Repercusiones de eternidad
En declaraciones a una cadena de televisión, un ex ministro español, rector de una destacada universidad de Barcelona –España–, hombre afamado y respetado por todos, respondía a la pregunta de un periodista, en cuanto a la situación democrática del país, diciendo: –Estoy muy tranquilo, y voy a disfrutarla, porque pienso vivir 105 años (palabras exactas). Al cabo de pocos días de esta declaración, la persona sufrió un atentado terrorista que acabó con su vida. Este suceso trajo a mi mente la historia del rico que se relata en el evangelio: «Diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma…» (Lc. 12:19,20). Al parecer, este distinguido personaje gozaba de una elevada posición, preparación académica, y reconocimiento honorífico. La popularidad, el dinero y bienestar, eran elementos que presidían su incesante vida. Hombre reconocido y querido por el pueblo… en segundos quedó reducido a la nada. ¡Qué absurda es la vida! Estaba preparado para todo, menos para morir, tanto que en su plena ingenuidad afirmó alegremente: «viviré 105 años», cuando nadie es dueño de su alma, si bien «Dios ha puesto los límites de la habitación del hombre», como cita Hechos 17:26, y «toda alma es suya», según Ezequiel 18:4. Éste es claro ejemplo de fragilidad humana, añadido a otros muchos, donde se resalta la ignorancia del ser humano y su visión temporal de la existencia. Entre tanta inconsciencia, corresponde una detenida reflexión sobre los aspectos temporales de la vida, para que con mayor sensatez, la «perspectiva de eternidad» se haga más presente en la mente de todo cristiano.
No podemos olvidar, como creyentes, que la condición de nuestra existencia es perpetua, y por lo tanto la postura más sabia en esta vida temporal, es mantener una constante y adecuada valoración de eternidad. Así parecía tomar conciencia el maestro de la alegoría, Orígenes: «Porque a medida que crece el entender del alma, más se familiariza con las cosas divinas y le es dado discernimiento con que distinguir lo eterno de lo temporal, lo perecedero de lo que dura siempre» (Orígenes, Escritos Espirituales. BAC, 1993, 25).
UNA DECISIÓN PERSONAL
«Al que venciere»
Seguimos con la misma orientación: sólo el que tiene a Cristo en su corazón ha vencido, porque sin duda Él es el Vencedor. Y siendo esto cierto, no obstante la declaración «al que venciere», para el cristiano también comporta una acción de lucha constante, que se habrá de librar en el devenir de la vida cristiana.
Si bien es verdad que somos nosotros los que debemos luchar, es Cristo quien nos capacita para vencer al pecado, y en lo posible evitar sus terribles consecuencias. A saber, el pecado se manifiesta a través de nuestros tres grandes adversarios. En primer lugar por medio de nuestro propio impulso pecador. Así, la condición del Señor Jesús para poder vencer, apunta a la idea de renunciar a nuestro «yo»: «Niéguese a sí mismo» (Lc. 9:23). En segundo lugar, se manifiesta en forma de los valores materialistas que nuestra sociedad nos proporciona, en contraposición a la fe. Las palabras del apóstol Juan, muestran la victoria sobre el mundo por medio de nuestra confianza en Dios: «Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, vuestra fe» (1 Jn. 5:4). Y en tercer lugar, a través de nuestro incansable incitador del mal: Satanás. Y para vencer a este peligroso adversario, el consejo del apóstol Pablo se dirige a que nos mantengamos «firmes contra las asechanzas del diablo» (Ef. 6:10).
Pensando en ello, causa una grata satisfacción saber que todavía existen cristianos que vencen, porque siguen luchando legítimamente. Aunque, por otro lado, también los hay que aun gozando de la victoria de Cristo, son derrotados, porque se han dejado vencer por los afanes de este mundo. La recomendación es bíblica: «No seas vencido de lo malo» (Ro. 12:21).
Contemplando el asunto desde el ámbito eclesial, es preciso resaltar la importancia de nuestra responsabilidad, al presentir que innumerables congregaciones han sido «vencidas» en nuestro llamado mundo cristiano. Y podemos señalar, entre otras causas principales de este fracaso, la falta de apertura a la «renovación» como elemento importante en la victoria de la iglesia; ya sea producida por los prejuicios, los miedos, las tradiciones, o por otras malogradas formas de concebir la vida cristiana. Por ello, la idea de «vencer» conlleva una actitud de valentía, de disponibilidad a sufrir las consecuencias de ser un verdadero cristiano en nuestro cristianizado mundo.
Si hacemos nuestra la declaración del apóstol Pablo: «Estimo todas las cosas como pérdida» (Fil. 3:8), tal vez nos puede dar la sensación de transitar por este mundo como perdedores. Por el contrario, aún teniendo esta sensación, el cristiano habrá de vivir con la noble dignidad de un vencedor, en función siempre de la victoria de Cristo: «Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó» (Ro. 8:37).
Pero, si marchamos en dirección inversa, desde una postura de cobardía, lo único que conseguiremos es impedir la labor que Dios desea hacer, tanto dentro como fuera de la comunidad. Pensemos en ello, porque debido a nuestro corazón estropeado, en ocasiones resulta inevitable experimentar dudas y temores, y por momentos nos podrá embargar un sentimiento incomprendido de cobardía. Sin embargo, a pesar de los sentimientos de animadversión que podamos albergar, tengamos por seguro que la decisión habrá de ser firme: «al que venciere». Así, todo sentimiento o emoción contrapuesta, ha de someterse al control Espíritu, adoptando en todo momento una postura de valentía. Acertadas aquí son las palabras del escritor francés Ernest Legouvé, cuando afirmaba: «La cobardía es el miedo consentido; el valor es el miedo dominado».
De manera que, los valientes no solamente reciben a Cristo, sino que también toman la cruz y le siguen. Por ello sólo los valientes serán proclamados «vencedores» en la eternidad. La decisión se relaciona con la propia voluntad del creyente: o vence, o se deja vencer. Vive en victoria o en constante derrota. No hay término medio.
Recojamos la enseñanza del texto sagrado, y observemos que al fin de sus días Pablo pudo expresar con plena satisfacción: «He peleado la buena batalla (sentimiento de victoria), he acabado la carrera (experiencia de triunfo), he guardado la fe (grata impresión del cumplimiento de su deber). Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, Juez justo, en aquel día» (2 Ti. 4:7,8).
EL GALARDÓN
«Le daré que se siente conmigo en mi trono»
Bien podríamos pensar que en la presente declaración de Jesús, el galardón representa solamente la salvación en su aspecto futuro, en la eternidad. Pero, si esto fuera cierto, nos encontramos ante la dificultad de que el contexto del libro se contradice con el propio texto: «Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Ap. 22:17); e igualmente con toda la analogía bíblica acerca de la Redención, presente y futura, en Cristo Jesús.
Parece razonable aceptar que Cristo mismo otorgue los reconocimientos eternos cuando así tomamos la firme determinación de vivir para Él. Sería injusto que el pago fuera el mismo para los cristianos infieles, que para aquellos mártires que dieron su vida por Jesús. Y la idea aquí no es tanto el pago por un trabajo, ni mucho menos el precio de nuestra salvación, sino que es la consecuencia de la misma vida cristiana que se extiende hacia la eternidad. Así, el grado de bendiciones en el Reino de los cielos, irá en función del grado de servicio y consagración aquí en la tierra.
La entrada a la «nueva tierra» es aguardada por todos los verdaderos creyentes. Sin embargo, habrá algunos que entrarán de forma muy ajustada. Como bien hace constar el texto bíblico, el Señor concederá entrada amplia en el Reino eterno al cristiano fiel y valiente: «Porque de esta manera (haciendo firme la vocación con la que hemos sido llamados) os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 1:11). De esta forma, los vencedores disfrutarán de una generosa entrada en el futuro Reino. Pero, en sentido inverso, los vencidos entrarán de manera muy estrecha en el citado Reino eterno.
«Sentarse en el trono de Cristo» significa obtener una entrada holgada en el Reino de Dios, y participar de la autoridad que el Todopoderoso delegará en la eternidad, recibiendo por su gracia una posición de mayor privilegio. Es, en definitiva, disfrutar aún más de la grandeza de Cristo, en comparación con otros cristianos que lamentablemente se han dejado vencer.
En relación con la eternidad, el apóstol Pablo pareció tener muy claro el presente concepto. Dirigiéndose al joven Timoteo, le expuso la causa y el efecto: «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Ti. 2:12).
Conviene prepararnos, pues, para vivir la eternidad con la mayor dignidad posible, como herederos de la gracia junto con Cristo; comprendiendo bien que la posición que recibamos en el futuro Reino de Dios, dependerá de nuestra manera de obrar aquí, en el presente mundo. En aquel día será imposible cambiar todo aquello que hayamos hecho mal, o dejado de hacer bien. El texto de El Apocalipsis así parece indicarlo: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor… porque sus obras siguen con ellos» (Ap. 14:13). Con todo, muchas buenas obras semejantes al heno y a la hojarasca, serán quemadas. Pero, pequeñas obras llenas de amor, y reforzadas con el oro de Cristo, se mostrarán imperecederas en aquel glorioso día.
Hacemos bien en considerar que todo lo que hagamos en este mundo, tendrá una repercusión en la eternidad.
EL MODELO ES JESÚS
«Así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono»
Todo discípulo habrá de seguir el ejemplo que Jesús nos dejó en su vida terrenal: «Así como yo». Recapacitemos en las implicaciones del texto, porque Jesús ha vencido, no sólo porque haya ganado nuestra salvación, sino porque además cumplió hasta el final con la expresa voluntad del Padre.
Reforzando la idea ya expuesta en el apartado anterior, entendemos que también vencemos de la misma forma como venció Jesús. «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (He. 5:8). El concepto es claro: si queremos vencer, pues, debemos aprender a ser cristianos obedientes. Entendamos bien el concepto de obediencia, porque en ningún caso equivale a perfección absoluta. Más bien, la enseñanza aquí va del todo orientada a mantener una buena «actitud de obediencia» a Dios.
Recordemos que en calidad de hombre, Jesús venció, porque fue obediente hasta la Cruz, porque aceptó la voluntad del Padre: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn. 5:30). Nos preguntamos, entonces, ¿buscamos nosotros, en realidad, hacer la voluntad del Padre en todos los aspectos de nuestra vida?
Por lo general, los cristianos consecuentes con la fe que profesan, suelen sufrir una presión tan intensa, que a veces han de hacer un gran esfuerzo para no rendirse. Pero, a pesar de las adversidades, estamos llamados a vencer por la fe y a mantenernos en victoria, recibiendo en todo momento las fuerzas que Dios nos ofrece. Así que, cuando nos disponemos a obedecer a Dios, en actitud de confianza absoluta, es cuando realmente vencemos. Por el contrario, Laodicea fue vencida por el hedonismo, la hipocresía y el materialismo, dando lugar a la tibieza más detestable.
En definitiva, «vencer» significa obedecer a Dios, conocer su Palabra, practicar sus mandamientos y confiar en sus promesas.
Por lo demás, la propuesta de Jesús no es para andar en camino de rosas. A veces la senda resultará ser estrecha, la ruta incómoda, los valles tortuosos y difíciles, y desde luego el recorrido no estará exento de dificultades. Pese a todo, es un camino seguro, y la dirección hacia la «ciudad eterna» es la indicada.
No mantengamos nuestra mente alejada de la eternidad, porque todos tendremos que pasar por el inevitablemente trance de la muerte (si el Señor no viene antes), y comparecer ante el Tribunal de Cristo, para rendir cuentas de nuestro paso por este mundo pasajero.
En esta reflexión, no parece desatinado admitir, con cierta solemnidad, que cuanto más cerca nos encontremos hoy del Señor de los Cielos, tanto menos nos costará dejar mañana la Tierra.
UN MENSAJE DE ACTUALIDAD
«El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias»
Aunque el mensaje fue dirigido principalmente «a las iglesias», el texto leído comienza con «el que», sinónimo de «si alguno oye mi voz» referido anteriormente, el cual viene a revitalizar la enseñanza de que el llamamiento es de carácter general, pero la decisión es siempre particular. En esto la Escritura nunca se mantiene impasible, y siempre exige una respuesta, una decisión personal que tenga en cuenta el precio que se ha de pagar, pero también las imperecederas ganancias que podremos recibir.
Si apreciamos bien el mensaje de Cristo, éste no sólo se dirige a la iglesia de Laodicea, sino que también se hace extensivo a todas las comunidades, como indica el texto leído: «A las iglesias». Y así, la perspectiva del espíritu bíblico se dilata en el tiempo hasta llegar a nuestra época, y cómo no, a cada uno de nosotros. De esta manera, todas las decisiones particulares resultarán determinantes para la situación de la iglesia en general. Lo que no podemos hacer, desde luego, es esperar que la iglesia cambie, si cada uno de nosotros no toma primeramente una decisión personal.
Todos los cristianos hemos escuchado en algún momento, y debemos responder a «lo que el Espíritu dice». Es el mensaje del Espíritu Santo que habla a los creyentes en Cristo, y en general a todos los «cristianos» no convertidos realmente a Dios, que conforman la congregación de Laodicea en nuestro presente siglo.
Finalmente, cuando Dios hace posible que oigamos, seamos sensibles a su voz. No haremos bien en darle la espalda, ni en volver nuestro rostro con indiferencia ante tan digno llamamiento divino. «Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma» (Is. 55:3).
Si todavía conservamos algo de percepción espiritual, pongamos atención a la urgente llamada de Jesús, que no por casualidad ha quedado por siglos fielmente registrada en la Biblia. Por lo tanto, ahora es el momento de detenerse, de escuchar la voz de Cristo, y de reflexionar sobre el claro mensaje que se reluce indeleble en El Apocalipsis. Porque, en vista de lo comentado, sólo desde nuestra decisión particular, podremos alcanzar a renovar la Iglesia en general.
CONCLUSIÓN
Para concluir con esta reflexión, cabe decir que las aplicaciones para la vida cristiana que se han realizado sobre el texto de El Apocalípsis, han sido siempre deductivas y analógicas; y se ha intentado, sobre todo, que obedezcan al espíritu doctrinal de la propia Escritura.
Si bien puede haber muchos cristianos que no se consideren tibios, debemos reconocer que cada uno de nosotros participamos en mayor o menor grado de la tibieza que nos rodea. Por una parte, porque somos un «cuerpo» con nuestros hermanos, y no en vano tenemos una responsabilidad colectiva. Por la otra, porque vivimos en un mundo corrompido, y el pecado, en consecuencia, no nos es ajeno.
Por lo visto, seguramente el texto de El Apocalipsis todavía se hace vivo y real en el corazón de cada cristiano afectado de tibieza, y también en cada congregación a punto de ser vomitada. «He aquí yo estoy a la puerta y llamo» (Ap. 14:20). Tan generoso llamamiento es para todo el que se encuentre alejado de la comunión con Cristo. Luego, todo aquel que desee recibir a Jesús, no sólo como el Salvador, sino también como el Señor de su vida, habrá primero de renunciar a su propio ego, y estar dispuesto a reconocer su pobreza, su ceguera, su miseria… Sólo con dicha actitud, definitivamente, se alcanza a recibir de Cristo la restauración y posterior plenitud espiritual.
En esta conclusión final, quisiera relatar un sueño que para mí fue ciertamente significativo, y que según mi criterio personal contiene una enseñanza afín a lo expresado en el presente trabajo. Aunque si bien soy poco partidario de la revelación por sueños, creo que en situaciones especiales Dios puede utilizarlos para ofrecer alguna enseñanza específica. Así podemos decir como el salmista: «Aún en las noches me enseña mi conciencia» (Sal. 16:7).
El sueño fue el siguiente: En unos encuentros cristianos de verano, estaba observando, cual espectador, cómo la gente se despedía entre sí con sonrisas y abrazos efusivos, al ser el último día. Mientras transcurrían las despedidas, me causó desconcierto notar entre los asistentes a un individuo muy particular, de aspecto un tanto rudo, con barba, y cierta seriedad en el rostro, pero cálido y sereno a la vez. Las personas que estaban a su lado evadían su presencia, y nadie se acercaba para saludarle. Parecía como si tal hombre fuera invisible ante los ojos de los allí presentes; cosa extraña, siendo el día de la despedida final… Cuál fue mi sorpresa, que al fijar la mirada en él, descubrí que la persona que había allí, entre la multitud, era el Señor Jesús, ¡mi Señor! Aquel que había sufrido tanto por mí en la Cruz, estaba allí, en persona… Inevitablemente mi corazón se conmovió, y mis ojos se llenaron de lágrimas, por la gran emoción de ver en persona al Señor Jesucristo. No tuve por menos que correr hacia Él y abrazarle… En esos momentos tan especiales, donde el encuentro confluyó en un intenso abrazo, sentí un profundo amor que inundó toda mi alma… De repente me desperté exaltado, y seguidamente tuve la fuerte sensación de que aquel sueño no había sido casual, sino que apareció como una impactante enseñanza, la cual Dios me había permitido experimentar en la esfera del inconsciente. Entendí, entonces, que cuanto más nos acercáramos a la segunda Venida de Jesucristo, mayor sería el menosprecio a su Persona: no sólo del mundo, en general, sino también de los cristianos, en particular.
Lo sorprendente del sueño fue que aquellos «creyentes» no se daban cuenta de que el mismo Creador de los cielos y la tierra, el Salvador de los hombres, estaba allí en medio de ellos. Es verdad, en muchos círculos cristianos se ha ido abandonando a Jesús, hasta llegar a ignorarle por completo. Asimismo, la iglesia tibia lo ha convertido en un mero símbolo, en una doctrina seca, en una religión vacía; y no se ha dado cuenta de que el Señor se ha mantenido presente por largo tiempo, a pesar del grave rechazo de su pueblo.
Tibieza, frialdad e incredulidad, son los síntomas de buena parte de nuestras iglesias. Y como esto es cierto, el mensaje que hemos escuchado de labios de Jesús, no puede ser ignorado.
La propuesta del Señor para hoy, es la misma que para el pueblo de entonces: «A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a Él; porque él es vida para ti» (Dt. 30:19,20).
Querido lector, si no has experimentado todavía la verdadera salvación que ofrece Jesucristo, ahora es el momento preciso para reconciliarte con Dios. Jesús invita a cada persona de este mundo a tener un encuentro con Él: «Venid a mí todos» (Mt. 11:28). Si por el contrario, ya has conocido a Cristo, y así mantienes tu llama encendida, ¡gracias por tu fidelidad, por tu decisión, por tu valentía! No te quepa la menor duda de que el Rey de reyes sabrá recompensarte cuando regrese con poder y gloria para buscar a su Iglesia.
Ahora bien, si por el contrario percibes que lo has ido dejando fuera de tu vida (tal vez sin apenas darte cuenta), y así si te encuentras experimentando la «tibieza espiritual», entonces, aún estás a tiempo de arrepentirte y acudir a Jesús. Él te espera con los brazos abiertos para ofrecerte el perdón divino y la restauración espiritual. Su invitación se mantiene hoy presente: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Ap. 3:20).
Iglesia tibia: sé fría o caliente, pero no alargues por más tiempo tu tibieza, pues de lo contrario se cumplirá la advertencia de Jesús: «Te vomitaré de mi boca».
«El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (El Apocalipsis 3:22).
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