Jesús, el hijo obediente
En este capítulo reflexionaremos brevemente acerca de la completa obediencia que Jesús mantuvo hacia su Padre celestial. Es cierto que puede parecer absurdo admitir que el Señor Jesús, siendo Dios, tenga que haberse sometido a los mandamientos de la Ley. Pero, si bien, cuando valoramos que Él se hizo hombre, y que fue precisamente en calidad de hombre que tuvo que cumplir con el programa establecido por Dios aquí en la tierra, es entonces cuando nos sentimos empujados a recapacitar sobre todas las implicaciones que comportó su decisión tomada en la eternidad.
El autor de la carta a los Hebreos cita lo siguiente: «Y aunque era Hijo (Dios), por lo que padeció (en calidad de hombre) aprendió la obediencia» (He. 5:8). Es necesario entender el sentido del texto, ya que el ser humano no puede tener acceso al Reino de los cielos, debido a su estado de separación de Dios, y también a la incapacidad para cumplir la Ley en su plenitud. Por tal motivo Jesucristo obedeció la perfecta Ley divina en su totalidad, con el objeto de que pudiéramos acogernos a él a manera de nuestro representante delante de Dios.
Como la Sagrada Escritura nos indica claramente, y las evidencias así lo corroboran, debido a la deteriorada naturaleza humana no nos es fácil adoptar una actitud de obediencia, y más cuando se trata de los asuntos relacionados con la fe. De forma contraria contemplamos el modelo de Jesús, en su vida terrenal, demostrando que fue una persona obediente a Dios, hasta los límites de su propia muerte.
EJEMPLO DE CONSAGRACIÓN
«Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mr. 1:9).
Al comenzar su ministerio, Jesús se trasladó a Galilea para ser bautizado en el río Jordán. Es cierto que se han barajado diferentes interpretaciones sobre el significado del bautismo de Jesús recibido por medio de Juan. Pese al comentario que pudiéramos hacer, estamos seguros de que Jesús se sometió, en obediencia, a la voluntad que Dios había diseñado para aquellos momentos históricos de transición espiritual.
Conviene recordar que el bautismo de arrepentimiento que practicaba Juan no era aplicable a Jesús, puesto que no tenía de qué arrepentirse. Pero vemos la disposición de Jesús subordinado a Juan, que aun siendo superior a él, por la posición de profeta esperado (el enviado del cielo que esperaban los judíos), quiso cumplir con los métodos establecidos por Dios.
Por otro lado, Juan reconoce que no era digno de bautizar a Jesús, cuando por el contrario debía ser bautizado por él. Sin embargo, había que cumplir toda justicia, ya que la identificación con el ser humano, a través del ministerio de Juan, suponía la obediencia a ese rito o símbolo que entrañaba aquel bautismo aprobado por Dios. Igualmente el bautismo de Juan marcó el inicio de la consagración en el ministerio mesiánico de Cristo.
Nuestro Señor fue un hombre consagrado, y su obediencia se hizo del todo evidente cumpliendo las obligaciones de la Ley, incluyendo el ministerio del profeta que Dios estaba utilizando en aquel momento, como fue el caso de Juan el Bautista.
Visto el ejemplo, también debemos aprender a someternos al programa de Dios por medio de aquellos siervos que Él mismo ha señalado: tal vez sean hermanos que la divina providencia ha puesto sobre nosotros momentáneamente, aunque en cualquier caso pudiéramos ser mayores en posición social o espiritual; no importa. Entre cristianos hemos de someternos (conformándonos a la Escritura) los unos a los otros en espíritu de obediencia, que siempre debe obrar por el amor a la Palabra.
Aprendemos del modelo de Jesús, que el que está dispuesto a someterse a Dios, también en lo que corresponde al cumplimiento de su voluntad, está dispuesto a someterse a los hombres.
«Y hallándole, le dijeron: Todos te buscan. Él les dijo: Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido» (Mr. 1:37,38).
Aunque no sabemos a ciencia cierta los diversos motivos por los que la multitud buscaba a Jesús, notamos que la gente, al ver los milagros que se produjeron, decidieron ir en busca de aquel líder que les había impresionado en gran manera; aunque seguramente le buscaban para proclamarle rey.
Fuera de toda aspiración a ser entronizado, el propósito por el que Jesús estaba en aquel lugar, no fue otro que el de predicar. Éste era su ministerio, y no podía anticipar los acontecimientos que correspondían a los planes futuros.
Aquel que podía recibir toda la gloria, porque era merecedor de ella, no la quiso. Y aun sin despreciar su elevada posición, Jesús optó por continuar con su servicio en otros lugares, antes de adelantarse al proyecto que Dios había determinado en el cumplimiento de los tiempos venideros: «Vamos a los lugares vecinos».
Pese a la resistencia de nuestro Señor a recibir los honores propios que su ministerio mesiánico pudiera haber comportado, no dudamos de que la gran tentación fue más que patente. Aun atravesando momentos de prueba, observamos que Jesús tuvo las cosas muy claras: «Para esto he venido».
De la misma forma que nuestro Maestro fue consecuente con su vocación delante de Dios, también el discípulo está llamado a poner en claro su ministerio, y a marcarse metas que sobre todo no sean confusas, es decir, planes que sean alcanzables. Así podrá llevar a cabo el particular proyecto de Dios para su vida, sin ceder a la tentación que ésta pudiera concederle: sean honores, reconocimientos, posición, grandeza, y otros ofrecimientos inoportunos que hagan perder la humildad que debe identificar al seguidor de Jesús. Tal vez parece contradictorio, pero a lo mejor en el plan de Dios para nuestras vidas estará incluido más bien el menosprecio, la indiferencia o el rechazo, que es lo que deberemos aceptar.
Por lo que a nuestro ministerio afecta, no busquemos alabanza de hombres, pues ésta se sirve de sentimientos vanos y pasajeros; y aunque así nos la otorguen, no merece honra alguna deleitarse en ella, pues en cualquier caso la gloria temporal resulta vacía e inservible para la obra de Dios.
Observamos con claridad cómo Jesús se guió en este mundo exclusivamente por la fe, en obediencia al proyecto por el cual vino, y no por las posibilidades beneficiosas que los hombres le pudieron brindar en aquel momento. Su mirada estaba puesta en el mundo venidero; y ese porvenir glorioso que le aguardaba, solamente podía ser resultado del fruto de su servicio aquí en la tierra, lo cual le llevó a proseguir su camino en obediencia al Padre, haciendo caso omiso a todas las tentaciones que procuraban interferir en sus objetivos.
Jesús, obediente al llamamiento divino, no buscó ni aceptó grandeza alguna que pudiera apartarle de la meta, en el cumplimiento de su deber. Entonces, ¿buscamos nosotros otro objetivo que no sea cumplir con la voluntad de Dios?
La fe sin obediencia, es incredulidad manifiesta.
EJEMPLO DE INTEGRIDAD
Jesús fue un ser íntegro que vivió bajo sus firmes convicciones personales, en contra de la doblez o hipocresía, que a modo de grave enfermedad contagiosa, se extendía entre los círculos religiosos de la época.
«Viniendo ellos (los fariseos), le dijeron: Maestro, sabemos que eres hombre veraz, y que no te cuidas de nadie (eres tú mismo); porque no miras la apariencia de los hombres» (Mr. 12:14).
La afirmación de aquellos representantes de la religión popular, no podía ser más exacta. Sin embargo, las intenciones que se escondían tras sus halagos, no parecían ser muy sinceras. Estamos de acuerdo en que nuestro Señor fue un hombre veraz, que no se dejó llevar por el aspecto externo, ni mucho menos por lo que los demás pensaran de él. Jesús fue un hombre íntegro, y tenía muy claro quién era y qué venía a hacer a este mundo.
Todos hemos escuchado en alguna ocasión la expresión: «sé tú mismo»; pues bien, esta misma frase podría resumir en breves palabras el significado de la integridad. Sin lugar a dudas, Jesús fue un ser que vivió en completa integridad, porque mostró plena coherencia entre sus creencias, predicación, y manera de actuar.
Al igual que en la vida del Maestro, habremos de ser fieles y leales con nuestros pensamientos (que deben ser los pensamientos de Dios), y así vivir de acuerdo con toda creencia correcta; revisando al tiempo nuestra vida de forma constante, para modificar aquellos aspectos que entendamos no se relacionan con la voluntad divina.
Aceptemos las declaraciones de aquellos fariseos sobre la identidad de Jesús, y tampoco permitamos calificar a nadie por las apariencias, porque es bien sabido que hay personas que aparentan ser lo que en realidad no son. No nos dejemos impresionar, pues, por el aspecto de espiritualidad externa, las buenas acciones, o los virtuosos dichos.
Aparentar lo que no se es, resulta en falta de integridad, y ésta se produce cuando hay una incoherencia entre lo que pensamos, decimos, y hacemos. Luego, para conseguir imitar la integridad del Maestro, primero tendremos que desechar nuestras creencias erróneas, y cambiarlas por aquellas que son verdaderas, a la luz de la Revelación bíblica. A continuación, estamos llamados, en ese proceso de crecimiento, a ser coherentes entre lo que creemos, decimos, y hacemos.
Aprendamos una vez más de la determinación de Jesús, sabiendo que aquel que vive en integridad, adquiere una configuración clara de su persona, de su vida, y también de su obrar, sin darle mayor importancia a las opiniones externas que no correspondan con la verdadera opinión de Dios. Con tal honestidad, el cristiano tiende a conseguir una personalidad firme y con criterios bien arraigados en la Palabra divina.
Siempre y cuando estemos obrando correctamente delante del Señor, habremos de ser fieles a nuestro corazón, en tanto que somos fieles a Dios; y no nos dejemos llevar por las impresiones, los espectáculos, o la apariencia de piedad que muchos puedan tener. El discípulo de Jesús ha de obrar, en términos generales, con independencia de lo que piensen los demás, teniendo muy en cuenta lo que Dios piensa de nosotros.
Hacemos bien en preguntar si en verdad poseemos una configuración clara de nuestra identidad cristiana… Si es así, ¿somos consecuentes con ella?
«Cuando lo oyeron los suyos (seguramente familiares) vinieron para prenderle; porque decían: Está fuera de sí (ha enloquecido)» (Mr. 3:20).
El presente texto bíblico puede causarnos una extraña impresión, al ver cómo los propios familiares suponían que Jesús podía estar trastornado. Pero, para entender la postura de sus familiares más directos, deberemos ponernos en su lugar y contemplar las confusas imágenes de alboroto que se producían en torno a la figura del Maestro, quien proclamaba un mensaje revolucionario para aquella época; exponiéndose, al mismo tiempo, a que le apedrearan por defender una verdad que parecía extraña a los ojos del pueblo judío.
Para entonces, como para hoy, el mensaje del cristianismo consecuente puede suponer un verdadero escándalo social, cultural, religioso, y sobre todo, familiar.
Nos sorprende ver la postura de nuestro valiente Maestro, que pese a lo que incluso sus familiares pudieran llegar a pensar de él, no dejó de actuar en consonancia con el ministerio encomendado por Dios el Padre. De esta manera, su integridad se puso de manifiesto en obediencia a los principios del Reino que predicaba, donde según el orden espiritual, los valores de la fe se hallan por encima de las conveniencias familiares.
Así le ocurrió a Jesús, y como es natural también sus seguidores habrán de aceptar que a veces les clasifiquen de «locos». Con todo y ello, si queremos seguir el camino de Cristo, la integridad ha de quedar patente, y el carácter cristiano (que es el de Jesús) tiene que permanecer inalterable. No faltarán las ocasiones en las que deberemos estar dispuestos a ser tratados de chiflados por todo aquel que no viva en sintonía con las realidades espirituales, incluyendo si cabe también a los familiares.
Claro está, la integridad puede llegar a perderse cuando se trata de los parientes más directos (sean cónyuges, padres o hijos), puesto que muchas veces los intereses familiares en muchas ocasiones prevalecen sobre los intereses del Reino de Cristo.
Como hemos visto, la integridad de Cristo se mostró en plena obediencia a los mandamientos de la Palabra, sobreponiendo la verdad de Dios a la propia seguridad familiar; procediendo así con perfecta coherencia espiritual y siendo a la vez consecuente con su propia identidad como Hijo de Dios.
Llegados a este punto, consideramos que todo fiel discípulo, pese a las reacciones adversas de sus más allegados, debe conservar el sello que certifique el carácter obediente de Jesús, a través de su propia integridad.
Ser fiel a Dios, consiste también en ser íntegro de corazón.
EJEMPLO DE SANTIDAD
Si bien solamente Jesucristo fue santo, en el sentido absoluto del término, Dios ha separado a los creyentes para formar un pueblo santo, que no viva diluido en los valores de nuestro mundo sin Cristo, sino que por el contrario sea partícipe de su santidad.
«¿Qué es esto (decían los escribas y fariseos), que él come y bebe con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mr. 2:16,17).
Aunque ya discurrimos anteriormente sobre la vinculación que Jesús mantuvo con los pecadores y marginados de la sociedad, ahora procuraremos centrar nuestro pensamiento en su santidad.
Recordemos lo dicho, porque a pesar de la relación que Jesús conservó con aquellos que la sociedad tachaba de pecadores, estamos seguros de que no participó de pecado alguno. Todo lo contrario, su mensaje de amor acompañado del ejemplo de su buen hacer, proveyó a los arrepentidos de un nuevo y esperanzador camino. En esta dirección, Jesús quiso que los hombres se convirtieran de su maldad, y depositasen su confianza en Dios, para que así pudieran guiarse por el verdadero camino de la santidad.
Ahora bien, recurramos al buen juicio, porque separarse del pecado no significa en última instancia apartarse de los pecadores, como bien observamos en el modelo de Jesús. El creyente, que lo es en verdad, no ha sido separado para vivir una vida de aislamiento religioso, donde se abstenga de toda influencia negativa; sino que ha sido separado para vivir junto a Dios, puesto que la santidad proviene de Él, y sólo Dios puede generarla en el cristiano cuando éste se dispone a servirle, en obediencia a su Palabra.
En este sentido, algunos creyentes albergan ideas equivocadas sobre el significado de la santidad, y muchos pueden asociar este concepto a una especie de fanatismo religioso. Por supuesto, la santidad no se identifica con el separatismo absoluto de la sociedad, la reclusión monástica de las relaciones personales, o la abstracción de nuestros deberes como conciudadanos, además de otras impresiones erróneas adicionales… Si afinamos bien nuestra perspectiva bíblica, entenderemos que a la santidad tampoco se le atribuye la privación de los placeres que nuestro entorno nos ofrece. En realidad parece contener un sentido inverso. La santidad es como un «filtro» que nos ayuda a los cristianos a disfrutar, con mayor intensidad y en su dimensión correcta, de todo lo bueno que Dios al presente nos provee. Con esta virtuosa condición, el creyente fiel está capacitado para vivir la vida en plena satisfacción, y para disfrutar en santidad de las ricas bendiciones otorgadas por Dios, tanto físicas como espirituales.
Vistos los conceptos expuestos, la santidad y la obediencia van unidas de la mano, como si de un matrimonio se tratase. Jesús fue santo, entre otros motivos, porque fue obediente a la Ley de Dios.
En definitiva, podemos afirmar que vivir junto a Dios, o separado de Él, es lo que va a determinar la verdadera santidad.
«Y luego el Espíritu le impulsó al desierto. Y estuvo allí en el desierto cuarenta días, y era tentado por Satanás…» (Mr. 1:12,13).
Nuestro Señor fue tentado, es cierto, pero no en el mismo sentido en que lo es cualquier persona. Sabemos que Jesucristo no participó de naturaleza pecadora, por lo que la tentación no fue provocada desde su interior, como puede ser nuestro caso. La tentación del Maestro, promovida por Satanás en el desierto, tuvo que ver fundamentalmente con la prueba de su amor a Dios.
Finalmente, habiendo superado la prueba que tenía por delante, la santidad de Jesús quedó suficientemente demostrada, puesto que en ningún momento sucumbió a las pretensiones del Diablo, siendo obediente a Dios en todo.
Por lo demás, el buen Maestro aceptó con valentía las pruebas que pertenecieron a su propio ministerio, y no desechó la tentación como algo malo en sí mismo. Por ello no debemos confundir tales términos. La tentación es necesaria para que seamos probados y fortalecidos; en cambio, el pecado destruye a la persona que lo comete. Las consecuencias, por lo tanto, son diametralmente opuestas.
Con toda convicción bíblica podemos afirmar que el creyente no es tentado de parte de Dios, sino que la tentación surge de su propia naturaleza caída. Y al igual que ocurrió con Jesús, muchas de las tentaciones pueden ser promovidas por Satanás, el cual utiliza estratégicamente los elementos de nuestro entorno para hacernos caer.
Ahora bien, Dios permite que seamos tentados, pero a la vez también nos da las fuerzas necesarias para que no caigamos, por lo que el sentido de ésta se convierte al mismo tiempo en una prueba de resistencia, para que a su tiempo nuestra fe sea fortalecida, y lo que es más importante, nuestro amor a Dios sea fielmente demostrado.
Así que, la diferencia entre la tentación del creyente y la del incrédulo, en lo que a propósito se refiere, es del todo diferente. Pensemos que el incrédulo ya está caído, y por eso no es tentado de la manera como lo es el creyente. No en vano, Satanás, el enemigo de nuestras almas, pretende debilitar toda vida espiritual… Pese a las grandes tentaciones, el cristiano verdadero y fiel adquiere la facultad para resistirlas, puesto que la capacidad de resistencia proviene del poder del Espíritu que habita en su corazón; y el efecto de la tentación no consumada, a la postre, tendrá un resultado positivo.
Visto en el sentido contrapuesto, el cristiano que no vive desde un estado de santidad, en mayor o menor grado, se encuentra exento de la intervención especial de Dios en su vida, y por consiguiente es muy fácil que caiga en la tentación. El pecado, que provoca un distanciamiento de la presencia de Dios, solamente produce debilidad y predisposición al fracaso.
Si nos preguntáramos cuántas veces puede caer el creyente en la tentación, podríamos responder, con Biblia en mano, que tantas veces como la gracia de Dios, para perdón, sea aplicable a su vida. Pero, en este asunto, sabemos que en cierto sentido la gracia especial de Dios se puede apartar del creyente, cuando éste se desvía conscientemente de la voluntad de Dios, y no desea ser receptor de su bondad.
Al igual que Jesús, no pretendamos escapar de la tentación, pues habrá ocasiones en las que inevitablemente deberemos pasar por ella. Lo importante es no sucumbir; y para tal propósito tenemos la ayuda del Espíritu Santo, que nos ofrece el poder espiritual necesario para soportar cualquier incitación al mal.
Por todo lo dicho, podemos afirmar que la obediencia a Dios se vive por la fe, conforme a la santidad de Jesús, y no por mantener algunos principios de moralidad cristiana u obedecer ciertas reglas eclesiásticas, que en algunos casos se convierten en cargas pesadas y difíciles de llevar.
Concluimos, pues, en que la obediencia a Dios no resulta tanto del «cumplimiento del deber», sino de un estado de santidad, por el cual el discípulo de Cristo, habiendo experimentado su gracia salvadora, busca en todo momento hacer la buena y agradable voluntad del Padre celestial.
Nos preguntamos: si Jesús fue santo, ¿no deberíamos de serlo nosotros también?
La santidad incluye la tentación, no el pecado.
Para ver el siguiente capítulo CLIC AQUÍ
© Copyright 2008
Estrictamente prohibida su reproducción para la venta.