Los tiempos del Fin. El estado eterno
LOS TIEMPOS DEL FIN
En el desarrollo de nuestra consideración sobre la condición espiritual del cristiano, no podemos pasar por alto la «perspectiva futura» de su nueva creación y posición en Cristo Jesús. En esto, la Escritura Sagrada recoge y plasma el anuncio serio del final de la Historia. Un final que vendrá con gran destrucción para la Humanidad, y con el posterior Juicio de Dios para los pecadores no arrepentidos; pero con la maravillosa y perfecta salvación, para todos aquellos que han sido redimidos por la gracia divina, y a través de la cruz de Cristo.
Sobre el tema, nos concierne aquí el reservar muchos de los aspectos teológicos relacionados con los últimos tiempos, pues no es objeto de la presente reflexión. En los eventos donde la Biblia guarda silencio, o no es demasiado explícita, tampoco parece conveniente aventurarse a interpretar detalles de los eventos finales que han de suceder en la Historia.
No obstante, también es cierto que los acontecimientos históricos, sociales y políticos, por los que estamos atravesando, parecen indicar, y así lo creemos muchos cristianos, que el regreso de Jesucristo para buscar a su Iglesia parece muy cercano. Por esta razón, lejos de conocer todos los datos de los pormenores futuros, el propósito se alcanza cuando logramos experimentar en el presente, aquí y ahora, la renovación de la esperanza que contempla el porvenir, por la fe, de un glorioso futuro en la eternidad.
A continuación mencionaremos, en forma resumida, algunos aspectos fundamentales que pertenecen a dicho tema, y que contienen para nuestro presente un elemento de carácter espiritual, que a la vez renovador y práctico.
LA MUERTE
Resulta inevitable aceptar que el final de la Historia, en cierto sentido, se halla en el final de nuestros días aquí en la tierra. Por ello tiene cierta lógica plantear algunas preguntas de orden primordial. Por ejemplo: ¿Es cierto que con la muerte se acaba todo? ¿Después de nuestra partida permanece el vacío y la nada, o realmente existe otra vida en el más allá? ¿Es verdad que habrá un juicio final, o son pronunciamientos del pasado que no tiene base ninguna? Es importante, a tenor de las preguntas, responder a las cuestiones básicas que atañen a la muerte y a la eternidad. Pensar que la muerte es el fin de la vida humana, es acabar con cualquier atisbo de esperanza, y contemplar la historia en el absurdo de una existencia que no posee sentido ni propósito alguno.
El concepto de muerte
Mucho y largo podría hablarse acerca de un asunto tan relevante como es la muerte. Solamente se pretende aquí resaltar este singular acontecimiento, que es visto cada vez con mayor naturalidad. Quizá por eso nos preocupa tan poco este dilema, pues estamos demasiado acostumbrados. Los medios de comunicación cada día se hacen eco de la muerte como un dato informativo, sin más valor que eso. Como parece evidente, muchos prefieren evitar el tema por miedo a lo desconocido, y así escapar de toda responsabilidad vinculante. A la mayoría de personas no les interesa hablar de la muerte, ni siquiera se plantean que hay más allá de la esfera terrenal. No son pocos los que están demasiado absorbidos por esta vida temporal, con sus grandes dificultades y no menos preocupaciones, para tener que añadir disquisiciones de tan lejano alcance… ¡Estoy demasiado ocupado!, es la justificación de muchos. Pero si observamos la vida de estos muchos, resulta sorprendente contemplar la manera como gastan sus preciosos días en cuantiosas distracciones y frivolidades varias, pero curiosamente no encuentran tiempo para reparar en los importantes y trascendentales asuntos de la eternidad.
La realidad se presta muy cercana, porque llegará un día en que, irremediablemente, todos pasaremos por el trance de la muerte (si el Señor no viene antes); «Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (He. 9:27). Queramos o no, habrá Alguien en «el otro lado» a quien, en último término, vamos a tener que rendir cuentas. Con esta impresión de responsabilidad final, parece del todo sensato detenernos por un momento para reflexionar sobre nuestro paso por este mundo. Desde esta concepción, las aspiraciones ya no se presentan en el orden de los planteamientos religiosos o eclesiásticos, sino que poseen un carácter de vital importancia para todo mortal. Nuestra condición en la eternidad está en juego; y por tan sencilla razón, se considera esencial descubrir el significado de la muerte, además de sus consecuencias.
Analicemos aquí el significado del término «muerte», ya que en ninguna forma apunta a la destrucción o aniquilación del alma, como exponen algunos movimientos aparentemente cristianos. Sobre el tema, el significado bíblico de la muerte denota «separación»: sea física, espiritual, o eterna. Así, todos nacemos muertos espiritualmente, porque nacemos separados de Dios. Todos moriremos físicamente, porque nuestra alma se separará del cuerpo. Y a no ser que pongamos remedio, también moriremos eternamente, puesto que nuestro destino es permanecer la eternidad separados de Dios. Estos son los tres estados de muerte que el hombre puede llegar a experimentar.
Por lo demás, sepamos que cuando un cristiano fallece, es conducido directamente al cielo, donde en completa paz habita junto con Cristo y otros seres queridos. El apóstol Pablo transmitía su especial anhelo a los hermanos en la fe, de la siguiente manera: «Teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor» (Fil. 1:23). Estar con Cristo, es estar más cerca del buen Pastor celestial, experimentando su presencia en grado de satisfacción muy superior al que podamos hallar aquí en la tierra.
Visto en el sentido contrario, el alma del incrédulo al morir es trasladada directamente a un lugar llamado «Hades» (Ap. 20:13), a la espera del Juicio final, para posteriormente seguir viviendo alejado de Dios, esto es, en el mismo estado de perdición en el que se hallaba antes de morir… En ninguna manera es este el deseo del buen Padre Dios, porque Cristo vino a morir en nuestro lugar, para destruir el imperio de la muerte (He. 2:14). Con la vida eterna que Cristo nos ofrece, conseguimos librarnos del temor y la incertidumbre que pueda suponer el pasar por el tránsito de la fría muerte. Recordemos aquí la declaración y posterior pregunta que el mismo Señor le hizo a Marta: «Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?» (Jn. 11:26). Para el cristiano la muerte es el comienzo de la eternidad, y aunque no deja de ser una travesía en cualquier caso desagradable, de hecho asume este paso con esperanza y serenidad interior. Observemos cómo Pablo contempló la cercanía de su muerte con un enfoque claramente positivo. Así declaraba: «Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia» (Fil. 1:21).
Según lo expuesto, la muerte para todo creyente en Cristo es solo el principio de la vida: la puerta que se abre hacia la eternidad. Y con este espíritu de triunfo, podemos unirnos a la exclamación del apóstol: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (1 Co. 15:55).
Apreciado lector: ¿Está usted preparado para este gran acontecimiento?
Para el cristiano la muerte es el principio de la vida.
EL JUICIO FINAL
Si no fuera cierto que al fin de los tiempos llegará el ignorado Juicio de Dios 3., deberíamos terminar nuestro examen con la triste conclusión de que la vida en esta tierra es del todo injusta, por lo cual no tiene mucho sentido vivirla: «Vanidad de vanidades, dijo el predicador» (Ec. 1:2). Consideremos por un instante a ciertos personajes de la Historia, que a pesar de las verdaderas atrocidades cometidas, finalmente quedaron impunes, o no lograron pagar con la medida justa de su injusticia. Y no son pocos los que hoy todavía viven tranquilos, pese a sus grandes o pequeñas maldades, y que según este pensamiento, pasarán de largo sin que haya un legislador que les juzgue con justicia y rectitud.
3. Por razones de redacción evitamos abordar aquí el Juicio Final en relación con los últimos eventos históricos y el castigo de Dios sobre la tierra. Nos referimos aquí al Tribunal de Dios donde cada persona no salvada será sometida a juicio, para valorar su paso por este mundo.
Atendamos bien a la enseñanza bíblica, porque si es verdad que existe un Juicio final, donde los actos del ser humano serán juzgados, entonces inevitablemente a cada uno se le atribuirá la responsabilidad de lo que haya hecho o dejado de hacer en su propia vida. La profecía apocalíptica no se retarda: «Y ví a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios… y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras» (Ap. 20:12).
Suponemos que la aceptación de un Juicio final es un pensamiento alentador para muchos. Por fin se hará justicia a la gran desdicha que la Historia ha vivido por siglos. A saber, si no hubiera una Autoridad suprema a quien en última instancia debamos rendir cuentas de nuestras decisiones y actuaciones, no seríamos en ningún modo responsables. Si fuera verdad que no existe un Juez justo que juzgue con justicia, parece del todo razonable vivir placenteramente y en plena inconsciencia, porque, según los defensores de esta postura: la vida se vive una sola vez. En este caso, irónicamente hablando, la propuesta paulina sería del todo justificada: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Co. 15:32).
Ahora, apreciando que la Biblia es clara en esta enseñanza, aceptamos que el Juicio no se establecerá en ningún caso para presentar los méritos de nuestra salvación. La entrada en el reino de Dios se decide en este mundo, y no por derecho propio. Ya expusimos con suficiente claridad bíblica, que la salvación se alcanza en el tiempo presente: «He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación» (2 Co. 6:2), y no depende de las obras realizadas, sino de la aplicación de la gracia divina, por la fe en Jesucristo. El juicio de Dios, en todo caso, determinará el grado de condenación de los perdidos, tras evaluar su manera de obrar y sus determinaciones. A fin de cuentas, el impío no se saldrá con la suya.
Diferenciemos bien, porque el Juicio final, para el incrédulo, es la proyección eterna del estado espiritual en el que se encuentra ahora: lejos del Padre celestial. Ya hemos hablado del infierno en los apartados anteriores, así que solamente recordaremos que es un lugar donde Dios no estará presente; y sin la presencia de Dios, la paz y el amor, así como todas las buenas manifestaciones divinas, permanecerán eternamente ausentes.
Visto en el otro sentido, en cuanto al cristiano, el Juicio servirá para ofrecer a Dios el balance de su propia vida, teniendo presente el uso de los correspondientes bienes y dones otorgados. Y en cierto sentido también para determinar la categoría espiritual en la eternidad, donde se establecerá el grado de felicidad que en definitiva colmará a todo creyente en Cristo. Por ello, el pecador salvado está seguro de que el juicio ya lo asumió Jesucristo; y Dios no es injusto, por lo que no puede juzgar dos veces. El juicio para el cristiano, en tal caso, consistirá en declarar ante el Tribunal de Cristo, para dar buena cuenta de todo servicio a Dios (1 Co. 3:13): «De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Ro. 14:12).
Concluyendo con lo dicho, el cristiano verdadero ha ingresado en el Reino celestial representado por el pueblo de Dios, y como consecuencia natural proseguirá en la eternidad gozando en el mismo Reino; aunque en perfección absoluta, claro está. En cambio, el incrédulo vive en el presente, apartado de la presencia de Dios, y por lo tanto cuando se apague la llama de su frágil vela, la tendencia natural será continuar con la propia condición espiritual en la que se hallaba antes de morir, esto es, excluido de la gloria de Dios y de su Reino eterno.
En lo que afecta a los cristianos, tengamos paz en todo momento, y no nos angustiemos al ver las grandes injusticias que se cometen en nuestro desdichado mundo, porque la Biblia asegura que «ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos» (1 P. 4:5).
El juicio de Cristo en la cruz, libra del juicio al cristiano.
LA ESPERANZA CRISTIANA
Si no fuera por la realidad futura de lo que esperamos, de nada serviría nuestra perseverancia en la fe. Todo servicio a Dios y compromiso con el prójimo, carecería de valor alguno… Con esta grata expectación, el cristiano no pierde su esperanza firme y segura, a pesar de las circunstancias adversas por las que pueda atravesar. Muy al contrario, cobra ánimo en todo momento, manteniendo su confianza en el Dios que le ha salvado, y que además tiene un cuidado especial con todos sus hijos: «Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él (Dios) tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). De tal forma, la fe de nuestra alma se ve robustecida al confiar en las promesas de Dios. Asidos firmemente a ellas, logramos vivir en plena certidumbre la salvación futura, como también la presente, bajo el amparo del buen Pastor. Esta esperanza, a la vez, se ve reforzada cuando conseguimos reavivar, con vistas hacia el mundo venidero, la perspectiva de nuestra eternidad con Cristo.
De igual manera, también nuestra esperanza se vigoriza cuando consideramos la hermosa residencia que poseemos en los cielos. Los verdaderos cristianos (pecadores arrepentidos) sabemos que tenemos una morada celestial que nos está esperando, pues Cristo fue a prepararla, para que una vez fuera de este cuerpo mortal, disfrutemos con gozo del paraíso celestial: lugar de reposo y bienestar, donde plácidamente aguardaremos el día de nuestra gloriosa resurrección. «Voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn. 14:2), declaró el buen Salvador. Las consistentes palabras de nuestro Señor, nos recuerdan que ya existe un paraíso en el cielo de Dios, donde ahora cada creyente tiene un lugar muy especial preparado para él. No por casualidad, en la misma cruz, Cristo dijo al ladrón que estaba a su lado: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43).
Sepamos, que aparte de un bello hogar construido por manos divinas, también poseemos de Dios nuestro Padre una herencia incorruptible, que en su momento recibiremos, cada uno en particular, gracias a los méritos de Cristo (1 P. 1:4).
Al mismo tiempo, nuestra esperanza contempla la perfección futura de todo nuestro ser, incluido el cuerpo. En esto, la Biblia habla de la resurrección corporal de todos los creyentes… En aquel día, un cuerpo inmortal revestido de completa hermosura, se unirá al espíritu para formar el cuerpo celestial: «Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial» (1 Co. 15:49). Cuerpo y alma perfectamente unidos para gozar de una nueva creación junto a los redimidos de Dios.
Reflexionar detenidamente acerca de la maravillosa vida que está por venir, logra impulsar la fe y esperanza de todo cristiano, para correr con ánimo la carrera que tiene por delante; pensando que nuestro servicio a Dios, por muy ingrato que parezca, no resulta en vano (1 Co. 15:58). Con esta certidumbre, la mente del creyente ha de permanecer anclada en las alentadoras promesas bíblicas, las cuales anuncian con firmeza la gloriosa venida de Jesucristo, y con ello la restauración final de todas las cosas… No debemos perder en ningún caso la ilusión, pues los cristianos no aspiramos a nada en este mundo. La riqueza material, la fama vanidosa, o los placeres y deleites temporales, no prevalecerán en la eternidad. Nuestra satisfacción está en Dios, en el Todopoderoso, y «nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Fil. 3:20).
La esperanza del cristiano mira hacia el futuro.
EL ESTADO ETERNO
Seguimos recapacitando sobre la futura condición del cristiano, la cual es habitar junto a Dios, en un lugar donde pensamos que no habrá relojes que nos despierten sobresaltando nuestro sueño matinal… En esta meditación, debemos mantener una adecuada valoración del futuro, para que nuestra «perspectiva de eternidad» se haga más presente en la vida terrenal y transitoria que nos toca vivir.
Es preciso mencionar que en este apartado señalaremos la situación del cristiano en la eternidad, y no así la del incrédulo, puesto que ya hemos considerado acerca del lugar destinado para todo pecador no arrepentido.
El fin del mundo ha sido profetizado especialmente por el libro de El Apocalipsis, haciendo notar que el final de la era se vislumbra muy cercano. Parece increíble, pero es verdad, una nueva época está por venir, donde no existirán los años, los meses, las horas o los minutos. No tendremos que esperar por más tiempo un futuro mejor, pues viviremos la realidad absoluta de nuestra existencia en la eternidad, junto a Aquel que nos amó y redimió de nuestros pecados…
Sobre la estancia del cristiano en el mundo venidero, sabemos que al margen de su salvación gratuita, se tendrá entonces presente toda labor que haya realizado en su paso por esta tierra; en aquel día será imposible cambiar nuestro pasado. Es con este espíritu de responsabilidad, que corresponde al creyente verdadero prepararse para vivir la eternidad con la mayor dignidad posible, como heredero de la gracia junto con Cristo: «Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Ro. 8:17). Así que, no perdamos el tiempo con entretenimientos que pudieran desviar nuestra mirada del objetivo presentado. En este corto periodo que nos resta, procuremos ser fieles, porque de nuestra fidelidad a Dios dependerá el estado de gozo y satisfacción con el que viviremos nuestra existencia futura.
Parece recomendable traer a nuestra mente y corazón todas las promesas divinas, porque nuestra salvación, que ahora es en parte, se completará cuando Jesucristo nos dé la bienvenida al final de los tiempos: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mt. 25:34).
CIELOS NUEVOS Y TIERRA NUEVA
El «paraíso terrenal» es un concepto poco valorado, y todavía se hallan cristianos que siguen imaginando pasar la eternidad en una especie de lugar nebuloso, cantando alegremente con sus correspondientes arpas… El concepto bíblico dista mucho de la realidad mística que se suele propagar sin fundamento alguno. A saber, el lugar donde el cristiano vivirá la eternidad, no se encuentra solo entre las blancas y pomposas nubes del cielo celeste, en el «más allá»… Cielos nuevos y tierra nueva, es lo que aguarda a todo cristiano, y los que nos presenta el libro de El apocalipsis, que en este caso incluye la presente tierra en forma renovada: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado, y el mar ya no existía» (Ap. 21:1). El concepto de vivir en el cielo, entre las nubes, como serafines que tocan el arpa, no se observa en la Biblia. En cambio, hallamos que la Naturaleza que contemplamos hoy, como parte de la creación de Dios, permanece gravemente afectada por el pecado del hombre, esperando inquietamente su completa restauración: «Porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Ro. 8:21). Con esta libertad concedida, el creyente también puede aspirar a vivir en espacios terrenales: es lo que desde la antigüedad se conoce como el paraíso terrenal, bien sea en esta tierra en la que habitamos los seres humanos, o bien en otros planetas preparados por Dios en lugares remotos que no han sido descubiertos por el hombre. El cristiano, por tanto, espera una nueva dimensión de la actual creación maltratada, la cual observa hoy con cierta perplejidad.
Ahora, para entender la nueva creación de Dios, debemos analizar el concepto «nuevo» en el idioma griego (en el que fue escrito el Nuevo Testamento). En el texto bíblico leído, la palabra nuevo corresponde al término «renovado», es decir, que en el futuro toda la creación de Dios será acomodada a ese nuevo Reino de perfección que se perpetuará por los siglos. No pasemos por alto, pues, el futuro estado espiritual del cristiano, pero tampoco los lugares destinados donde residirá físicamente en la eternidad: «Nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Ap. 5:10).
Es preciso señalar, además, que la Biblia presenta un lugar específico donde todo cristiano vivirá el futuro glorioso de su condición como tal; aunque no se sabe concretamente donde está, pues no existe dirección de correo postal. Si bien se puede hallar en un espacio delimitado, donde el cristiano resida, no obstante éste poseerá la libertad de movimiento para explorar las maravillas del Universo, y contemplar admirado los grandes prodigios efectuados por intervención divina. Un universo infinito e inexpugnable, puesto a nuestra disposición para penetrar en los secretos de él, y así descubrir todo su esplendor… Ese grato recorrido turístico por los bellos parajes de Dios, será motivo añadido de adoración; y seguramente no precisaremos de transportes públicos para ello, pues nuestro cuerpo podrá ser transportado de galaxia en galaxia de forma directa y sin intermediación alguna. Al presente desconocemos los miles de planetas que no han sido habitados y que, junto con el Universo, serán liberados de ese caos en el que astronómicamente parecen encontrarse. Asimismo, la Naturaleza que conocemos hoy será completamente restaurada; y en esto, cabe pensar que habrá árboles frondosos, flores exuberantes, hierba verde y esplendorosa, y por qué no, seguramente también animales… En otras partes, inmensos mares y profundos océanos (en este y probablemente otros planetas), con maravillosas e inimaginables formas de vida, se exhibirán para descubrir la Mano creadora de Dios en su plena magnificencia. Y aun en el caso de que no existan los mares en el paraíso de Dios, éstos serán sustituidos por grandes lagos y caudalosos ríos de sin igual belleza. Por lo demás, todo existirá en absoluta perfección junto con el cristiano, en un estado de glorificación perpetua.
En cuanto a nuestra ocupación en la eternidad, parece lógico aceptar que tendremos todo el tiempo del mundo. Aun siendo beneficiarios de esta ventaja, no cabe pensar en el aburrimiento. El Señor personalmente distribuirá unas labores especiales, que en gran medida estarán relacionadas con los galardones que nos conceda Jesucristo en ese maravilloso día; tareas similares o distintas, serán asignadas a todo súbdito del Reino celestial. En toda labor, seremos participantes de la gloria de Dios; y en la misma gloria, también representantes de su autoridad, para administrar la Creación y disfrutar en pleno conocimiento de ella.
Con esta condición especial, también reconoceremos a nuestros seres queridos que han sido salvos como nosotros, y mantendremos con todo el pueblo de Dios un trato de excelente fraternidad… Aun siendo todo ello admirable, lo más importante es que nuestra relación con el Creador, participando eternamente de su gloria, será perfecta en todas sus formas; y así la presencia de su Espíritu nos llenará de amor y felicidad por el resto de nuestros días: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Ap. 21:3).
La morada del cristiano es la renovada creación de Dios.
LOS GALARDONES FUTUROS
Siguiendo con nuestro análisis sobre la eternidad, consideramos lícito anhelar los preciados galardones que Dios conceda en aquel día, en función de la fidelidad y servicio de cada cristiano. La Biblia apoya esta propuesta para alentar al discípulo de Cristo a ser valiente y a no decaer en la gran lucha que representa la vida cristiana. Al igual que habrá distintos grados de condenación para el incrédulo, también existirán diferentes grados de felicidad para el creyente. De tal forma, nuestra mayor o menor posición de privilegio y diferentes asignaciones en la eternidad, guardarán una estrecha vinculación con los galardones otorgados en aquel momento.
Parece razonable pensar que Dios mismo conceda las recompensas eternas, consecuentes con el mayor o menor índice de obediencia a su voluntad. Si así no fuese, resultaría injusto que el salario (valga la expresión) para los que han tenido una falta evidente de compromiso con Dios y su Palabra, viniera a ser el mismo de aquellos que fueron torturados y muertos por el nombre de Jesús. Éstos, como hace constar el texto bíblico, tendrán una «amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:11). Luego, los creyentes que han descuidado su salvación, desatendiendo al llamamiento de Cristo, igualmente entrarán en el Reino, pero de forma muy ajustada: serán «salvos como por fuego» (1 Co. 3:15). Como se sabe, nuestra herencia celestial es la herencia ganada por Jesucristo en la Cruz, y nada se obtiene por méritos propios. Con todo y ello, la condición de vida y el disfrute de esa herencia eterna, dependerá del servicio realizado para Dios: en obediencia, amor, compromiso y lealtad. Estamos advertidos de que la importancia de nuestro reinado junto con Cristo, y el estado de cercanía con Él, se verá en todo influido por nuestra labor presente: «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Ti. 2:12).
Apreciemos los textos sagrados, y observemos que aun avanzados los días de Pablo, pudo expresar con plena satisfacción: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, Juez justo, en aquel día» (2 Ti. 4:7,8). A juzgar por lo leído, un sentimiento de victoria impregnaba el corazón del apóstol, ya anciano, que examinaba su pasado con regocijo, obteniendo la grata impresión del cumplimiento de su deber como cristiano y apóstol.
Si bien la salvación es del todo gratuita, igualmente a Dios le ha parecido bien preparar unos galardones para compensar el grado de servicio y entrega. En la medida de su obediencia a Dios, el cristiano podrá obtener una entrada más holgada en el Reino celestial, y así participar con superior integridad de la autoridad que el Altísimo delegará en la eternidad; recibiendo conjuntamente una posición de mayor privilegio, y disfrutando con más intensidad de la grandeza de Cristo… La promesa de Jesús se hará en aquel día efectiva: «He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo» (Ap. 22:12). Los galardones otorgados en aquel momento, pues, coronarán a todo creyente por el ministerio que haya realizado para su Señor; al igual que las posibles aflicciones presentes por causa del Reino, no serán ignoradas en el futuro… Aunque, pensemos bien, pues todo ello no representará en ningún modo objeto de gloria propia, ya que los galardones también se reciben por gracia, es decir, porque así le ha placido al Creador favorecer a sus criaturas. En este sentido, el cristiano es deudor de la gracia divina, pero Dios no es deudor de nadie. Por lo tanto, las coronas recibidas servirán para la mayor glorificación de Dios, por su inmensa e infinita bondad.
Para concluir, conviene recordar que las obras que realizamos en el presente poseen unas consecuencias que, con toda seguridad, se harán manifiestas en la eternidad. El texto en El Apocalipsis así parece indicarlo: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor… porque sus obras siguen con ellos» (Ap. 14:13).
Lo que el cristiano haga en el presente, tendrá una repercusión en el futuro.
ESTADO DE PAZ Y FELICIDAD
Creemos que no importa tanto el «dónde» vamos a estar en la eternidad, sino más bien el «cómo» vamos a estar. Entendemos que en aquel día sin fin, nuestra estancia se verá influida por la perfecta comunión con Dios; y con independencia del lugar, nuestra vida se verá favorecida por un estado permanente de plenitud espiritual… De forma análoga, las relaciones interpersonales se perfilarán en un ambiente cálido de amor y comprensión, donde mantendremos una situación idílica de concordia y bienestar los unos con los otros. Como cita El Apocalipsis, no cabe imaginar guerras, dolor, pobreza, enfermedad, ni alguna otra adversidad, puesto que por fin el cristiano gozará de perfección absoluta: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Ap. 21:4). La participación de la gloria de Dios traerá una completa y definitiva satisfacción, que mente humana ahora no puede alcanzar a comprender.
Además, como ya mencionamos, nuestro cuerpo será sometido a una integral glorificación, conforme a la imagen corporal de Jesús. Podemos pensar que todo nuestro sistema biológico y emocional, funcionará con plenas sensaciones placenteras, y conjuntamente nuestro espíritu se verá colmado por un estado de abundante paz y bienestar. Deducimos, entonces, que en aquel día interminable el cristiano podrá gozar física y espiritualmente de todos los cuantiosos placeres provistos por su Padre celestial, y que son reflejo del conocimiento práctico de Dios, en la persona de Jesucristo: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). De tal manera, nuestra mente obtendrá, como experiencia vital, una amplia apertura al infinito conocimiento de Dios. La luz del Señor brillará en cada alma, y su amor divino inundará todo nuestro ser, provocando un estado intenso de felicidad que permanecerá de forma interminable y por los siglos. De manera que, el deleitarnos en Dios, en su creación, y en su amor, será parte integrante de nuestra ocupación… Como resultado de tan magnífica experiencia, la adoración brotará naturalmente del corazón del creyente, eternamente agradecido por haber sido beneficiado con su amor y misericordia; motivos por los que aceptamos que la gloria siempre será para Dios, porque aun contemplando el pasado con nuestros logros o triunfos personales, advertiremos que siempre fueron hechos con gran deficiencia humana, y no tendremos por menos que reconocer la mano de Dios en todo.
En ese estado atemporal, se añadirán al panorama del entorno vital un mundo de nuevas emociones y maravillosas experiencias; múltiples e impresionantes formas y sonidos, infinitud de colores, fragancias y sabores especiales, a la vez que intensas y profundas sensaciones irradiarán todo nuestro ser. Y en ese infinito espacio ambiental, resonarán cánticos celestiales, con distintos y sofisticados instrumentos de música, que llenarán de gozo nuestros sentidos. Dulces melodías, que músico alguno puede llegar a componer, se escucharán a modo de hermosos himnos de triunfo resonando por la eternidad… Cinco sentidos corporales elevados a la máxima potencia, para disfrutar en plenitud de la nueva creación preparada por Dios. Es verdad, aquello que esperamos con ilusión, resulta inimaginable para nuestra limitada mente, y así parece indicarlo la Palabra fiel: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co. 2:9). Estamos seguros de que lo más bello en este mundo, no es equiparable con la excelencia del estado eterno que aguarda a los hijos de Dios. Lo que podamos concebir como felicidad aquí, habría que multiplicarlo por un número muy elevado de veces allí, para poder imaginar, por un momento, el grado de contentamiento que el cristiano experimentará por el resto de su existencia.
Entre tanto, contemplemos con solicitud el cumplimiento de las profecías bíblicas, porque el final de la Historia se acerca, y con ello el comienzo de un desconocido mundo de nuevos y apasionantes acontecimientos… Una eternidad repleta de júbilo y bienestar se presta muy cercana, donde aun lo comprensible de todas las predicciones humanas, no se puede comparar con las grandes sorpresas que definitivamente se revelarán cuando en aquel día Jesucristo en persona regrese de su Patria celestial: «Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5).
El cristiano vive el presente, bajo la mirada de la eternidad.
CONCLUSIÓN
Hasta aquí hemos realizado un breve y conciso repaso sobre los aspectos más esenciales que envuelve el pasado, presente y futuro, del creyente en Cristo; presentando las condiciones bíblicas que identifican al verdadero cristianismo, para sobre todo no incurrir en confusión. Es decir, una revisión sucinta de las principales enseñanzas que definen la figura del cristiano, basado fundamentalmente en la propia Escritura, que en definitiva es la que posee toda autoridad sobre dicho tema.
Es hora de restaurar el espíritu equilibrado de todos aquellos conceptos evangélicos que determinan la identidad cristiana, así como de las oscuras propuestas teológicas de nuestra moderna Cristiandad. Por tal motivo, es necesario recuperar, de una forma fresca y natural, la conveniente visión bíblica de nuestra posición espiritual como hijos de Dios… En esta propuesta, somo conscientes de que a veces los cristianos logramos complicar nuestra realidad con doctrinas que confunden y en ocasiones enturbian nuestra existencia. Y, al mismo tiempo, nos olvidamos de mantener candentes los argumentos básicos de la buena doctrina bíblica, que por otra parte hacemos bien en conocer y a la vez en compartir con los demás, desde una actitud sabia y razonable. Por ejemplo, es muy frecuente observar cómo la juventud cristiana se pregunta por la voluntad de Dios para su vida. Como es de suponer, si no se tiene claro la condición como cristiano, y la relación con Dios y con los demás, desde luego no va a poder hallar respuestas adecuadas. Esta negligencia y descuido suele originar problemas diversos, no solo existenciales, sino también morales y éticos; en tanto el cristiano se enfrenta con preguntas difíciles que no sabe responder con precisión.
Quizá estemos descuidando la importancia que posee la presencia real del Dios eterno, que se ha revelado fundamentalmente en Jesucristo y en su Santa Palabra, y que con su infinito poder mantiene un control exacto sobre el desarrollo de la Historia…. Es aconsejable escapar de la ignorancia, y conocer adecuadamente el mensaje de las Escrituras, que es donde se responde a las grandes preguntas acerca de nuestra complicada Humanidad. Ello, además, nos ayudará a obtener una mayor visión espiritual en la vida cristiana, y a ser cada día más conscientes de la obra perfecta de Jesucristo; reavivando, en el mejor sentido, nuestro sentimiento de urgencia en proclamar el maravilloso mensaje del Evangelio a este mundo perdido.
Por otro lado, es preciso también tomar conciencia del significado tan excelso que supone obtener el título de cristiano. No podemos en ningún modo rebajar nuestra categoría espiritual, por ser incomprendidos, rechazados, o por recibir la presión de una sociedad injusta que no reacciona ante el gran amor de Dios.
Nos corresponde, aparte de todo ello, mantener viva y radiante nuestra esperanza, reconsiderando los tiempos del fin y la consumación en el estado eterno, donde por fin el amor, la paz y la justicia, reinarán por siempre. Discurrir sobre estas implicaciones tan gloriosas, nos ayudará en buena medida a confirmar nuestra fe, y a reanimar todo espíritu decaído. Es lo que precisamente recomienda la Escritura: «Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras» (1 Ts. 4:18).
Ahora bien, pese a observar las graves incongruencias de nuestra Cristiandad, no debemos renunciar en nuestro compromiso con el mensaje de Cristo. Es cierto que hay cristianos inconsecuentes con este magnífico título, pero solo Dios conoce quiénes realmente son los verdaderos cristianos… Hemos de reconocer, que también los hay que sinceramente buscan seguir la voluntad de su Señor, pero desdichadamente se ven limitados bajo el yugo de ciertas dificultades internas, bien sean físicas o psicológicas, añadiendo a todo ello los factores de presión social, cultural o familiar. Algunos cristianos son como torpes ovejas, que se descarrían fácilmente. Otros simplemente son recién nacidos espiritualmente, y están en proceso inicial de aprendizaje. No son pocos los que por ser débiles en la fe persisten en su flaqueza, y por ello su vida cristiana resulta tan inestable… Con todo, la gracia y el amor del buen Pastor celestial continúa cobijando al creyente fiel, por muchas que sean sus restricciones.
Por lo demás, aunque el cristiano ande en rectitud, no tiene de qué gloriarse, y seguro que, mirando hacia atrás, mucho de qué arrepentirse. De tal manera, la Revelación de Dios hará resaltar más el pecado que las virtudes, por el hecho de ver la inmensa gracia divina y por comparación nuestra propia insuficiencia.
Por todo lo dicho, concluimos que la vida de todo nuevo convertido a Dios, ha de obtener un fundamento seguro donde construir su fe en Cristo, adquiriendo así una adecuada visión de su magnífica condición espiritual… Al igual que todos los demás seres, también los cristianos somos olvidadizos, por lo que a menudo estamos obligados a repasar los conceptos bíblicos más esenciales, recuperando así el sentimiento fresco y renovado de nuestra extraordinaria condición delante de Dios. Por eso hemos de seguir recordando, de manera sencilla y práctica, las bases cristianas por las cuales estamos llamados a defender, con rigor bíblico y fervor espiritual, nuestra valiosa posición en Cristo.
Igualmente se desea que aquellos que andan desorientados entre un mar de dudas a causa de la presente confusión religiosa, logren despejar toda incertidumbre sobre el verdadero significado de ser cristiano en nuestro mundo «cristianizado».
Llegados hasta aquí, y por encima de las consideraciones expuestas, reconocemos que son los textos de la Palabra divina los que nos guían en la correcta visión de nuestra experiencia cristiana. Cada vez que acudimos a los pasajes bíblicos con espíritu reflexivo, y motivados por la obediencia a Dios, éstos sobresalen de forma especial en las Páginas sagradas, colmando de gozo y bienestar nuestra vida espiritual. Y así renovamos la esperanza de un futuro maravilloso que está por venir, donde los hijos de Dios nos encontraremos participando de la gloria eterna, la cual será manifestada con todo esplendor cuando Jesucristo en persona regrese para recoger a su amada Iglesia… y esto puede ocurrir hoy mismo.
«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17).
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