaturas, acciones y cosas, desde la más grande hasta la más pequeña, por su sabia y santa providencia, conforme a su presciencia infalible y al libre e inmutable consejo de su propia voluntad, para la alabanza de la gloria de su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia. II. Aunque con respecto a la presciencia y decreto de Dios, quien es la primera, todas las cosas sucederán inmutable e infaliblemente, sin embargo, por la misma providencia las ha ordenado de tal manera, que sucederán conforme a la naturaleza de las causas secundarias, sea necesaria, libre o contingentemente».
Para el Gran Diseñador ningún acontecimiento ocurre por accidente. La vida no es producto del Azar, ni el Universo camina desprovisto de rumbo o destino. La Providencia anula la casualidad, y no hay nada que escape al conocimiento divino, ya que Dios mantiene el control absoluto de todas las cosas. «El Señor ha establecido su trono en el cielo; su reinado domina sobre todos» (Sal. 103:19). A saber, su gobierno se ejecuta bajo el plan que ha diseñado previamente, según las causas primarias, esto es, sus decretos incondicionales y su buena voluntad original; añadiendo las causas secundarias, que asimismo incluyen las acciones del ser humano en propia decisión, y las consecuencias del pecado. La Biblia contiene innumerables enseñanzas acerca de la providencia y soberanía de Dios. Los discípulos en Pentecostés así lo entendieron: «Para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hch. 4:28).
Ciertamente podríamos considerar la voluntad de Dios en sus diferentes variantes: soberana, eterna, universal, histórica, nacional, grupal, individual, absoluta, condicional, permisiva, y demás implicaciones prácticas. Por ello, aceptamos que su estudio contempla muchas y variadas perspectivas. Entendemos que la voluntad de Dios es predestinada, pero a la vez tiene presente la libertad moral del individuo. En todo es perfecta, pero en su elaboración incluye la imperfección del pecado, ya que Dios, conociendo de antemano la rebelión humana, incluyó el pecado y sus consecuencias para planificar su proyecto en la eternidad. Por un lado la voluntad de Dios es incondicional, pero por otro lado también establece condiciones; es verdad que permanece inmutable, pero en su planificación no pasó por alto las decisiones humanas… En cualquier caso, toda particularidad mencionada, se complementa con las demás a fin de planificar los llamados decretos divinos; porque, incluso los «aspectos permisivos» fueron perfectamente ensamblados en sus planes eternos. Todo queda supeditado a la finalidad última, que es su propia glorificación personal. Así lo afirma el teólogo holandés, L. Berkhof: «Dios hace que todo trabaje en la naturaleza y que se mueva en la dirección de su predeterminado fin». No es otro el mensaje de la Escritura, ya que Dios es creador y director de la obra, el «que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef. 1:11).
Pese a que el Soberano actúa según su soberanía, y decreta bajo sus sabios e infinitos consejos, observamos además que la voluntad divina establece requisitos de parte de Dios para el hombre (varón y hembra). Las Sagradas Escrituras contiene mandamientos, y el hombre es claramente responsable, por lo que experimentará las consecuencias positivas de su cumplimiento, o por el contrario de su quebrantamiento. Saber, y no obedecer, es una contradicción ya denunciada por nuestro Señor: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lc. 6:46).
El Diccionario de Teología, de E. F. Harrison, destaca dos importantes aspectos de la voluntad de Dios: «La voluntad decretada determina cualquier cosa que haya de suceder, mientras que su voluntad preceptiva declara cómo debería vivir el hombre». Visto en este último sentido práctico, los planes preceptivos de Dios se convierten para nosotros «hoy» en mandamientos, enseñanzas, recomendaciones, promesas, advertencias, es decir, todo ello la aplicación de los deseos celestiales, en el «aquí» y el «ahora»: lo que Dios quiere y lo que pide del hombre. ¿Qué pide Dios de usted, qué pide de mí…? Vivir conforme a la voluntad del Creador en su sentido general, significa llevar a término, por parte del ser humano, el cumplimiento de las condiciones establecidas en su Santa Palabra.
Con esta orientación planteada, no pensemos en ningún momento que el hombre posee capacidad innata para desempeñar la voluntad de Dios. La Biblia afirma que al hombre natural le es imposible aplicar los preceptos divinos, pues no percibe «las cosas que son del Espíritu de Dios» (1 Co. 2:14). Antes bien, sólo es posible hacerlo bajo la unión espiritual con Cristo. A la verdad, si no estamos unidos espiritualmente a Jesucristo, es tarea impracticable. «Separados de mí nada podéis hacer» (Jn. 15:5). Por tanto, los planes eternos de Dios se administran en el creyente únicamente a través de la obra, la Persona, y el poder de Jesucristo: «Conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ef. 3:1). Todo aquel que está unido a Cristo, por la conversión, es revestido diariamente de la gracia divina, para caminar según los propósitos ordenados previamente por el Creador. «Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia» (Ro. 11:6).
Enfaticemos la enseñanza, porque en ninguna manera el cristiano, por sí solo, puede cumplir con la voluntad de Dios, ya que ésta es perfecta, infinita, eterna, santa y absoluta. Entonces, ¿por dónde va la idea? La idea se centra básicamente en la «disposición del corazón». No hay obras humanas perfectas en el horizonte, sólo es cuestión de tomar una decisión personal, en sinceridad de corazón, sabiendo a la vez que nuestra naturaleza caída está completamente inhabilitada para servir a Dios. Por ende, con este sentimiento de incompetencia, habremos de orientar voluntariamente nuestra vida al servicio de Dios, buscando su ayuda en todo momento, pues «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal. 46:1).
Para comprender el concepto de «providencia divina», en asociación con lo que llamamos la Revelación sobrenatural (contenida en la Biblia), es necesario primero disponer el corazón de manera correcta, no sólo para conocer la voluntad de Dios, sino también para hacerla: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn. 7:17). La pregunta principal no es ¿cómo puedo cumplir con…? sino, ¿quiero… hacer la voluntad de Dios? Si es así, en la medida que emprendamos el camino, nos daremos cuenta de que, paradójicamente, no podemos seguirlo. Y es con este sentimiento de insuficiencia, que estaremos preparados para que el Soberano cumpla su cometido por medio nuestro. Así, la intervención humana, en actitud voluntaria, se convierte en mera colaboración, que como posibilidad también es habilitada por Dios, por lo que nada resulta en gloria personal. «Dios produce el querer como el hacer, por su buena voluntad», cita Filipenses 2:13. Por lo tanto , la vida cristiana no es una cuestión de «acción» sino de «actitud». Primero nuestro corazón debe alinearse con el de Dios, y sólo así podremos andar por camino recto. En cualquier forma, la determinación voluntaria y personal es requisito indispensable; determinación en la fe de Cristo, y para la obediencia a Dios. «Mi corazón está dispuesto, oh Dios» (Sal. 108:1), afirmaba el salmista.
Si buscamos refugio en Jesucristo, que es verdadero abogado e intercesor delante del Padre, alcanzaremos las fuerzas que nos permitirán avanzar. Y aun siendo herramientas inútiles, en manos de nuestro Padre celestial todos sus hijos pueden realizar labores impensables, para la sola manifestación de su gloria, pues «lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios» (1 Co. 1:27). Renglones torcidos somos, y vacíos de contenido, donde el Gran Diseñador escribe su destino, y por cierto, escribe recto… Aunque es verdad que Dios se complace sólo en Cristo, y no en el hombre, con todo y ello, su gran amor le lleva a obrar poderosamente en el creyente nacido de nuevo. Por eso Pablo exclamó, «todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13).
Aceptada la anterior explicación, no obstante, enfocaremos el presente estudio más bien en cuanto a la relación que existe entre la voluntad del Creador y la responsabilidad humana, centrándonos particularmente en la vida cristiana, según lo que llamaremos la «voluntad condicional de Dios».
A continuación, para integrar bien en nuestra mente la enseñanza, resaltaremos dos aspectos importantes que habremos de considerar por separado. Estos dos aspectos son la «voluntad general» y «la voluntad especial» de Dios.
LA VOLUNTAD GENERAL DE DIOS
En el conocimiento de Dios
Algunos se preguntan: ¿Qué es lo que tengo que hacer para cumplir con la voluntad general de Dios? Y la pregunta podría ser malinterpretada, ofreciendo la sensación de que todo depende del cristiano, que la cuestión es «hacer» o «no hacer»… y éste no es el camino. «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas» (Lc. 10: 41), fue la respuesta del Señor. En ninguna forma debemos entender los preceptos divinos sólo en términos de lo que el cristiano tiene que hacer, pues de ser así podríamos caer en el orgullo. La voluntad de Dios no es cristiano céntrica o eclesio-céntrica, sino cristo-céntrica; se dirige hacia Cristo, no hacia el hombre. Es una vida de plena «devoción» a Cristo y no de «obligación». Por ello, el hacer la voluntad de Dios no se concentra tanto en el sentido del deber, u obedecer de la mejor manera, o desarrollar nuestra vida cristiana con la mayor santidad posible; ni siquiera poner a disposición nuestros bienes para el servicio de los demás… Y aun siendo todo esto bueno y necesario, el sentido correcto se dirige, principalmente, en conocerle a ÉL. «Conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os. 6:6), citaba el profeta Oseas.
Sabemos que a Dios se le conoce a través de la conversión, también llamada «experiencia de la salvación», ya que es el momento en que el Espíritu Santo llena con su presencia el corazón vacío del pecador arrepentido. A partir de esa experiencia sobrenatural, recibe la capacidad para seguir creciendo en el conocimiento de Dios, bien sea teórico como práctico. El conocimiento de Dios lo encontramos esencialmente en la Biblia, ya que es su propia Revelación escrita, al que añadimos el conocimiento experiencial, que lo hallamos en la aplicación práctica de ese conocimiento, en relación y puesta en marcha de nuestra comunión con el Salvador.
El Creador se ha dado a conocer a la Humanidad, y como es natural, su voluntad general es que el ser humano le conozca. Fue el clamor de Dios hacia su antiguo pueblo: «Para que me conozcáis y creáis, y entendáis, que yo mismo soy; antes de mí no fue formado Dios, ni lo será después de mí» (Is. 43:10). El conocimiento del Altísimo no solamente implica saber, poco o mucho, acerca de Dios, sino principalmente experimentar una relación espiritual con Él. Veamos la diferencia: Yo conozco al presidente de mi país, pero… realmente no le conozco, porque nunca he estado con él, ni formo parte de su familia o de sus íntimos más allegados, por lo que mi conocimiento es solamente un conocimiento teórico, no personal. Por consiguiente, el conocimiento de Dios implica relación personal, espiritualmente hablando; es una experiencia real de fe, «para que me conozcáis y creáis», hemos leído en el versículo citado.
La declaración de Jesucristo resume el propósito de vida que Dios imparte en el corazón del creyente: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). El texto bíblico resulta explícito por sí mismo. La verdadera vida apunta hacia el «conocimiento de Dios», en su dimensión intelectual, espiritual, experiencial, que además práctico.
En la glorificación de Dios
La finalidad primera y última de la voluntad general de Dios, tanto en el orden de la creación, como también de la salvación, es la glorificación de su propio Ser. «Para gloria mía los creé, los formé, y los hice» (Is. 43:7). Dar gloria a Dios significa ensalzar su Ser, en reconocimiento de su grandeza, por lo que Él es (observando sus atributos divinos), y por lo que ha hecho (observando su obra creadora y salvadora). De manera que la vida del creyente debe aportar honor y buena reputación al nombre del Señor, en una actitud constante de adoración a Aquel que nos ha creado y redimido.
En cuanto a objetivo de vida cristiana, sólo Dios debe ser alabado, admirado y engrandecido. Si miramos al pasado, el juicio divino se produjo porque «no le glorificaron ni le dieron gracias» (Ro. 1:21). También vemos en la Escritura cómo el rey Herodes fue herido por un ángel, «por cuanto no dio la gloria a Dios» (Hch. 12:23).
Así pues, hombre o mujer que habita en este mundo, y especialmente si es verdadero creyente, ha sido creado «para la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef. 1:6). Hacemos bien en recordar con frecuencia que el objetivo fundamental de la voluntad de Dios, no es otro que su propia glorificación, pues como bien afirmó el Señor: «Y a otro no daré mi gloria» (Is. 42:8).
No pasemos por alto este aspecto mencionado, porque es digno de meditar y profundizar, así como también ponerlo por práctica en todas las áreas de la vida cotidiana.
En el orden natural
Con anticipación al tiempo y al espacio, nuestro Hacedor ha planificado y así desempeñado su soberana voluntad. «Todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos» (Sal. 135:6). Sea antes, como después de la Creación, en ningún momento ha dejado Dios de realizar sus deseos. De forma pre-ordenada, e incluida su voluntad permisiva, ayer como hoy sigue moviendo los hilos de la historia de la Humanidad, para que en última instancia se cumplan sus planes eternos. Con tal objetivo utiliza el orden natural de las cosas que Él ha creado, bien sean llamadas físicas, emocionales o espirituales. Todo existe y se desarrolla bajo la perfecta
planificación de Dios. En este sentido, no iba desencaminada la frase del siempre recordado científico, Albert Einstein: «Dios no juega a los dados en el Universo». Efectivamente, la Creación y el desarrollo de la Historia no resultan de ningún accidente fortuito. El Eterno sigue aplicando a través de los tiempos, y no de forma casual, todos y cada uno de sus planes celestiales. Y en esos magníficos planes, además incluye su abundante gracia, que se hace manifiesta a todos en forma general: «Hace llover sobre justos e injustos» (Mt. 5:45).
En el orden de la salvación
«Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2:4). «Ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hch. 17:30). Destacamos las palabras «quiere» y «manda», ya que expresan la voluntad general de Dios en el marco de la Redención. El hombre se haya perdido y camino a la perdición eterna, e indiscutiblemente necesita la salvación. Por tanto, el mayor propósito del Creador, para con el ser humano, es llevar a cabo la sublime tarea de reconciliación con Él; reconciliación que se efectúa a través de la Cruz de Cristo, donde el pecador puede ser perdonado, salvado y restaurado. Las palabras del Señor Jesucristo reflejaban la voluntad del Padre: «Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero» (Jn. 6:40). El glorioso mensaje del Evangelio representa la columna vertebral de la voluntad general de Dios, es decir, el plan de la Salvación que Dios ha provisto para la Humanidad en Cristo Jesús.
Nuestro Señor planificó y ejecutó la obra de la Redención según sus soberanos decretos, y asimismo la completará sobre la base de sus fieles promesas. Dios es fiel y cumple lo que promete, pues «Dios no es hombre para que mienta» (Nm. 23:19). En esta planificación de las promesas divinas, el orden de la salvación se concibe desde la eternidad con la formación de un pueblo predestinado por Dios, que sólo Él conoce, al que llamamos en nuestros tiempos la «Iglesia de Jesucristo». A saber, toda persona que recibe la salvación ha sido incluida previamente en el programa eterno del gran Diseñador, creándole un futuro específico en el cual Dios ya planificó su destino, en función de su condición de salvo e hijo amado. «Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo» (Ef. 1:4).
En el orden de la relación con Dios
La voluntad general de Dios consiste, una vez ha redimido al individuo, y en posición de hijo nacido del Espíritu, que mantenga una buena relación con el Padre eterno. Por ello, el pecador que ha encontrado a Dios, a la vez ha encontrado el sumo bien en Cristo Jesús. Y partiendo de ese especial encuentro espiritual, el recorrido del camino consistirá en conocerle a Él, en amarle, adorarle, gozarse en Él, agradecerle, y complacerse en su presencia. No se trata sólo de hacer buenas obras para agradar a Dios, sino principalmente de «buscar a Dios», anhelar caminar junto a Él en plena comunión espiritual. «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal. 73:25). Es, en definitiva, disfrutar de Dios en el ámbito de la fe, en constante devoción, por medio de la Palabra y la oración. Como expresaba el salmista: «Me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío» (Sal. 40:8).
Entendamos bien el concepto, porque la voluntad de Dios no significa que «amemos el hacer su voluntad», sino que le amemos a Él; de lo contrario todo acto se convertiría en mera religión, identificada por el «hacer» y no por el «amor a Dios», tal como desgraciadamente ha ocurrido y ocurre en gran parte de nuestra Cristiandad. Con esta misma visión, encontramos en la Biblia que el rey David, habiendo recibido el conocimiento de Dios, no promovía la «religión», sino «la relación»: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela…» (Sal. 63:1). Definitivamente, tener a Dios es tenerlo todo, y si no le tenemos a Él, nada tenemos. Evocamos aquí la frase célebre: «Si tienes a Dios, qué te falta, y si te falta, qué tienes…».
Buscar la voluntad general de Dios, no es otra cosa que buscar a Dios: «Buscadme, y viviréis» (Am. 5:4). El que comprende la gracia celestial, no busca la obediencia al mandamiento por obligación, o recibir recompensa alguna; si tengo a Dios, ¿qué recompensa quiero? pues lo tengo todo; «todo es vuestro», dijo el apóstol Pablo a los corintios, 1 Corintios 3:22. Vivir en Dios es vivir en plenitud, porque el Buen Pastor llena el alma, aporta refugio, descanso, y dirección segura en nuestro peregrinar por este mundo. El símil se halla en la oveja que busca la seguridad del pastor, o los polluelos que se refugian bajo las alas de su protectora madre. Visto los efectos benéficos de nuestra relación con Dios, no parece nada extraño el empeño del profeta: «Con mi alma te he deseado en la noche» (Is. 26:9).
Al presente puede haber personas que estén dispuestas a cumplir con la voluntad de Dios por temor, por miedo al castigo; y así viven un cristianismo esclavizador que finalmente se hunde en el sinsabor de la vida… Por el contrario, el creyente bien instruido no intenta obedecer a Dios por temor, sino por amor: «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Jn. 4:18). Ahora bien, es cierto que existe la enseñanza de un temor reverente a Dios, que es el principio de la sabiduría, según consta en Proverbios 1:7. El temor constituye el inicio de nuestra relación con Dios, para de tal manera comenzar a saber cuál sea su buena voluntad para nuestra vida personal: «¿Quién es el hombre que teme a Jehová? Él le enseñará el camino que ha de escoger» (Sal. 25:12). No obstante, si al temor de Dios le llamamos «miedo», bien puede clamar el creyente fiel con alta voz que ¡tiene miedo!… pero, de defraudar a Dios, de olvidarse de Él, de alejarse de su buena voluntad; porque se halla tan unido al Salvador, tan bendecido, tan satisfecho, tan agradecido, que tiene miedo de no corresponderle como debiera. Es verdad, el cristiano fiel tiene «miedo», debido a que experimenta la gran impotencia de su naturaleza caída, al sentirse indigno e insuficiente para obedecer la perfecta y santa Ley de Dios. Motivo por el que en todo busca recibir de lo Alto la gracia y el oportuno socorro, como la ayuda necesaria para vivir según la voluntad divina en la forma más perfecta posible. Y, en esta búsqueda, es donde encuentra la verdadera paz, así como las fuerzas necesarias para proseguir el camino.
¿Cuál es la voluntad general de Dios? Lejos de compromisos eclesiales u obligaciones religiosas, el mandato de Cristo resulta concluyente: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mt. 12:30). Nos preguntamos, entonces, ¿hay algo más valioso que Dios? Si no buscas a Dios, entonces ¿qué buscas…?
En el orden de la vida cristiana
Del mismo Creador recibimos ayuda y dirección para aplicar su voluntad general, en todos los ámbitos de nuestra existencia. Sin embargo, su buena intervención tendrá como objeto final el recuperar la imagen caída del hombre, o lo que es lo mismo, conformar al cristiano a la semejanza de su Señor. Este es el propósito que el Padre quiere alcanzar en todo hijo suyo. Ser como Jesucristo –en calidad humana–, es el deseo de Dios para cualquier creyente en cualquier lugar del mundo. Se trata, en suma, de que todos los acontecimientos, búsqueda de respuestas, decisiones, y demás pormenores, por parte del cristiano, sean encauzados hacia dicha finalidad: «También los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29). En este sentido mencionado, fue constante la preocupación del apóstol Pablo para con la iglesia: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19). Es menester afianzar nuestro pensamiento, porque los planes generales del Altísimo se administrarán en el creyente bajo una determinada condición: «transformar al creyente conforme al modelo de Jesucristo».
Vista la voluntad de Dios con una orientación transformadora, hemos de preguntarnos si todo lo que gira alrededor nuestro: proyectos, circunstancias, personas, así como las motivaciones internas del corazón: anhelos, deseos, etc., están cooperando para la glorificación de Dios y para la formación del carácter de Cristo en nosotros… Existen otros muchos aspectos de la voluntad general de Dios, que requerirían un volumen aparte. Bien podríamos destacar la evangelización y transmisión toda de la enseñanza bíblica, pues la voluntad de Dios es que, cumpliendo el mandato de Jesús, vayamos por el mundo haciendo discípulos, según cita Mateo 28:19. Al igual que la Gran comisión, otros designios generales del Creador se han revelado en forma escrita, la Biblia, donde encontramos todas las directrices en cuanto al orden de la vida cristiana, relativo a las relaciones familiares, sociales, eclesiales, espirituales, testimoniales, etc.
LA VOLUNTAD ESPECIAL DE DIOS
El destino del creyente y del incrédulo
«Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz» (Jn.12:36). Con dependencia de la luz espiritual recibida en la conciencia (no en el espíritu, porque el espíritu humano está muerto en delitos y pecados), bien podemos pensar que cada individuo es responsable delante de Dios. «Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado» (Jn. 15:22). La Palabra de Cristo será la que juzgará a todo aquel que rechace su oferta de salvación. De manera que está en juego el estado final del ser humano: salvación o condenación. El hombre es claramente responsable por su pecado, y en ningún caso tendrá excusa en el día final. «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Ro. 1:20).
De alguna forma el mundo tiene conciencia de Dios, porque Él mismo «ha puesto eternidad en el corazón del hombre» (Ec. 3:11), y por tal motivo el ser humano sabe que tiene un compromiso frente al Creador, e inevitablemente tendrá que rendir cuentas. Frente a esta ineludible realidad futura, muchos prefieren evadir su responsabilidad temporal en aras de asumir la eterna. De todas maneras, los textos bíblicos apuntan hacia una verdadera responsabilidad humana: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Jn. 3:36). «El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero» (Jn. 12:48). «Rechazar» la palabra de Cristo, o «rehusar» creer en Él, parece implicar en cualquier caso una decisión personal en relación a la voluntad de Dios. Por lo que, en función de la decisión interior tomada en el ámbito de la conciencia (según la luz conferida por el Espíritu), le corresponderá entonces a cada persona vivir su periodo de vida en la Historia, que es preparado de antemano por Dios, para en el caso de ser incrédulo, estipular su grado de condenación (mayor o menor), o de ser creyente, su grado de bendición eterna (mayor o menor). Y a partir de aquí se determinará el particular futuro para cada individuo, aplicado en el devenir de su paso por este mundo, según lo que llamaremos la voluntad especial de Dios.
Con esta resuelta impresión de futuro, comprendemos que la vida terrenal constituye la «prueba determinante» (en el lugar y momento de la Historia) dispuesta por Dios para cada individuo. Los resultados de dicha prueba configurarán en buena medida el estado final de todo hombre o mujer en la eternidad… Ciertamente el fallecimiento de los neonatos es un gran misterio, e incluso los niños que no poseen capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal. Para despejar esta duda, algunos se aferran a las palabras del Señor cuando dijo: «Dejad a los niños venid a mí… porque de los tales es el reino de los cielos» (Mr. 10:14). Aunque el texto no se refiere exclusivamente a bebés o niños de corta edad, podemos entender que los niños tienen un acercamiento especial en el reino de Dios. Es verdad, no hay respuestas absolutas para los misterios celestiales. Pese a todo desconcierto e incomprensión, en este asunto u otros, hacemos bien en intentar responder con lógica bíblica a las preguntas que nos plantea el destino de la Humanidad en general, y del creyente en particular.
«¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria» (Ro. 9:22,23). El texto leído refleja el problema del antiguo pueblo de Israel y su propósito histórico-salvífico (como nación), que comprendía creyentes e incrédulos. Siguiendo la enseñanza del propio contexto histórico, extraemos un principio bíblico suficientemente preciso: «Él (Dios) preparó de antemano». Reflexionemos aquí, porque Dios prepara los escenarios donde reunió entonces, y reúne hoy, a los creyentes e incrédulos, en la proporción que estima oportuno. Por ejemplo, los países donde hoy el cristianismo es grandemente perseguido, están destinados generalmente para todos aquellos vasos preparados para destrucción, como cita el texto, incluyendo en tal caso la presencia de creyentes como evidencia testimonial. Así también sucede con las religiones, culturas, pueblos, y algunas épocas de la Historia donde apenas hubo testimonio bíblico (pueblos idólatras de la Antigüedad, época medieval de oscurantismo bíblico, etc.). Me pregunto personalmente: ¿Qué hubiera ocurrido si «por casualidad» un servidor hubiera nacido en el pueblo de mis antepasados, situado en la España profunda del siglo XVIII, sin testimonio evangélico alguno, que yo sepa? Seguramente la expresión de mi vida cristiana hubiera sido muy limitada; opresión y persecución me hubieran esperado, o en los peores casos la muerte a manos de la Inquisición. Aunque, ¡Gloria a Dios! si así hubiera tenido que ser. Por lo común, pienso que casos de cristianos solitarios (que viven su cristianismo en soledad) no han sido abundantes en la Historia, y generalmente asumían un propósito de excepcionalidad en los planes divinos. De todos modos, visto desde su desarrollo histórico, Dios prepara, reúne y dirige a la comunidad de cristianos, dado que representa el glorioso Cuerpo de Cristo, sean pocos o numerosos; así como también ha preparado y reunido a los incrédulos, clasificados por países, pueblos, religiones, culturas, y momentos de la historia humana. Con esto quiero decir que los acontecimientos históricos, aplicados para cada persona, en relación con la salvación o condenación, también fueron ordenados por manos del Hacedor.
La Historia, sea general o individual, fue escrita en el libro Dios antes de que ésta se desarrollase. Hasta el mismo código genético de cada persona fue trazado por el Creador de forma individual. Así lo hace constar el salmista: «Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139 16). El mismo profeta Jeremías es objeto de aclaración: «Antes que te formase en el vientre te conocí» (Jer. 1:5). Nos preguntamos, además, desde nuestra diversificada Cristiandad: ¿Por qué en nuestra época de grandes movimientos evangélicos y fácil difusión bíblica, miles de cristianos abarrotan iglesias apóstatas, carentes del amor divino? La respuesta es concisa: Porque este es su destino. Dios mismo los ha juntado, agrupado en…
No nos engañemos por las apariencias, pues habría que saber cuál es la intención de aquel que está satisfecho con una religión muerta. En cualquier caso, el que es Omnisciente conoce perfectamente los corazones, y por ello cada uno es predestinado en función de su verdadera disposición interior: «Pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1º S. 6:7). Cada persona está «donde» debe y «como» debe estar respecto a la voluntad especial de Dios, dependiendo de cuales sean sus intereses personales: «Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Mt. 6:21). En el día final nadie podrá decirle a Dios que vivió injustamente en el momento y lugar equivocado, o que padeció en esta vida pasajera sin sentido o propósito alguno. El Señor no es injusto o arbitrario con ningún individuo en particular. «Para él no hay acepción (diferencia) de personas» (Ef. 6:19).
Por lo dicho hasta aquí, podemos concluir que cada uno está en el hoy, y estará en el mañana, en la época y lugar que le corresponde, comprendiendo que el Eterno prepara y planifica todo destino, teniendo presente las propias motivaciones humanas, que bien conoce de antemano. Así le ha placido en su soberanía, y aplicado en su providencia. Todas las cosas creadas, como sucesos históricos o circunstancias personales, es decir, desde lo más ínfimo relativo a la materia o el espíritu, hasta lo más grande e infinito del Universo, se mantiene en estrecha vinculación con el Ser supremo llamado Dios, y por consiguiente con su voluntad decretada. No puede ser de otra manera. Ya citaba el poeta inglés William Blake: «Aquél que ve al infinito en todas las cosas, ve a Dios».
En cierta medida el hombre, teniendo una conciencia moral, es sabedor de que Dios es Rey soberano, y en consecuencia tiene el deber de conocerle y servirle. Pero, por desgracia muchos no quieren enfrentarse a tan importante requisito. En la parábola de los talentos, el siervo que recibió un talento tuvo miedo a la responsabilidad de invertir lo entregado por su señor; o del coste en administrar lo que reconocía no era suyo, y por lo tanto prefirió enterrarlo: «Señor, te conocía que eres hombre duro… por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra» (Mt. 25:4,5). De igual manera, hoy en día los intereses terrenales (escondidos en la tierra) son los que prevalecen: sean intereses materiales, familiares, profesionales, sociales, e inclusive religiosos, eclesiales o ministeriales; y que, definitivamente, suponen el rumbo que cada uno en particular desea seguir. El escritor y predicador estadounidense, A W Tozer, hace la siguiente mención: «Los hombres son libres para tomar sus propias decisiones morales, pero también están bajo necesidad de rendir cuentas a Dios por esas decisiones. Eso los hace tanto libres como responsables, porque están destinados a presentarse ante el juicio y rendir cuentas de las obras hechas mientras estaban en el cuerpo».
A pesar de todo, ninguna de las decisiones humanas, sean correctas o no, toman de improvisto y por sorpresa a Aquel que lo sabe todo. No olvidemos que Dios es omnisciente, y todo ello lo ha tenido presente a la hora de programar un destino especial, es decir, un destino creado para cada individuo con antelación al tiempo y al espacio.
El predestino de los hijos de Dios
La voluntad de Dios para cada cristiano, en particular, se halla contemplada en lo que llamamos «la predestinación». Acerca de los hijos de Dios, la Biblia declara: «En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1:5). Nótese la expresión «de su voluntad», ya que ésta se manifiesta principalmente en la «predestinación». Razón por la cual el Padre celestial quiere llevar a cabo su perfecto plan en cada hijo suyo, incluyendo asimismo todos los aspectos esenciales de la vida cotidiana, mencionados en las preguntas inicialmente planteadas: dónde viviré, cuál será mi empleo, con quién me casaré… He de aclarar aquí que no me refiero tanto a la predestinación en relación con la salvación o condenación eterna, sino más bien al destino de vida creado por Dios para cada cristiano en particular, según su «providencia»; término que, como ya hemos visto, significa «ver de antemano». Sobre el tema de la predestinación para salvación o condenación, no vamos a entrar en detalle. Según mi opinión, la «elección» guarda una estrecha relación con el concepto de eternidad, pues para Dios en esta dimensión no existe el tiempo, como ya hemos mencionado. El término «predestinación», para nosotros asume el concepto de tiempo, y sabemos que el Creador del Universo no está supeditado al tiempo. De manera que en la predestinación está presente la caída del hombre, la muerte de Cristo, la condenación del incrédulo, la salvación del creyente, y nuestra responsabilidad humana. Son realidades en tiempo presente para el Creador, vistas como un todo, desde antes de la fundación del mundo. Es difícil de entender, pero mucho más de explicar…
En vista de las enseñanzas bíblicas, podemos asegurar que el Todopoderoso ha creado un destino particular para cada creyente, aplicado a esta vida temporal: desde el país de nacimiento, la familia que no ha escogido, su aspecto físico, sus dones, virtudes… hasta la fecha de su partida a la Patria celestial. El cristiano, como tal, se halla incluido en un programa minuciosamente planificado por Dios desde la eternidad. Sus circunstancias actuales (sean cuales fueren) no son casuales, sino que responden a un propósito celestial muy determinado. Así parece apoyarlo J.L. Packer, en su libro Conociendo a Dios: «¿Tiene Dios un plan individual para cada uno? Por cierto que sí: Dios tiene un “designio eterno” (literalmente “plan para las edades”), un designio… para realizarlo en la plenitud de los tiempos, en consonancia con lo cual realiza todo conforme a la decisión de su voluntad». Recapacitemos sobre tan maravillosa enseñanza, porque no sólo resulta de utilidad práctica, sino que constituye motivo de regocijo, pues en «la predestinación» es donde el creyente fiel, en cualquier circunstancia que se encuentre, halla un completo y eficaz descanso espiritual.
Descubramos los grandes personajes de la Biblia, y cómo Dios cumplió su especial propósito en todos ellos. Destacamos la vida y obra del señor Jesucristo, como el núcleo de la predestinación: «A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hch. 2:23). Traemos a la memoria además la vida de Noé y su proyecto con el Arca; o el cumplimiento de la promesa de Dios con Abraham, angustiado por no tener hijos; Moisés y su renuncia a ser llamado hijo del Faraón; David, a punto de ser eliminado por Saúl; José, entregado por sus hermanos y encarcelado en Egipto; Juan el bautista y su labor precursora del Mesías… Y así podríamos seguir con otros ejemplos relativos a la voluntad especial de Dios. De igual forma que con los modelos bíblicos citados, también los inmutables planes celestiales se han de ejecutar en la vida del creyente que confía en su Salvador; y a la verdad, en la mayoría de las veces sin apenas notar el extraordinario proceder invisible de su intervención divina.
Conviene recordar que los cristianos no andamos exentos de rumbo o destino; todo lo contrario, existe un propósito que cada cual personalmente habrá de cumplir: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Es cierto que hay un sentido general del texto leído (obras de carácter general), pero también es cierto que su aplicación contiene un sentido claramente individual. Por ejemplo, para que entendamos la idea, si Dios afirma que «cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros» (1 P. 4:10), será porque a la vez que el don, también Dios provee del ministerio específico para poder ejercer el particular don que Él mismo ha otorgado individualmente; de forma contraria sería un dicho absurdo en manos de un Dios razonable.
El teólogo y escritor del siglo XIX, Benjamín B. Warfield, realiza la siguiente aclaración sobre la voluntad de Dios: «Es el mismo nervio de la doctrina que cada individuo de la enorme multitud que constituye la gran hueste del pueblo de Dios, y que está ilustrando el carácter de Cristo en la nueva vida, ahora vivida en la fuerza del Hijo de Dios, ha sido el objeto particular desde la eternidad de la consideración divina y que ahora está cumpliendo el destino elevado designado por Él desde la fundación del mundo». Si confiamos en las promesas bíblicas, podemos esperar con toda seguridad que el Buen Pastor nos guíe y ayude a desarrollar el destino tan elevado designado por Él mismo. Pablo, siendo consciente de su particular predestinación, se presenta a la iglesia como «apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios» (Ef. 1:1). Siglos antes, y en esta misma línea de pensamiento, el salmista afirmaba en su corazón: «Jehová cumplirá su propósito en mí» (Sal. 138:8).
Dios conoce de antemano nuestras decisiones
Resulta apropiado pensar que nuestra vida futura se construya, en buena medida, sobre la base de todas las decisiones que Dios sabe que vamos a tomar. «Pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas» (Mt. 6:32). Y a causa de tal conocimiento, parece tener bastante sentido que el devenir histórico esté previamente determinado por el Creador, que bajo su eterna sabiduría se preocupó con antelación de todos los aspectos prácticos de la existencia humana en general, y también de cada individuo en forma particular, sea incrédulo o creyente. «Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis» (Mateo 6:8) . En primer lugar hemos de aclarar los conceptos: «Dios ya sabe lo que va a ocurrir», o en términos bíblicos leídos: «sabe lo que necesitamos». Estas son expresiones del lenguaje humano para que nosotros entendamos el proceder de Dios, contemplado desde nuestro espacio-tiempo. La omnisciencia divina va mucho más allá, pues no está sujeta a la limitación del tiempo. Para Dios, el pasado o futuro también son presente: «Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2 P. 3:8). En cierta manera podemos advertir que Dios crea un destino específico en función de las decisiones que Él ya sabe de antemano, y que corresponden a las verdaderas intenciones de cada persona. En caso contrario, la predestinación de vida se convertiría en programación automática. El pensador cristiano CS Lewis, concluyó de esta manera: «Existen dos clases de personas. Aquellos que le dicen a Dios: Que se haga tu voluntad; y aquellos a quien Dios les dice: Muy bien, que se haga como usted quiera». Aun teniendo presente la libertad moral del individuo, los planes generales de Dios en
ningún caso dependen de las decisiones humanas. Él establece sus designios, y sitúa los límites del proceso histórico según su soberanía. Pero, siendo esto cierto, no pasemos por alto que magnánimo es Dios, pues también en su soberanía y gran amor, no ha querido ser indiferente a la voluntad del hombre. En este sentido, Dios planificó la muerte de Cristo antes de la fundación del mundo, porque precisamente sabía que el hombre voluntariamente iba a pecar contra sus mandamientos; y es por ello que, en función de esta errónea decisión humana, dispuso el proyecto de la salvación. «Ya destinado (el sacrifico de Cristo) desde antes de la fundación del mundo» (1ª P. 1:20).
Volviendo a la Confesión Westminster, cap. 5:2, leemos: «Aunque con respecto a la presciencia y decreto de Dios, quien es la primera, todas las cosas sucederán inmutable e infaliblemente, (1) sin embargo, por la misma providencia las ha ordenado de tal manera, que sucederán conforme a la naturaleza de las causas secundarias, sea necesaria, libre o contingentemente». Veamos, pues, el ejemplo en la prueba de José. La causa primaria fue por decreto divino, para salvar de la hambruna al pueblo de Israel. Y en esta causa primera decretada, se incluye la causa secundaria, es decir, la entrega voluntaria de José por sus hermanos. ¿Dios lo tenía todo previsto? Sin lugar a dudas: «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien» (Gn. 50:20). Hagamos un inciso para explicar que, en cuanto a la dirección de Dios sobre lo que ya está predestinado, hemos de saber que en cierto sentido el Espíritu Santo no determina si hemos de comer manzanas rojas o verdes, o si hemos de comprar un lapicero azul o marrón. En términos generales hay ciertos aspectos de la vida que no poseen unas consecuencias eternas, y si bien es Dios quien controla todo detalle, muchos no conllevan un carácter de predestino específico, y por ende carecen de importancia. En definitiva, visto desde la voluntad especial de Dios, podemos admitir que el Eterno predestine, y en su tiempo construya un entorno social, familiar, profesional, eclesial, etc., que represente el camino preparado para cada creyente, teniendo en cuenta previamente, y desde la eternidad, el futuro grado de compromiso y obediencia a su voluntad general. Por eso cita Efesios 2:10, que incluso las buenas obras del cristiano están preparadas de antemano.
Por lo demás, si el creyente peca, o dicho de otro modo, «siembra para la carne», también el destino incluirá las consecuencias de su pecado, «segando corrupción», según cita Gálatas 6:8. De esta manera, la predestinación también determina los efectos de nuestro mal obrar, en la medida de cómo Dios los decrete. Pese a todo, la misericordia divina se muestra segura, y por ello las posibilidades de perdón y restauración espiritual, en los propósitos de Dios, permanecen del todo inalterables: «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta» (Is. 1:18).
El destino y las bendiciones de nuestra fidelidad a Dios
Algunos podrían ver la postura planteada aquí como absolutamente fatalista, suponiendo que hemos de resignarnos estoicamente ante cualquier situación. Esta no es la idea. No solamente es lícito, sino que también necesario, cambiar los acontecimientos que favorezcan nuestra vida aquí en la tierra, y así no quebranten la ley de Dios. Estamos llamados a cambiar para bien nuestra vida, y a colaborar en lo posible para mejorar la vida de los demás. Pero, sabemos que esos cambios efectuados, en decisión propia o ajena, también estaban previstos por Dios, y por consiguiente ya los incluyó en su predestino. Sin duda alguna el Todopoderoso interviene con anterioridad planificando nuestra vida, para que todas nuestras decisiones contribuyan a su plan final. De lo contrario sería absurda la promesa bíblica para el cristiano fiel: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8:28).
Asimismo, el destino planificado por Dios incluirá las bendiciones de nuestra obediencia, pero también los resultados de nuestra desobediencia. La enseñanza no reside en que Dios tiene un plan para mí, y dicho plan fracasará si no lo cumplo, dado que entonces Él no lo puede aplicar. En ninguna manera los planes del Creador se frustrarán si no andamos conforme su voluntad. El Omnipresente no pierde el tiempo creando un destino que el hombre no va a poder cumplir, ni queda defraudado por la rebeldía humana. Las bendiciones condicionales de Dios están preparadas (en Cristo) para aquellos que las van a recibir, dependiendo del grado de disposición, consagración y buena voluntad, porque así le ha placido a Dios bendecirnos por los méritos de Cristo.
Notemos el espíritu bíblico, porque aun lo que hagamos de bien en la vida, sea mérito o buena obra, sea disposición u obediencia, no merece recompensa ni bendición alguna por parte del hombre. No necesitamos ahondar mucho en el problema del pecado, para ver que todas nuestras buenas obras son hechas en imperfección: «Como trapo de inmundicia», cita el profeta, en Isaías 64:6. Ahora bien, a través de los méritos de Cristo, Dios mismo ha determinado por gracia recompensar la buena disposición del creyente. Como señala Mateo 10:42, ni un vaso de agua ofrecido en el nombre de Jesús, a uno de sus discípulos, carecerá de recompensa. Esta promesa en ningún caso es justicia, sino benevolencia divina. Apreciemos el amor de Dios, porque el Padre celestial lleva a cabo sus planes teniendo en cuenta de antemano nuestras decisiones futuras, para así proporcionarnos un destino adecuado a éstas. Y en todo ello, naturalmente, se halla la absoluta gracia divina, de principio a fin. De manera que, las bendiciones de nuestra fidelidad a Dios (bendiciones fundamentalmente espirituales) y las consecuencias de nuestro pecado, bien sean temporales o eternas, están especialmente previstas por Dios. La Escritura así lo hace notar: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó…» (Ro. 8:29). Jonás desobedeció el mandamiento, y Dios lo sabía, por eso le predestinó un gran pez: «Pero Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás» (Jon. 1:7). El destino para Jonás estaba conformado según la decisión que él tomaría, y que no sorprendió a Dios. Igualmente Sansón no tenía otro destino que la piedra de molino, preparada por Dios, porque sabía la errónea decisión que iba a tomar. De la misma manera fue planificado y profetizado el episodio de la traición de Jesús, las treinta monedas de plata, el campo y la horca donde se desarrolló el fatídico final de Judas Iscariote; fue éste un designio creado por el Eterno conforme a su voluntad permisiva, no así establecida, porque Dios no dispone lo malo, sino que más bien lo incluye en su destino como consecuencia propia. En relación con el tema, el Antiguo Testamento contiene innumerables predicciones, escritas para momentos específicos y personas determinadas, y todas ellas se cumplieron sin excepción. A esto le llamamos la voluntad especial de Dios. Ejemplo claro lo encontramos en las cientos de profecías cumplidas acerca de la persona y obra de Jesucristo.
El reformador francés Jean Calvin, dijo: «La voluntad de Dios es la causa primera y dueña de todas las cosas, porque nada se hace sin su mandato o permisión». La voluntad de Dios decretada, vista desde el predestino histórico y personal, contiene un componente permisivo que incluye las consecuencias del pecado, que aun no conviniendo con los deseos originales de Dios, sí constituyen la puesta en marcha de un plan que respeta nuestras futuras decisiones. Decisiones previstas bajo su permiso y absoluto control. En efecto, la soberanía de Dios ha decretado su voluntad permisiva, pero al mismo tiempo su presciencia le permite también añadir los límites y las condiciones para que el mal no sobrepase los linderos establecidos, ni tampoco logren quebrar sus proyectos de eternidad; sino más bien para que en toda situación contribuyan al cumplimiento de éstos. En el caso del creyente fiel, que vive bajo la voluntad de Dios, también los males cooperarán en beneficio suyo.
El relato del rico y Lázaro, presentado por el Señor Jesucristo, resulta clarificador. Aunque en el evangelio se muestra a modo de parábola, hacemos bien en considerar su veracidad histórica: «Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado» (Lc. 16:25). Lázaro recibió males en la vida, y con toda seguridad éstos fueron dispuestos por Dios con antelación a su nacimiento. Había un propósito de orden eterno. De hecho el resultado final fue altamente revelador. Podía haber sido también un buen final para el rico, pero decidió voluntariamente no compartir sus bienes con Lázaro; y esta injusticia estaba prevista por Dios. Evidentemente el pecado del rico no fue en sí las riquezas, sino más bien el no querer compartirlas; seguramente pensaba que los bienes acumulados eran suyos y merecidos, y no providencia divina; y por ello tampoco creía en la Palabra de Dios, que además nos manda amar a nuestro prójimo en forma práctica. Tal insensibilidad hacia la necesidad ajena, evidenciaba su incredulidad hacia los mandamientos divinos, ya establecidos en el Antiguo Testamento: «Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra» (Dt. 15:11). Como resultado, el rico se condenó por no haber creído en la Revelación divina, esto es, su vida egoísta fue consecuente con su incredulidad. Lo que al parecer interesaba era vivir el presente lo mejor posible, sin importarle su estado en la eternidad. Dios lo sabía, y por eso lo predestinó bajo su propia responsabilidad, dándole una prueba difícil de superar, que es el amor al bienestar material: «Raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Ti. 6:10). Finalmente las riquezas fueron solamente una prueba para delimitar su grado de sufrimiento eterno, y para demostrar que el hombre es egoísta por naturaleza.
Alguien podría preguntarse: Entonces, aquel que es pobre, que padece necesidad, o que sufre injusticias en este mundo, ¿está destinado por Dios para tal propósito? Debemos afirmar la respuesta con un rotundo «sí». «¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?» (Lam. 3:37). Puede parecer confuso, pero en cualquiera de sus formas el sufrimiento contiene, en manos de Dios, una dimensión gloriosa y a la vez profundamente transformadora, para todo creyente fiel. Comprendamos bien que la pobreza o riqueza no suponen en sí mismo un bien o un mal; es algo temporal que el hombre administra para la eternidad. La carta de Santiago se muestra muy enfática al respecto: «Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman? Pero vosotros habéis afrentado al pobre» (Stg. 2:4-6). Esta declaración en ningún caso enseña que la pobreza sea voluntad original de Dios, ni tampoco que hayamos de promover la holgazanería, o apoyar la injusticia social. En lo posible el cristiano ha de contribuir con el bienestar social, y así compartir sus bienes, mayormente con los que carecen de recursos para poder vivir. «En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: «Más bienaventurado es dar que recibir» (Hch. 20:35). La norma bíblica es que el rico comparta con el pobre, el que tiene con el que no tiene nada, y así haya igualdad social para todos. Bien recomendó el Señor Jesús: «El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo» (Lc. 3:11).
Dicho esto, no creamos en ningún modo que los valores eternos se construyen con dinero. Más rico fue Lázaro (riqueza espiritual) que el propio rico; y para tal estado contribuyó, paradójicamente, su pobreza material. Queda claro en la Escritura que la vida del cristiano no está exenta de pruebas, y muchas de ellas en forma de grandes penalidades, como le ocurrió a Lázaro. Pero, todas las aflicciones, en manos de Dios, contienen siempre propósitos victoriosos. El teólogo y novelista CS. Lewis, resalta la excelencia de las pruebas diciendo: «Las dificultades preparan a personas comunes para destinos extraordinarios». Pensemos, pues, en los destinos extraordinarios dispuestos por Dios para todos los cristianos; y no sólo los eternos, sino también los preparados para el presente en forma particular. En fin, la pobreza, así como las demás injusticias humanas, son medidas con las que Dios prueba al hombre, que también al creyente, para determinar el estado de nuestra eternidad. Y ese futuro estado, corresponderá en aquel día sin fin con nuestras decisiones tomadas en el «hoy temporal», respecto a las pruebas destinadas, y conforme a la voluntad de Dios. El sabio predicador, analizando las injusticias de la vida, exponía la enseñanza: «Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe…» (Ec. 3:18).
Llegados a este punto, a continuación estableceremos la diferencia entre la voluntad de Dios general y la especial, utilizando como base un texto bíblico, en palabras del Señor Jesús.
TEXTO BÍBLICO DE REFERENCIA: Mateo 6:31-33
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt. 6:33a). Esta parte del versículo expresa cuál es la voluntad general de Dios para todo creyente. Dicho mandamiento dado por el Señor Jesús, significa que los designios del soberano Dios han de ser motivo y propósito de nuestra existencia, por encima de todo lo demás, e inclusive de nuestras necesidades personales. Es oportuno preguntamos si existen personas, metas, proyectos, o deseos, que en nuestro corazón se sobrepongan a la voluntad general de Dios. En este análisis, resultaría lógico aceptar que si no logramos ofrecer en todo el primer lugar a Dios y a su Palabra, no podemos esperar entonces que Él, pasando por alto nuestra indiferencia, responda con su bendición a todas nuestras necesidades vitales, según vemos en el contexto bíblico. «Y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6:33b). La segunda parte de este versículo –la promesa– es el resultado de la primera –el mandamiento–, esto es, de buscar el «reino de Dios» en primer lugar (su voluntad general). La expresión «todas estas cosas» se relaciona con las respuestas a las preguntas que formulábamos anteriormente (la voluntad de Dios especial), y que pertenecen a las necesidades de la vida cotidiana. En esto, el eminente teólogo holandés, L. Berkhof, parece discurrir con determinación: «Debe decirse que constituye un concepto antibíblico de Dios, decir que Él no se ocupa ni puede ocuparse de los detalles de la vida, que no puede responder a la oración, que no puede ayudar en los apuros e intervenir milagrosamente a favor del hombre… La Biblia enseña que hasta los más pequeños detalles de la vida tienen lugar en el orden divino». Para nuestra tranquilidad, las promesas bíblicas son incuestionables. Y estamos convencidos de que El Eterno suplirá, como así lo promete, lo que de antemano sabe que necesitamos (no lo que nosotros creemos necesitar).
En el sentido opuesto, también podemos intentar conseguir «todas estas cosas» por nuestra cuenta, antes que esperar en Dios y buscar su Reino en primer lugar. Pero, de ser así, «todas estas cosas», siendo muchas o pocas, a la verdad no irán acompañadas de la bendición especial de lo Alto. Recordemos que el cristiano fiel no vive por cuenta propia, sino por la de Dios. A veces ocurre que el creyente no busca la voluntad divina, sino que ésta se adapte a su propia voluntad, a sus propios deseos, alejándose así del mandato de Jesús: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Jn. 15:7). No es conveniente buscar la aprobación celestial en decisiones que ya hemos tomado con antelación, máxime si éstas son erróneas. En tal caso, lo correcto es buscar la conformidad divina antes de tomar cualquier decisión que sea relevante. Santiago concluyó apropiadamente en su epístola: «Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto y aquello» (Stg. 4:15).
«No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?» (Mt. 6:31). Aquí podemos seguir incluyendo todas las preguntas anteriormente citadas, más las preguntas que el lector desee añadir… Si en verdad estamos buscando primeramente el desempeño de la voluntad de Dios, habremos de confiar en el control minucioso que Él tiene sobre todas nuestras necesidades básicas. Y es, precisamente, nuestra plena confianza en sus promesas, la que nos permite habitar tranquilos, sin preocuparnos desmedidamente. «Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (Mt. 10:31).
En tanto nuestro corazón se disponga a cumplir con las enseñanzas generales de la Palabra de Dios, se añadirá en la vida diaria todo aquello que necesitamos particularmente. Solamente hemos de procurar poner en práctica la voluntad general de Dios (siempre con su ayuda), que bien se encargará Él de aplicar en nosotros su especial y perfecta voluntad. «Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas» (Mt. 6:32). Comprendamos bien el conocimiento anticipado del Altísimo, ya que por lo general no nos va otorgar todas las cosas que creemos necesitar; sino, en todo caso, las que Él sabe que realmente necesitamos. Podemos afirmar que toda necesidad cubierta siempre guardará una estrecha relación con los planes celestiales; y tales planes, en su concepción original, poseen una marcada «perspectiva de eternidad». Hoy más que nunca, y descubriendo cómo se aceleran los tiempos del fin, nos sentimos motivados a contemplar la vida con unos anteojos de largo alcance: «Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col. 3:2). Al fin y al cabo el propósito más importante que debemos perseguir, es el estado final de nuestra eternidad con Cristo.
Uno de los problemas fundamentales de la esencia humana es «no saber esperar». Y como somos impacientes por naturaleza, a veces queremos adelantarnos a las previsiones divinas; y por ello algunos espíritus impulsivos no están dispuestos a esperar los tiempos ordenados por Dios, tomando por contra decisiones fuera de su voluntad. J.L. Packer, hablando sobre la providencia divina, apunta a este importante factor: «Falta de disposición para esperar. “Espera en Jehová” es uno de los estribillos constante en los Salmos –consejo necesario porque frecuentemente Dios nos hace esperar–. Él no tiene tanto apuro como nosotros, y su modo de proceder es el de no darnos más de lo que necesitamos para el tiempo presente, o lo que necesitamos como guía para dar un paso a la vez. Cuando estemos en duda sigamos esperando en Jehová y no hagamos nada. Cuando sea necesario, la luz necesaria vendrá».
Por otro lado, entendemos que el Padre celestial no cubrirá las necesidades de todos por igual, dado que sus proyectos son personalizados y por tanto diferentes para cada hijo suyo; y por ello resulta sensato pensar que a cada cuál le aplique una medida distinta. Podemos notar que «todas estas cosas» (necesidades cubiertas en la vida) no son «finalidad» en sí mismas, sino los «medios» que Dios utiliza para llevar a cabo la misión encomendada en esta vida temporal, la cual, como hemos citado, contiene una acentuada proyección de eternidad.
Ante la pregunta de sus discípulos, «Jesús les dijo: Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (Jn. 4:34). Nos preguntamos, ¿no debería de ser también nuestra mayor aspiración en la vida? Teniendo en cuenta la propia libertad (valga la expresión), el creyente puede buscar en primer lugar, o no, el reino de Dios y su justicia; es una decisión personal. Decisión tan importante marcará la diferencia entre vivir dentro o fuera de su voluntad. Consideremos aquí la determinación de Moisés: «Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado» (He. 11:25). Al igual que hizo este gran héroe de la fe, también en el momento preciso habremos de elegir; la disposición para el servicio es realmente voluntaria. Sobre el tema, no fue diferente la enseñanza de nuestro Maestro: «Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc. 9:23). «El que quiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn. 7:17). Subráyese de estos versículos la palabra «quiere»: el que quiere, si alguno quiere… Así es, Dios no impone sus mandamientos, ni obliga a nadie que no desee obedecerlos; por el contrario, respeta las decisiones tomadas en el presente. El llamamiento antiguo del Señor para con su pueblo fue en todo similar: «Y no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40). Parafraseando la frase conocida del poeta, podríamos decir: «Querer o no querer, esa es la cuestión». Como cualquier decisión en la vida, «querer» o «no querer» constituye una prueba de amor hacia Dios. Todo aquel que «no quiera», aun siendo cristiano, habrá de atenerse a las consecuencias; consecuencias que incluirá, entre otras cosas, el cargar con una vida espiritualmente fracasada. En cambio, en la medida que el creyente se disponga a cumplir con la voluntad general de Dios, tendrá entonces garantizada las bendiciones de los proyectos divinos en forma particular (voluntad especial).
Ahora bien, cumplir con los planes divinos no representa para el hombre vivir en estado de perfección, o impecabilidad absoluta. Desgraciadamente el cristiano todavía queda sujeto a la influencia de su naturaleza caída. Por lo tanto, la idea central, en este asunto, va siempre encaminada hacia disponer nuestra voluntad en dirección a la de Dios. El que es Omnisciente ve la intención del corazón y no tanto la actividad en sí. Somos y seremos insuficientes para hacer nada aceptable para Dios; razón sobrada para depender constantemente de la gracia y el poder de nuestro Señor. En esto, como en todo, el favor de Dios en el creyente se muestra de forma completa, porque tampoco merecemos que Él responda con su rica bendición a nuestra obediencia, por muy fiel que ésta se manifieste. Si merecemos algo, es el castigo por nuestros pecados. A saber, la remuneración a nuestro buen obrar es posible porque así le ha placido a Dios en su benevolencia, y determinado solamente por gracia: «Y si por gracia, ya no es por obras» (Ro. 11:6).
Visto lo visto, no impacientemos el alma buscando cuál sea la especial voluntad de Dios en todos los temas que atañen a la vida cotidiana (no os afanéis). Nuestra preocupación debe ser, fundamentalmente, la de «buscar el reino de Dios y su justicia». Al tiempo determinado el Buen Pastor añadirá todas las demás cosas, o dicho de otro modo, cumplirá con su voluntad específica, tanto en nuestra vida general, como en nuestras circunstancias personales.
¿POR QUÉ CUMPLIR CON LA VOLUNTAD DE DIOS?
La respuesta sería tan sencilla como decir que Dios es soberano, y por lo tanto el que manda. No ignorando esta importante enseñanza, también como Padre bondadoso desea lo mejor para sus hijos, y por ello sus mandamientos son benévolos, conllevando siempre resultados positivos para el ser humano, mayormente para aquellos que son receptores del amor divino. De igual forma también es una concesión que el Padre ha otorgado a sus hijos, para que seamos eficaces colaboradores en sus proyectos divinos. «Porque nosotros somos colaboradores de Dios» (1 Co. 3:9), citó el mismo apóstol Pablo. Aquí hemos de precisar bien, porque para desempeñar los designios del Creador es necesario mantener unas motivaciones correctas. Toda decisión tiene su razón de ser. De modo que, las «motivaciones del corazón» son las que dispondrán nuestra vida a favor o en contra de la buena voluntad de Dios. Por lo general no hemos de obedecer a Dios para…, sino principalmente por… No para alcanzar la salvación, desde luego, ni tampoco para ser merecedores del favor celestial. Si alguno piensa que es merecedor de algo, aun cumpliendo con los planes divinos, no piensa bien. El Padre sólo tiene su complacencia en el Hijo, según Marcos 1:11, y por ello todas sus bendiciones son aplicadas a través de Cristo (sobre la base de su obra en la Cruz).
Disposición a cumplir con los designios de Dios:
Por agradecimiento
Los cristianos somos poseedores de la preciosa verdad del Evangelio. Y estamos tan agradecidos a Dios por su gracia, amor, y por todos los beneficios de su salvación, que no parece existir otra opción razonable que no sea la de buscar el cumplimiento de su voluntad.
Agradecemos al Señor por tantos beneficios materiales y espirituales, que no sólo hemos de hacerlo con nuestros labios, sino también con nuestras obras. ¡Hay tantos motivos por los cuales agradecer a nuestro Padre Dios! «Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios» (1 Te. 5:18).
Porque glorifica a Dios
Los planes celestiales, aun siendo eternos, han de llevarse a cabo en este mundo temporal. Dichos planes contienen un objetivo sublime, el de adorar y glorificar a nuestro Padre celestial. «Glorificad, pues, a Dios» (1 Co. 6:20). Glorificamos al Señor por lo que Él es, principalmente en sus atribuciones divinas, y también por lo que ha hecho, hace, y hará en nuestras vidas. Alabar y enaltecer el nombre de Dios, en la obra de Jesucristo, es el motor que debe impulsar nuestra boca, nuestros corazones, así como nuestros hechos… Buscar la voluntad de Dios, por consiguiente, en ninguna forma ha de repercutir en la glorificación personal, pues «a Él sea la gloria por los siglos» (Ro. 11:36).
Porque no nos pertenecemos
El creyente verdadero ha sido comprado por Dios, y legalmente no es propietario de su vida. Ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, y también de un terrible destino final: el infierno. «Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:19,20). Luego, si fuimos comprados, es porque alguien pagó el precio. La muerte de su querido Hijo, Jesucristo, es el precio que el Padre pagó para poder redimirnos; motivo suficiente para sentirnos deudores. Gracias a la muerte de Cristo (y a su resurrección) muchos pecadores han sido rescatados, que no es poca cosa.
Verdad es, los cristianos recibimos en forma gratuita la salvación, pero ¡cuán grande fue el costo que Dios pagó por ella…! De manera que somos suyos, le pertenecemos. Y, por tan hermosa dicha, nuestra responsabilidad como cristianos es administrar, con diligencia y buena voluntad, los deseos de nuestro Señor, o mejor dicho, de nuestro Dueño.
Porque es para nuestro bien
«Y sabemos que a los que aman a Dios (la motivación correcta), todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro. 8:28). En la conversión, el pecador convertido en cristiano ha recibido el gran amor de Dios, el cuál le habilita adecuadamente para poder amarle. Como resultado, todo lo que acontece en su vida, previa condición (amar a Dios), va a colaborar para su bien. Un bien en el hoy terrenal: «todo lo que hará prosperará» (Sal. 1:3), y lo más relevante, un bien eterno: «entra en el gozo de tu Señor» (Mt. 25:21). Definitivamente, no hay nada en este mundo que traiga tanta satisfacción al alma humana, que vivir conforme a la voluntad de Dios, pues ello aporta vida y vida en abundancia. Es lo que prometió el Señor Jesús: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10).
Porque posee una proyección eterna
Nos preguntamos, con todo el sentido común, ¿qué importancia conlleva el vivir 80-90 años en este mundo lleno de sinsabores, si lo comparamos con toda una eternidad repleta de satisfacciones? «Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece» (Stg. 4:14). Hacemos bien si valoramos nuestra existencia terrenal en relación con la eternidad que nos espera. Vivir el hoy con sentido del mañana, es buena medida para no desviar el significado de nuestro paso por este mundo.
Comprobemos, pues, nuestro caminar diario, porque es la medida de nuestro sometimiento a la voluntad de Dios, la que marcará nuestro destino final. El estado en la eternidad, traducido en grado de satisfacción, categoría celestial, funciones celestiales, así como nuestra cercanía con Jesús y participación de su gloria, va a depender, con todo, de nuestra labor en este mundo; o mejor dicho, de la labor que Dios haga a través nuestro, porque en todas las cosas habrá de acompañarnos su gran poder e inagotable gracia.
A tenor de lo comentado, no parece lógico el preocuparse demasiado (afanarse) por los avatares de la vida cotidiana, ya sea empleo, posición económica, estabilidad familiar, enfermedad o salud… Todo ello es como nada si lo contemplamos con los ojos del futuro. Esta fue la experiencia del apóstol Pablo: «Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse» (Ro. 8:18). Con esta visión expectante camina el cristiano fiel, convencido de que la promesa del Señor no tardará mucho en hacerse realidad: «He aquí, vengo pronto, y mi galardón conmigo» (Ap. 22:12).
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